martes, 25 de noviembre de 2014

Locura y progreso

En este lodazal que es el mundo tal como el progreso lo ha determinado (no me parece importante si suena a pesimista o recuerda a “el valle de lágrimas” cristiano, o si se pueden ofrecer en contra de esa percepción un sinfín de logros maravillosos de la mente y las manos humanas), donde se alarga artificialmente la vida de quien ya no es, mientras se descuida un niño por conflicto de competencias, o se ignora a los millones que, siendo, pronto no serán nada gracias a ese progreso que se apoya en su miseria para poder mantener nuestro bienestar (consistente, básicamente, en una posesión compulsiva de bienes, un cuidado obsesivo del cuerpo, y viajes a contrarreloj, solo ligeramente por debajo de la velocidad de las cámaras fotográficas que devoran todo, porque no se ha podido disfrutar y digerir con calma lo que nuestros ojos, sin el filtro de esa cámara, estaban viendo), en ese lodazal ―decía―, solo la locura viene a ofrecer cierto sentido. La locura en cuanto efecto de lo más alienante de lo social, pero también, y eso es lo importante, del intento desesperado de recobrar la libertad.
Es lo que nos muestra el Quijote (o Cervantes a través de su personaje) con la suya ―su locura―: mostrar que eran más consistentes y coherentes su concepción de la justicia y de la libertad y sus ideales amorosos que las mentiras vendidas por el poder, la religión o las costumbres. Que sus intervenciones, aunque guiadas por esa locura, estaban preñadas de más afán de justicia y lucha por los menesterosos que todas las que nacían de los que abrumaban los muros de las iglesias con sus rezos, es algo evidente: no sin razón son sus aventuras las que han pasado a la cultura, conmoviendo a cuantos abordan su lectura. Y es que quizás, para creer en la justicia, se ha de estar un poco loco. En realidad, todos los que han cambiado el mundo, o han muerto en el intento, tenían algo de locos.
Estos días recibo en consulta a una mujer que llora de angustia y dolor al verse invadida por la mirada de todos los ojos con los que se encuentra en el camino ―a pesar de portar ella la mirada de Dios (así lo cree), con la que anhela poner freno a las ajenas―, o por los de los que recurren a la técnica para espiarle en su casa. Para ella, son voluntades que buscan su daño y ella lo ve confirmado en señales que descubre en su cuerpo al levantarse, en desplazamientos de la cerradura de su casa, o en el odio que percibe en quienes se le acercan. Ha de luchar, además, contra la rápida y tranquilizadora sentencia de “está loca” con la que se busca cerrar cualquier otro sentido a esa invasión de miradas, invasión muy similar a la que han de sentir millones de miserables de muchos países por parte de los que pasan por allí de visita; otras veces es su cuerpo desnudo, apenas adolescente, el que esos visitantes miran y aplastan con el suyo. Lo asombroso es lo que a esa mujer le hizo tambalearse: que algunas personas llamaron a su casa para reclamar una deuda de su hermano. Ella no podía soportar que su hermano pudiera estar inmerso en algo ilegal y menos aún que pudieran hacerle daño por eso. Y, es terrible, el daño le ha alcanzado a ella. Para poner freno a ese afán sin límite de hacerle daño que supone en los otros, acude a consulta. Poco a poco, a través de la palabra, se irá desprendiendo del peso de la mirada ajena y de los temores a ser invadida o dañada en su casa. Lo hará a través de cuestionar y de entender que es su posición subjetiva, algo que se tambalea en ella, lo que le hace ser objeto de todos esos ataques externos (no todos imaginarios). No es de poca ayuda, en el trabajo de frenar su delirio persecutorio, su capacidad de salvar de ese naufragio de su mente al amor que siente por los suyos y su necesidad de defenderlos de cualquier mal (a su marido, a su hija, a su hermano…).
La locura es la cumbre de lo social, del fracaso de lo social, en su versión de amenaza de lo subjetivo, de lo individual, de lo que nos hace únicos: los personajes relevantes que han ido conquistando una parcela de nuestro ser al participar en nuestra construcción psicológica (es una forma de entender la identificación), a cuya invasión procuramos todos ser ciegos para mantener eso que llamamos cordura (a consta de ignorar que no somos dueños del todo de lo que, paradójicamente, nos hace creernos un yo sin fisuras, que se sostiene a sí mismo). Esos otros son los que toman cuerpo y miran y vocean, o se burlan y controlan al sujeto desde fuera de su mente. A esa invasión sin límite es a lo que llamamos locura. Desde luego es temible: no en vano es el paradigma de lo siniestro. Freud lo explicó en un artículo precioso que lleva ese nombre, Lo siniestro: explica cómo el encuentro en el exterior con algo familiar, algo que habitaba en nuestra mente ―contenido a duras penas―, que lograba romper ciertas barreras para personificarse delante de nosotros mismos y mostrarnos nuestra verdadera dimensión, el núcleo de nuestro ser, nos sitúa frente a lo más ominoso ante lo que nos podemos hallar: la falta, efecto de lo simbólico, que nos constituye como sujetos, falta, por otro lado, impresionante, pues fue la que nos arrancó de esa relación paradisíaca (la del paraíso perdido) con la naturaleza y nos hizo hombres. El loco es el que se ve, no ante esa falta, esa nada, sino ante la posibilidad de su desaparición, porque con ella se irá su ser.
Nuestras carreras, nuestras búsquedas desesperadas de lo que nos satisfaga más de cinco minutos, nuestras risas, todo lo que nos hace aparentemente humanos, todo ello no es más que la versión domesticada, controlada, de la locura: ¿os imagináis que pensaríamos si, siendo nosotros todavía no-sapiens sapiens, apareciera alguien haciendo lo que hacemos nosotros? Correríamos asustados, lo apedrearíamos por peligroso o lo toleraríamos como se tolera un animal que nace con un miembro de más…o como a un loco. Si en nosotros está presente el miedo a la locura es porque nos ronda de cerca.
Lo más temible de la locura es que, al sacar al sujeto de una relación pacífica o soportable con lo social, lo deja solo, en un temor permanente a las intenciones de los demás, seguros de ser dañados, y, sobre todo, con una relación difícil ―a veces imposible― con el amor y el deseo. Esa es la imagen que ofrecían tradicionalmente los locos (antes de ser domesticados y anulados por la medicación): el hablar solos y andar extraviados por el mundo. No quiere decir que no tuvieran encuentros o relaciones de dimensiones gigantescas con el Otro: tan pronto eran Bonaparte, Jesucristo o amantes de Suárez (recuerdo una mujer del barrio donde vivía con mis padres que iba discutiendo todos los días con Suárez por haberla traicionado con otra). Que su relación con los demás sea a través de encarnar ese tipo de personajes, que hayan de creerse otros para enfrentarse a la vida, muestra su intento de recuperar el lazo social necesario, a la vez que su denuncia de lo que marcha habitualmente mal en las relaciones humanas.

