jueves, 14 de agosto de 2014

El amor y la conciencia

Si hay algo donde la conciencia muestra su impotencia es en el ámbito del amor, en eso respecto a lo cual John Nash dijo: “sólo en las misteriosas ecuaciones del amor puede encontrarse alguna lógica”. Uno no puede querer a quien no quiere, aunque quiera querer quererle. Ni se puede dejar de querer, por pura voluntad, a alguien a quien se quiere. Los mecanismos inconscientes que entran en juego para determinar ese sentimiento son totalmente ajenos a nuestra conciencia, a nuestra forma de movernos en la vida cotidiana, supuestamente con nuestra exclusiva voluntad. Esto es importante tenerlo en cuenta a la hora de abordar problemas en las relaciones amorosas, empezando por las relaciones con nuestros padres. A veces hay padres que hacen daño, incluso declaran su desamor a sus hijos (no es algo ficticio; es algo que he escuchado en consulta), de una forma brutal, pero el hijo los quiere y, además, quiere que ese padre o madre lo quieran. Ese vacío que está siempre bajo sus pies, por la falta de amor paterno o materno, lo acompaña siempre en ese anhelo de amor y lo hará susceptible de sufrir muchos daños que provienen de esas figuras relevantes para él. A la hora de intervenir en los afectos, en una relación terapéutica, no se puede tratar de resolver lo imposible, no se puede pedir a la persona que deje de querer a su padre o a su madre, por más daño que le hayan hecho, o hagan, ni se le puede exigir que deje de anhelar ser querido. Lo que sí que se puede hacer es trabajar lo único que es coyuntural: el daño procedente de la otra persona, que se puede ayudar a evitar, introduciendo un corte simbólico en esa relación, de tal manera que, salvaguardando el amor, impida que llegue el daño procedente del otro.
Ese modo de funcionamiento en las relaciones podía ser trasladable, de una forma incluso exagerada, a las relaciones de pareja en las que interviene el maltrato. O también puede ser llevada al mundo de la psicopatía, cuando se dice que el psicópata es incapaz de establecer ningún vínculo afectivo, ni ser afectado por ninguna emoción que proceda del otro, eso que llaman “no tener empatía”. Pero no se puede ignorar, sin faltar a parte de la verdad de lo que mueve a esos sujetos, que muchos de ellos sufrieron barbaridades en sus vidas y que si el daño fue tan significativo en ellos es porque también ellos pudieron querer a quienes les golpeaba, a quienes les maltrataba, a quienes abusaban de ellos, y anhelar aun así ser queridos. Que el camino elegido para responder a esta situación, apartándose del amor y de sus lazos invisibles, haya sido el camino de hacer daño a otros, de rechazar cualquier emoción, cualquier afecto, puede explicar un poco ese comportamiento que a todos nos horroriza. Sería interesante estudiar si no es esa versión del amor, no exenta de horror, lo que aleja al sujeto de la relación con la ley, ese límite creado en nuestra mente que impide se cometan los horrores que ellos cometen.
Quizás haya que pensar que el amor no tiene sólo una dimensión maravillosa, mágica, deseable, sino que también tiene una faz emparentada con el horror, con la alienación, con el sometimiento, con el llegar a preferir antes los golpes que el desamor. Es verdad que, seguramente, esa faceta del amor esté mucho más presente allí donde el amor no tiene un camino de ida y vuelta, es decir, donde una de las dos personas tiene claramente alterada o mutilada su capacidad de amor, con lo que no evita dañar a aquél que sí la tiene y lo quiere. Es más, en un contexto de amor, el daño que se recibe del otro es más fácil de relativizar o no llega a cobrar una importancia significativa, porque el contexto que rodea a la relación, el colchón sobre el que se apoya, está claramente impregnado de amor. Incluso las exigencias que se reciben del otro son asumidas de una forma muy diferente cuando percibimos claramente en el otro la relación de amor con nosotros, que si parten de un otro en el que no se percibe ese movimiento afectivo hacia nosotros.
Muchas veces hay que ponerse en guardia ante lo que se esconde tras el término de amor: en nombre de algún amor a dios, a la patria o a cualquier otra idea se llegan a cometer las mayores tropelías; y a esas personas no se las podría nunca convencer de no estar movidos por el amor. Ir entonces a separar, como Moisés las aguas, el amor verdadero del falso es una misión sólo atribuible a algún dios y que nadie podría pretender poder realizarlo, salvo que se sea Erich Fromm o el autor de “El amante del volcán” -o algo por el estilo.
Que quizás haya que escuchar a un sabio loco o loco sabio como Nash para entender el amor. Eso es lo que hizo Gelman en su discurso al recibir el Cervantes, al elevar el amor del Quijote, o de Alonso Quijano, al lugar de la máxima dignidad. Un amor imposible, pero que emparentó con el modo en que J. Lacan trata de dar su lugar al amor, definiéndolo como “dar lo que no se tiene” (dar lo que se tiene no tiene nada que ver con el amor: si acaso se emparentaría con la generosidad), es decir, lejos de la pretensión de relacionar el amor con bienes que se puedan poseer, y dar, o con ideales que pretendan llenar todo, lo vinculan con lo que se ama realmente en el otro: lo que le falta, su deseo, esa misma falta que genera nuestro amor y nos libra de la angustia y de la dimensión del horror.

