Es algo habitual en las familias
que, en un momento dado, sea la agresión, directa o simbólica, la que se
interponga en la relación. Aunque se suele acudir a la consulta de un psicólogo
cuando la agresión procede del hijo, sobre todo si es adolescente, se suele
eludir la que nace de los propios padres. En uno y otro caso la respuesta suele
ser agresión por agresión, sin tratar de tener en cuenta que en esa relación
están, o deberían estar, presentes los afectos.
Aunque se proponen desde la
psicología diversas estrategias para reducir esas agresiones, creo que se suele
olvidar la más evidente: que los padres, por ser tales, pueden restar valor a
la supuesta ofensa ―no se sientan ofendidos o heridos constantemente― en pro de
saber, interrogar, qué es lo que realmente le ocurre a su hijo, por qué
necesita atacarlos. Y es que no hay que olvidar que, se comporte como se
comporte el hijo, detrás sigue habiendo lazos de amor que le unen a sus padres
y es a ellos a los que hay que acogerse para resolver la situación. Si un hijo
insulta o empuja a la madre o al padre, se le puede responder en el mismo
nivel, y añadir castigos, o satanizarle como si fuera una mala persona, pero
eso no romperá nunca el círculo de agresiones. En cambio, si ese padre o esa
madre tratan de restarse como los señores importantes, los ofendidos por
alguien que les debe consideración y respeto, en vez de pensar exclusivamente
en su ego herido o en su orgullo, podrán mostrar a su hijo que su empeño de
ofenderlos yerra el blanco y que su respuesta no será un simple acto reflejo y
no lo agredirán a su vez. Cada vez que se logra dejar de responder a la
agresión con la agresión, se permite al hijo cuestionarse su comportamiento o
pensar sobre lo que le hace caer en esas conductas. También percibirá pronto
que es alguien importante, querido, por sus padres y eso abrirá ya una posible
vía de solución a lo que le sucede.
Cuando son los padres los que
agreden es más difícil, pero en la consulta se puede ayudar al adolescente a
sustraerse de la agresión para interrogar a sus padres: ¿Por qué necesitáis hacerme daño? La interrogación es la mejor forma
de cuestionar la conducta del otro sin hacerlo daño, siendo por tanto la mejor
vía para hacer que ese otro (padre, madre, hijo, hermano…) modifique sus
conductas.
Suelo comentar que, cuando
algunos chavales o adolescentes llegan a consulta y lo primero que hacen es
llamarme hijo puta, o cabrón, o mierda, lo que más los descoloca es que les conteste Muchas gracias, muy amable. A partir de
ahí, al no responder en espejo a su ataque, se los puede cuestionar su
necesidad de ofender o de poner a prueba a quien tienen delante. Ese modo de
respuesta, en un plano totalmente distinto al que el que ofende espera, es
eficaz en cualquier situación cotidiana, como la del tráfico (donde la gente
tiende a ofender con cierta facilidad).
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