El loco es el ser social por excelencia: vive constantemente pendiente de si el otro lo mira, lo ofende, lo persigue,… Y, a la vez, es el que se ve fuera de ese entramado de relaciones humanas en las que crecemos y construimos como personas. Es asombroso que, estando tan pendientes de los demás, se queden tan solos. Lo que es seguro es que para ellos el progreso no nace de la obtención de bienes, sino de la necesidad de reconquistar un amor que se les escurre de entre las manos como el agua. A los demás se nos escurre también entre tantos bienes como acumulamos o anhelamos, pero no nos damos cuenta de ello.

lunes, 24 de noviembre de 2014

El temor a ser convertido en otro

Muchas veces las personas que acuden a una consulta psicológica expresan el temor a que se les cambie su forma de ser o su propio ser. Consideran que, para cambiar lo que les afecta y les hace sufrir, sus síntomas, el psicólogo ha de cambiarles o modelarles a su antojo. Pero ningún tratamiento psicológico, que no consista en la manipulación del sujeto, cambiará nada de la forma de ser de su paciente. Lo que se cambia en un tratamiento psicológico es la posición que ocupa el sujeto ante lo que le ha afectado en la vida o ante los personajes relevantes de su historia, de forma que, al cambiar de posición, la perspectiva que se tiene del problema es mucho más clara y le permite operar con lo que ve. Para explicar esto se puede recurrir a un ejemplo muy gráfico: hay un cuadro, Los embajadores, de Holbein el Joven, que, cuando se mira de frente, se ve a unos personajes ricamente ataviados y entre los que median diferentes objetos. A sus pies, como flotando, hay un objeto que no se puede identificar. Pero, si miras ese objeto desde un punto determinado, en un cierto ángulo, lo que ves en que se trata de un cráneo, una calavera. Cuando estás de frente da igual si eres listo o tonto, atrevido o cobarde; da lo mismo el tiempo que quieras pasar ante el cuadro ni lo que te maldigas por ser incapaz de ver esa calavera que te pueden haber dicho que existe: sea como sea, tengas las cualidades que tengas, de frente nunca la verás. Será cuando cambies de posición que la veas fácilmente, como cualquiera. El estudio de perspectiva del pintor, anamorfosis (imagen producida mediante un procedimiento óptico, por ejemplo el envés de una cuchara), nos asombra y se puede comparar a la imposibilidad de nuestra mirada directa para ver ciertas conductas, afectos o pensamientos que han dirigido nuestra vida. Con lo que se encuentra todo sujeto en un tratamiento psicológico es con los momentos de ceguera que, en nuestra mente, hemos tenido respecto a ciertos episodios de nuestra vida. Cambiar esa ceguera por la posibilidad de ver y entender lo que ha determinado nuestra existencia solo se puede hacer cambiando de posición, no haciéndonos otros, ni aunque sea a gusto de quien nos escucha.

