jueves, 27 de marzo de 2014

La incoherencia


Si hasta ahora he pensado que la incoherencia humana con sus ideales o creencias es intolerable, al menos en ciertos grados, en este momento me planteo la suerte que supone tal incoherencia, derivada de nuestra división subjetiva, de la no concordancia entre nuestra conciencia y los deseos inconscientes. Porque, ahora me doy cuenta, si ciertas ideologías o creencias hubieran contado con una mayoría de adeptos coherentes, el horror en el mundo sería indescriptible (bien es verdad que una parte de ese horror se debe a las incoherencias). El caso en el que la coherencia estuvo cerca del límite de lo absoluto fue el nazismo y ya se ve dónde llegó y dónde podría haber llegado.
Es más, la coherencia en un grado absoluto llevaría a una falta de libertad insufrible –lo cual no quiere decir que cada cual no se rebele contra su incoherencia, porque ésta también puede llegar a hacerlo esclavo de sus miserias.
Esa dimensión temible de la coherencia total (también puede expresarse como el mal sin su par, el bien) lo expresó con humor Italo Calvino en “El vizconde demediado”: al vizconde lo parten por la mitad en la guerra y vuelve la parte mala a su condado haciendo perrerías a todos los habitantes. Todos suplican para que venga la parte buena. La mala se va, viene la buena –empeñada en hacerlos portarse bien- y entonces todos rezan para que, por favor, vuelva la mala, porque la buena es mucho más insufrible.
Por tanto la lucha que uno ha de tener entre sus tendencias encontradas, sea la que sea la que se imponga, es la fuente del mayor equilibrio posible… y deseable, siempre que uno de los dos opuestos no se imponga en exceso. Cuando la tendencia que se impone es la que va contra los valores éticos o morales, la conciencia actúa para intentar forzar en el sujeto su corrección y, ahora sí, exigirle que sea coherente con lo que supuestamente tiene como ideal.
En un tratamiento psicológico, ese conflicto entre opuestos lleva a los sujetos a la consulta cuando tal conflicto se ha vuelto inhabilitante, no tanto por el conflicto en sí, sino porque el sujeto no es capaz de actuar con libertad ante las exigencias de ambas tendencias. Eso suele encontrar su manifestación en la angustia que indica al sujeto que se halla ante una encrucijada y que es incapaz de hacer una elección para salir de ella.


La comunicación o “la pelea con el malentendido”


