En este lodazal que es el mundo tal como el
progreso lo ha determinado (no me parece importante si suena a pesimista o
recuerda a “el valle de lágrimas” cristiano, o si se pueden ofrecer en contra
de esa percepción un sinfín de logros maravillosos de la mente y las manos
humanas), donde se alarga artificialmente la vida de quien ya no es, mientras
se descuida un niño por conflicto de competencias, o se ignora a los millones
que, siendo, pronto no serán nada gracias a ese progreso que se apoya en su
miseria para poder mantener nuestro bienestar (consistente, básicamente, en una
posesión compulsiva de bienes, un cuidado obsesivo del cuerpo, y viajes a
contrarreloj, solo ligeramente por debajo de la velocidad de las cámaras
fotográficas que devoran todo, porque no se ha podido disfrutar y digerir con
calma lo que nuestros ojos, sin el filtro de esa cámara, estaban viendo), en
ese lodazal ―decía―, solo la locura viene a ofrecer cierto sentido. La locura
en cuanto efecto de lo más alienante de lo social, pero también, y eso es lo
importante, del intento desesperado de recobrar la libertad.
Es lo que nos muestra el Quijote (o Cervantes
a través de su personaje) con la suya ―su locura―: mostrar que eran más consistentes
y coherentes su concepción de la justicia y de la libertad y sus ideales
amorosos que las mentiras vendidas por el poder, la religión o las costumbres.
Que sus intervenciones, aunque guiadas por esa locura, estaban preñadas de más afán
de justicia y lucha por los menesterosos que todas las que nacían de los que
abrumaban los muros de las iglesias con sus rezos, es algo evidente: no sin
razón son sus aventuras las que han pasado a la cultura, conmoviendo a cuantos
abordan su lectura. Y es que quizás, para creer en la justicia, se ha de estar
un poco loco. En realidad, todos los que han cambiado el mundo, o han muerto en
el intento, tenían algo de locos.
Estos días recibo en consulta a una mujer que
llora de angustia y dolor al verse invadida por la mirada de todos los ojos con
los que se encuentra en el camino ―a pesar de portar ella la mirada de Dios (así
lo cree), con la que anhela poner freno a las ajenas―, o por los de los que recurren
a la técnica para espiarle en su casa. Para ella, son voluntades que buscan su
daño y ella lo ve confirmado en señales que descubre en su cuerpo al levantarse,
en desplazamientos de la cerradura de su casa, o en el odio que percibe en
quienes se le acercan. Ha de luchar, además, contra la rápida y tranquilizadora
sentencia de “está loca” con la que se busca cerrar cualquier otro sentido a esa
invasión de miradas, invasión muy similar a la que han de sentir millones de
miserables de muchos países por parte de los que pasan por allí de visita;
otras veces es su cuerpo desnudo, apenas adolescente, el que esos visitantes
miran y aplastan con el suyo. Lo asombroso es lo que a esa mujer le hizo
tambalearse: que algunas personas llamaron a su casa para reclamar una deuda de
su hermano. Ella no podía soportar que su hermano pudiera estar inmerso en algo
ilegal y menos aún que pudieran hacerle daño por eso. Y, es terrible, el daño
le ha alcanzado a ella. Para poner freno a ese afán sin límite de hacerle daño
que supone en los otros, acude a consulta. Poco a poco, a través de la palabra,
se irá desprendiendo del peso de la mirada ajena y de los temores a ser
invadida o dañada en su casa. Lo hará a través de cuestionar y de entender que
es su posición subjetiva, algo que se tambalea en ella, lo que le hace ser
objeto de todos esos ataques externos (no todos imaginarios). No es de poca
ayuda, en el trabajo de frenar su delirio persecutorio, su capacidad de salvar
de ese naufragio de su mente al amor que siente por los suyos y su necesidad de
defenderlos de cualquier mal (a su marido, a su hija, a su hermano…).