Por tanto, en vez de deformar su ser ―anamorfosis―de acuerdo a nuestros criterios de salud o de normalidad, como psicólogos lo que buscamos es que el sujeto pueda ver dónde deformó su ser o, dicho de otra forma, por qué lo percibe deforme. No se trata de cambiar al sujeto, de hacerle otro, sino de ayudar a que se conozca y, recuperando lo que mantiene escindido o apartado de sí, sea más él mismo.

La mirada del otro en la obra de arte

La realización de una obra (cuadro, libro, edificio, mueble, coche…) puede llevarse a cabo de una manera técnicamente perfecta. El autor demostrará así un conocimiento claro de su oficio, pero eso no la definirá como una obra de arte, es decir, algo sancionado por los demás con un valor especial. Que una obra tenga belleza, guste, admire, se debe a un plus estético que obtiene, más allá de la pericia, dedicación, esfuerzo o entrega con la que lo ha realizado su autor, gracias al reconocimiento del otro. Por ejemplo, una canción o pieza instrumental hecha por alguien que conoce bien los tiempos, las notas o acordes, la armonía y todo lo que interviene en una composición musical, puede ser técnicamente correcta, pero que guste, haga vibrar, conmueva, exalte o haga gozar depende de algo que no está en el conocimiento mismo de los elementos necesarios para componer una canción o una sonata: lo adquiere por la sanción del que escucha. Lo mismo ocurre con un cuadro, un vestido o, incluso, un coche. Por más que el autor crea haber entregado una gran obra, el que la sanciona como tal, como algo bello, agradable, emocionante, capaz incluso de zarandear la conciencia ―como algunos libros o algunas películas―, es el otro, justamente el que no ha intervenido en ella mas que como posible espectador de la misma. Ese que no puede saber del esfuerzo, de las horas de trabajo, de las dudas, de la dedicación que ha tenido a la obra su autor es el que finalmente decide de su valor.
Se da el caso paradójico de que algo que no se reconoce por los entendidos en la materia como bueno tenga, sin embargo, éxito entre una gran parte de espectadores: ocurre con algunos libros, algunas series o películas y con determinadas composiciones musicales. En ese caso el reconocimiento se debe a algo que se aleja del dominio técnico y se aproxima a la capacidad del autor de entrar en consonancia con determinadas emociones, anhelos o ilusiones de una parte de la población. Si esos casos no responden al dominio de la técnica, ¡a qué deben su reconocimiento? Se entenderá mejor con un caso extremo: hay personas que graban palizas o abusos a menores que luego son recibidos y disfrutados por un número considerable de sujetos. Que ese vídeo convoque a determinados goces no quiere decir que la obra tenga valor estético alguno y, además, carece de todo valor ético (ese valor se traduce en que no produce repudio, asco, condena…, o produce placer, aprobación, acogida, en el que lo contempla). Quizás las grandes obras son las que saben conjuntar ambos goces, el estético y el ético de tal modo que, si alguien puede negar el estético, nunca pueda negar el ético (hablo sin la necesidad de aclarar que siempre se trata de mayorías y no de toda la población, porque la belleza no es igual para todos, sea en el terreno que sea). Se podría añadir otro valor de la obra, que hace disfrutar de otro modo, que es el que se produce cuando encontramos en la obra un planteamiento novedoso, un saber ignorado hasta entonces: se encuentra placer así en una obra de astronomía, de física, de matemáticas,.... En realidad sin la suposición de saber que hacemos a toda obra no se alcanzaría ningún disfrute, salvo los que dependen de la transgresión de la ley o la perversión que pueden prescindir de ella.

Lo que podía ser un freno para el trabajo de creación, el temor a que no guste, a que decepcione, se puede convertir en un estímulo: trabajar sin necesidad de anticipar si lo que se está realizando gustará o no, porque eso es imposible de saber. A la vez, fuerza al creador a estudiar más y conocer mejor los medios técnicos necesarios para que su obra pueda alcanzar ese reconocimiento. Eso no quita que se anhele poseer el don de producir algo que será bien acogido por los demás. Y es que se crea para los demás, aunque la verdad es que se disfruta haciéndolo.