  1.  El esquema de la comunicación.
La comunicación es el intento de un sujeto de hacer partícipe a otro de una idea, de un sentimiento, de una intención, o la solicitud al otro de una respuesta, de una acción, de un asentimiento, en definitiva, de una comprensión de lo que intenta transmitirle. Que dos o más sujetos se pongan de acuerdo en algo, no quiere decir que entiendan lo mismo o que las palabras tengan igual significación para cada uno de ellos. La evidencia es la contraria: es especialmente costoso hacer que el otro comprenda lo que yo le transmito y siempre se produce sobre un fondo de malentendidos que hay que tratar de salvar. La protesta más común es “no me entiendes” o “no me comprendes”. Entender aludiría a una dificultad en compartir la misma referencia lógica, al aspecto más formal de la relación entre las palabras para generar un sentido, y el comprender alude más a la subjetividad de compartir, aparentemente, los mismos significados afectivos de lo que intenta transmitirse.
Aunque el esquema de la comunicación,
Código-Otro
Mensaje
Emisor --------------------Receptor,
es, aparentemente, muy sencillo, la comunicación entre los seres humanos es, en realidad, muy compleja. Todo sujeto ha de recurrir a tomar algo que le es externo, las palabras, los significantes, para hacerlas después propias en el acto del habla. Las palabras del código, todas las que pueden generarse en una lengua, son el conjunto que nace de la combinación de los fonemas básicos, muy limitados en número, que al combinarse de acuerdo a ciertas reglas, dan lugar a todos los términos aceptados en una lengua, exceptuando las que esas mismas reglas excluyen como válidas. Lo más importante en el lenguaje, lo que lo hace tener la potencia que tiene en el ser humano, no es su capacidad para transmitir ideas, ni la capacidad de ir más allá de lo inmediato, sino, ante todo, las propias leyes que rigen esa combinatoria. Esas leyes no se limitan a ordenar el modo de comunicarnos o nuestra representación del mundo, sino que permiten ordenar nuestro propio psiquismo para que podamos enfrentar lo que nos rodea y nuestras propias exigencias interiores de un modo acorde a los demás.
Para unos, el lenguaje se aprende como una conducta más; para otros supone la existencia de un mecanismo innato que permite su funcionamiento inmediato en el niño; y para otros es algo que, antecediendo al sujeto desde antes de que nazca, le permite reconocerse como tal por obra del mismo lenguaje. Es decir, para unos, sería una conducta más de las que un sujeto puede aprender y utilizar; para los segundos, supone una especificidad del ser humano que no puede ser remitida a un aprendizaje; y para los terceros, es una estructura externa al sujeto, a la que el sujeto ha de ingresar para constituirse como tal sujeto, pensar, sentir, obrar…, es decir, es  la condición misma para que un ser humano se considere tal.
Para entender la complejidad del lenguaje, hay que distinguir lenguaje de lengua hablada. El lenguaje es todo sistema de signos que pueden combinarse para generar unidades de comunicación distintas a los propios signos, como, por ejemplo, el código de signos de los mudos. La lengua hablada es un caso particular, aunque el más importante por la capacidad casi infinita de generar nuevos conceptos. La lengua es el conjunto de signos de una comunidad que permiten generar los infinitos mensajes. El lenguaje es esencialmente lo que tienen en común todas las lenguas: esas leyes de articulación y de combinación que permite “traducir” cualquier lengua a otra, es decir, que cualquier ser humano pueda hacer uso de los signos de otras lenguas porque las leyes que los gobiernan son los mismos. Tal es así, que se pueden generar lenguajes nuevos, como el informático, a partir de mínimas unidades discrecionales, haciéndolas funcionar con leyes similares a las que gobiernan cualquier lengua.
Plantear el problema del lenguaje como si hubiera que elegir entre un desarrollo cerebral que permitiría, de modo innato, el uso del lenguaje o como algo aprendido ante lo que el cerebro se modula de un modo plástico, es un planteamiento similar al del huevo y la gallina. Pero, como este caso, se puede solucionar de modo sencillo: no hubo gallina hasta que hubo huevo, es decir, la gallina empezó a ser tal cuando el huevo empezó también a serlo. En el caso del lenguaje: el ser humano nació como tal al nacer el lenguaje. Es decir, cuando el pre-homínido pudo convertir su grito en algo más que un mensaje fijo y determinado de antemano, para otro ser como él que pudo darlo por recibido, ahí nació el ser humano. Cómo ocurriera eso pertenece al orden de los misterios, similar al de cómo pudo surgir la vida misma, pero lo que importa es que, a partir de ese momento, el cerebro del ser humano fue modificado por eso que, de alguna manera, era exterior a él mismo, y, a la vez, el desarrollo de ese cerebro hizo posible la progresiva complejidad de las leyes que regían la generación y uso de ese lenguaje. Cuando un ser similar a los hombres pudo decir “yo”, es decir, reconocerse como tal, nació el ser humano que se apartó así de un modo extraño de su propia naturaleza, de lo puramente animal, innato. Le permitió también desligarse de la naturaleza y sus designios de necesidad -comida, calor, reproducción- y engendrar un universo nuevo donde las necesidades ya no gobernaban la vida de modo radical y los objetos naturales se transforman para dar lugar a una naturaleza nueva (una piedra en un hacha, el barro en una taza, la madera en una mesa...).

Entre los animales hay comunicación que, si sólo se considerara como la transmisión de una información, se podía considerar más perfecta que la humana: una abeja comunica a sus congéneres la localización de un lugar con flores y lo hace de un modo inequívoco. Pero, lo transcendental, es que esa abeja no lo puede hacer de otra manera que la fijada por su código genético, no puede tampoco engañar a sus congéneres o gastarles una broma. Lo mismo ocurre con el ciervo encargado de dar la señal de alarma en caso de percibir la presencia de un depredador: no puede dejar de darla y no puede engañar a sus congéneres inventándosela. Hace unos años, en un reportaje sobre las migraciones de las manadas de antílopes o de ñus en África, pudo verse una escena escalofriante: el guía, encargado de indicar el camino a sus congéneres y de decidir por dónde habían de cruzar el río para salvar en lo posible la amenaza de los cocodrilos, marca un lugar para cruzarlo y, al lanzarse, acuden innumerables cocodrilos a atacarlo: los miembros de su manada, lejos de detenerse al ver a los cocodrilos, se van lanzando uno tras otro al agua. Para ellos la orden innata de seguir a su guía es más fuerte que el miedo. Se puede decir que se produce una comunicación perfecta entre ellos. Ese ejemplo no está muy lejos de los que ocurre cuando un grupo de seres humanos se alienan a un líder o una idea: van adelante ocurra lo que ocurra y hayan de hacer lo que hayan de hacer. Podemos reconocer fácilmente en ese caso a los nazis de Hitler o a los comunistas de Stalin, donde todo el mundo entendía perfectamente lo que su líder quería, o el caso de otros discursos fanáticos actuales.
Ya en el siglo XVI, autores como Erasmo de Roterdam habían observado cómo el ser humano era alejado de los instintos por las palabras. También entendieron los efectos que las palabras producen en los sujetos, de las que, observaron, tampoco eran ajenos los animales domésticos: algo de la naturaleza del animal se veía trastocado por su contacto con el discurso humano.