La locura es la cumbre de lo social, del
fracaso de lo social, en su versión de amenaza de lo subjetivo, de lo
individual, de lo que nos hace únicos: los personajes relevantes que han ido
conquistando una parcela de nuestro ser al participar en nuestra construcción
psicológica (es una forma de entender la identificación), a cuya invasión
procuramos todos ser ciegos para mantener eso que llamamos cordura (a consta de
ignorar que no somos dueños del todo de lo que, paradójicamente, nos hace
creernos un yo sin fisuras, que se sostiene a sí mismo). Esos otros son los que
toman cuerpo y miran y vocean, o se burlan y controlan al sujeto desde fuera de
su mente. A esa invasión sin límite es a lo que llamamos locura. Desde luego es
temible: no en vano es el paradigma de lo siniestro. Freud lo explicó en un
artículo precioso que lleva ese nombre, Lo
siniestro: explica cómo el encuentro en el exterior con algo familiar, algo
que habitaba en nuestra mente ―contenido a duras penas―, que lograba romper
ciertas barreras para personificarse delante de nosotros mismos y mostrarnos
nuestra verdadera dimensión, el núcleo de nuestro ser, nos sitúa frente a lo
más ominoso ante lo que nos podemos hallar: la falta, efecto de lo simbólico, que
nos constituye como sujetos, falta, por otro lado, impresionante, pues fue la
que nos arrancó de esa relación paradisíaca (la del paraíso perdido) con la
naturaleza y nos hizo hombres. El loco es el que se ve, no ante esa falta, esa
nada, sino ante la posibilidad de su desaparición, porque con ella se irá su
ser.
Nuestras carreras, nuestras búsquedas
desesperadas de lo que nos satisfaga más de cinco minutos, nuestras risas, todo
lo que nos hace aparentemente humanos, todo ello no es más que la versión
domesticada, controlada, de la locura: ¿os imagináis que pensaríamos si, siendo
nosotros todavía no-sapiens sapiens, apareciera alguien haciendo lo que hacemos
nosotros? Correríamos asustados, lo apedrearíamos por peligroso o lo
toleraríamos como se tolera un animal que nace con un miembro de más…o como a
un loco. Si en nosotros está presente el miedo a la locura es porque nos ronda
de cerca.
Lo más temible de la locura es que, al sacar
al sujeto de una relación pacífica o soportable con lo social, lo deja solo, en
un temor permanente a las intenciones de los demás, seguros de ser dañados, y,
sobre todo, con una relación difícil ―a veces imposible― con el amor y el
deseo. Esa es la imagen que ofrecían tradicionalmente los locos (antes de ser domesticados
y anulados por la medicación): el hablar solos y andar extraviados por el
mundo. No quiere decir que no tuvieran encuentros o relaciones de dimensiones
gigantescas con el Otro: tan pronto eran Bonaparte, Jesucristo o amantes de
Suárez (recuerdo una mujer del barrio donde vivía con mis padres que iba
discutiendo todos los días con Suárez por haberla traicionado con otra). Que su
relación con los demás sea a través de encarnar ese tipo de personajes, que
hayan de creerse otros para enfrentarse a la vida, muestra su intento de
recuperar el lazo social necesario, a la vez que su denuncia de lo que marcha
habitualmente mal en las relaciones humanas.
El loco es el ser social por excelencia: vive
constantemente pendiente de si el otro lo mira, lo ofende, lo persigue,… Y, a
la vez, es el que se ve fuera de ese entramado de relaciones humanas en las que
crecemos y construimos como personas. Es asombroso que, estando tan pendientes
de los demás, se queden tan solos. Lo que es seguro es que para ellos el
progreso no nace de la obtención de bienes, sino de la necesidad de reconquistar
un amor que se les escurre de entre las manos como el agua. A los demás se nos
escurre también entre tantos bienes como acumulamos o anhelamos, pero no nos
damos cuenta de ello.