Quizás sea porque el amor no depende de esa conciencia que da sostén a ese narcisismo constante del yo, que tiene esa fuerza tan difícil de explicar; lo malo es que la tiene tanto es su versión del cuidado del otro como en su versión de dar soporte al horror con que lo daña o denigra.

We can

Hoy día en que la muerte ajena, masiva y brutal, es, bien un negocio, bien un espectáculo televisivo, o bien –en el mejor de los casos- un pequeño zarandeo a la conciencia que pide una toma de postura, pero que se diluye mientras llega el próximo suceso televisado, ocuparse del malestar subjetivo coloca al sujeto entre la culpabilización y la impotencia. Porque es difícil encuadrar el sufrimiento subjetivo, derivado de la construcción cultural, social o laboral con que nos hemos con-formado, dentro de ese contexto de injusticia y sufrimiento global, sin considerarlo como algo ridículo, casi obsceno cuando se expone a ojos ajenos, pero que, queramos o no, es lo que nos ocupa de verdad.
En un tiempo se criticaba –no sé si aún hoy-, por parte de los anarquistas, a la psicología, y especialmente al psicoanálisis, por centrarse en el ámbito de lo particular, lo íntimo del sujeto, mientras en lo social se producían desbarajustes, abusos, injusticias o alienaciones vomitivas. Y no les faltaba razón, porque el malestar individual no se puede separar de lo social –en sus dimensiones más radicales: relaciones de poder o económicas, derechos individuales,..-. Pero no todo es tan fácil: si muchos seres humanos se aíslan, someten o se vuelven ciegos a las injusticias de los sistemas políticos y sociales (sin excluir a los sistemas democráticos, que comenten las mismas injusticias bajo el barniz falaz y mentiroso consistente en el supuesto respeto y cuidado a sus ciudadanos), es porque nuestra construcción personal, nuestra división subjetiva, desemboca casi siempre en diferentes formas de dependencia, sometimiento o alienación. Y desemboca ahí gracias a los mecanismos psicológicos de negación o al desconocimiento de aquello de uno mismo que traiciona o es incoherente con los propios ideales, y afectos, o lo empuja a goces (anulación de la voluntad y del deseo) que lo lanzan en manos de cualquiera de las representaciones del amo, incluida la del amo absoluto, la muerte. Es por eso que se volvería necesario que cada cual se liberara del mayor peso posible de sus ataduras, dependencias y odios (sobre todo de las que no soportan la diferencia en el otro) si se quisiera colaborar mínimamente en el progreso de la justicia global. Ese es el principal cometido de un tratamiento psicológico: liberar de ataduras que nos hacen eludir la responsabilidad sobre nuestro propio malestar y del que afecta a la humanidad en su conjunto.
Nuestro silencio, el del mundo entero, ante la muerte premeditada y calculada en los despachos de los niños y hombres palestinos, ¿no es el reflejo de nuestra incapacidad para ponernos de parte de la justicia? ¿Y somos capaces de centrarnos en nuestros pequeños males y miserias como si fueran lo más importante del mundo? O lo que es peor: nos sentimos parte de ese “progreso” mundial en la comunicación, buscando desesperados comprar el último modelo ridículo de móvil, tablet o lo que sea, para sumarnos a esa falacia de la “comunicación” o hacernos fotos sin parar; o hacérselas a hombres ardiendo, mientras quien la hace se incluye en la misma riendo (que vean sus amigos o el mundo entero qué feliz es con su móvil: selfing divino), como si eso fuera el culmen de nuestra evolución de homo sapiens, ignorando –a pesar de las noticias- a cuantos mueren por el ébola, el SIDA, el cólera o el capricho denigrante de algún dictador cualquiera o de un político “democrático” que juega a ser el juez del mundo.
Ese twitter que propaga tantas noticias lacrimosas, que recorren el mundo gracias al retwitteo, sobre cómo se salvó a un gato en medio de cualquier río por héroes de un día, ese twitter, ¿dónde ha formado esa ola imparable contra la muerte más injusta que pueda imaginarse y del modo más horroroso: a manos de la bombas enviadas por EEUU y los países europeos a los israelitas, siempre fieles a ese dios suyo de la venganza, incapaz de encontrar nunca un justo por el que perdonar al resto del pueblo, y que, con recochineo, anuncian amablemente a sus víctimas que van a lanzar esas bombas?

We can, mister Obama, we can help you to exterminate the Palestine’s people, un orgullo, y todo ello sin que se nos revuelva el estómago bien lleno de la última comilona: es que somos gente curtida y dura…, casi tanto como los norteamericanos.