Lo que constituye a la comunicación como humana es la presencia del malentendido, la posibilidad del engaño o de mentir con la mentira, pero también de mentir con la misma verdad y la presencia de esas dos dimensiones, verdad y mentira, como referencia fundamental de la palabra. Es decir, el lenguaje humano se basa en la libertad que tiene para acoger o rechazar el mensaje que se le envía, para decidir si lo considera verdad o mentira, para responder de un modo u otro al mismo.
Pero no es sólo eso. El ser humano no se puede considerar ajeno, pero tampoco dueño, de las leyes que gobiernan el lenguaje. Por eso no es tan fácil tomar la palabra y el sujeto no se siente plenamente dueño del sentido del mensaje que emite porque, más de una vez, lo sorprende dando a ver más de lo que quería dar a ver de sí mismo, desconcertado por el sentido que retorna desde el receptor de su mensaje, o necesitando ser escuchado para comprender lo que es capaz de producir sin sentirse plenamente dueño de ello. Que, además, las palabras tengan el poder de afectarnos, de transformarnos, de zarandearnos, de trastornarnos, hace al lenguaje algo mucho más potente que un simple utensilio del que el ser humano pudiera hacer uso, como lo hace de un lápiz o un martillo. Esto es lo que da sentido y utilidad a la psicología.
Desde que el niño viene al mundo, lo hace a un universo de palabras que lo nombran, nombran sus necesidades, transmiten elementos que son la base de su humanización como el afecto, el reconocimiento de sus gritos, de su llanto, de su risa. Toda la suma de los efectos que las palabras producen en él a través del habla de los que le rodean, y que le abren el paso al uso de las leyes del lenguaje, es lo que constituye el inconsciente.
El niño no aprende simplemente las palabras: es afectado por ellas y descubre la potencia de las mismas cuando descubre que las suyas también tienen efectos sobre los otros. Se tiende a creer que el niño entiende primero el significado de las palabras y luego las usa, pero, quien esté ante un niño y no dé nada por supuesto, descubrirá que el niño es capaz de situar primero las palabras correctamente en su contexto antes de saber su significado exacto. El caso más significativo es el de las palabras “papá” o “mamá”: los adultos tienden a creer que el niño sabe lo que significan esas palabras (parentesco, haber nacido de o ser engendrado por…), pero, para el niño, al principio no son más que los nombres de quienes le cuidan y muestran afecto –por eso cumplen exactamente igual ese papel los padres adoptivos-. Para algún niño es una decepción saber que los padres tienen otro nombre, una cierta confusión porque se les pueda llamar de varias maneras que, más de uno, resuelve cambiando, por ejemplo, el “mamá” por el nombre propio y llamándola por ese nombre desde entonces.
Hablar a un niño es darle un lugar en el Otro. El niño conquista el mundo a través de la conquista de las palabras y de las distintas significaciones.
Si es inconmensurable que las palabras nos permitan comunicarnos, aún en el malentendido, y que representen a las cosas, lo fundamental, no obstante, es que tengan efectos sobre los seres humanos (cambiando su modo de enfrentarse a las necesidades, generando creencias y dioses o sistemas simbólicos para abordar las exigencias pulsionales y para enfrentar lo insondable de la existencia del universo o de la propia muerte), y que permitan transformar el mundo (por ejemplo, estar inmerso en las leyes del lenguaje lo ha llevado a descubrir leyes en la naturaleza o a extraer de ella lo que antes aparentemente no estaba, como descubrir los átomos y luego las partículas, que tuvo el efecto de poder hacer estallar la bomba atómica; o algo más sencillo, como decir a alguien "te quiero" que tiene un efecto inmediato de pudor, rendimiento, alegría, entrega, embarazo, compromiso entrevisto o de rechazo...). Y por eso la comunicación no es un simple intento de pasar información: es el intento continuo de afectar, de provocar efectos sobre los otros. Contaba una madre como, cuando reñía a su hijo, éste la desarmaba diciendo "¡Así se habla mamá!".
La lengua no tiene tampoco como función esencial nombrar la realidad objetiva, su función principal es la creación de sentido a través de la ruptura  de la relación entre el significante y el significado que se le atribuye (por eso se puede decir "vivo sin vivir en mí...", "estoy perdiendo el tiempo", "me amarga la existencia", "mi vida no tiene sentido sin ti"...). En estos casos, se generan sentidos nuevos combinando los significantes de un modo diferente o haciendo entrar ciertos sentidos en una posición no habitual. En todo caso, siempre queda un menos de comunicación al tener que salvar el malentendido con sobrentendidos o supuestos entendimientos.
Pero el malentendido no es algo indeseable sin más: sin él no habría la generación del deseo y los afectos que se alimentan del intento de alcanzar un sentido común. El malentendido puede generar la risa más incontenible, como el sufrimiento más desgarrador, y la literatura y el cine no hacen más que ilustrar sin parar los efectos que genera el malentendido, conduciendo a los sujetos al encuentro inesperado con lo deseado o a verse envueltos en una espiral de violencia o a soportar sufrimientos en apariencia incomprensibles.       
La psicología, desde diversas perspectivas intenta dar respuesta a lo que hace al hombre como tal, al modo de registrar la información y a su recuperación mediante la memoria, al controvertido tema de la relación entre lenguaje y pensamiento, a la lengua como una conducta pero también como un mediador imprescindible entre el mundo y la biología que lo sustenta, como el utensilio privilegiado de cualquier otro aprendizaje o de su poder transformador sobre las conductas, afectos, ideas,… de cualquier ser humano.

  1. La comunicación desde la lingüística.
La tradición lingüística denomina lenguaje a todo medio de comunicación entre los seres vivientes o a todo sistema de signos que pueda servir de medio de comunicación. Consideran, por eso, que la función central de las lenguas es la función de la comunicación.
Saussure define al signo lingüístico como arbitrario porque la relación entre significante y significado es extrínseca: no hay lazo analógico entre su forma y su sentido. Define el lenguaje como un sistema de signos, pero no es esto lo estrictamente diferencial del lenguaje humano. Sistema implica la presencia de signos estables de un mensaje a otro, que se definen funcionalmente por su oposición unos a otros. Lo más propio del lenguaje, que lo diferencia de otros sistemas de comunicación, es la doble articulación que definió Martinet (el mensaje se puede descomponer en unidades de sentido, monemas, y unidades que carecen de sentido, fonemas). Opone así el lenguaje humano al grito del niño y el lenguaje humano a la comunicación animal.
Definen así el lenguaje y su función:
  • La función comunicativa es la función primaria, original y fundamental del lenguaje (alude a lo instrumental).
·         Las lenguas no son un calco invariable de la realidad, sino que su modo de constituirse en cada pueblo determina los valores y modos de pensamiento de los hombres (ya se ve con esto que no es tan sólo instrumental).
·         La lingüística muestra que cada lengua corresponde a una reorganización, que puede siempre ser particular, de los datos de la experiencia (cada uno lee la realidad de una manera, es decir, la realidad es psíquica, imaginaria). La lengua es un prisma: nuestra visión del mundo no sólo es a través de la lengua sino que está determinada, predeterminada, por esa lengua (que lo simbólico nos antecede).
  • Terminan diciendo: nuestra "mentalidad" no está aprisionada a perpetuidad en el "genio de nuestra lengua" (pero es ese genio el que permite interrogar esa experiencia y cambiarla, gracias a la no atadura de las palabras a la realidad  de forma unívoca).
A modo de anécdota, para hacerse una idea de la dificultad a la hora de definir un concepto de modo inequívoco, valga que se haya recogido a lo largo de la historia unas cuatrocientas definiciones para el término “palabra”.



  1. Código, Otro, Ley.
El problema del Código-Otro (lugar de la palabra, y Ley en tanto regula y estructura nuestro psiquismo) no es que tomamos de él las unidades para crear mensajes sino que, primero, hemos tenido que ser capturados por él para poder representarnos como sujetos. Desde ese momento, el código, no es un simple saco de significantes, un instrumento, sino algo en cuya relación estoy atrapado.
Son las leyes del código las que determinan la constitución de los conceptos de bien y mal para el sujeto y de los límites de lo real. Esas leyes también son las que orientan y gobiernan al sujeto: "no al incesto", "si me tiro desde el octavo, me mato", sin que el niño haya de comprobarlo en la realidad. Es cuando la relación a ese código- Otro, ley, se trastoca, que un niño, por ejemplo, puede tirarse por la ventana para volar como Superman.
Si el código es común, ¿dónde se constituye lo subjetivo para no responder lo mismo todos como harían los ordenadores igualmente programados? Porque la relación con el código es única y eso constituye el inconsciente.
El código no contiene todos los significantes, no todo se puede decir. Si no, se cumpliría la pretensión psicótica de significante=significado, todo se entendería, no habría nada que comunicar -hacer común- sino que nos limitaríamos a informar.           
Si pensamos al código en cuanto Ley, para transgredir la ley, hay que ser sujeto, es decir, habitar en lo simbólico -por ejemplo, un niño autista no puede transgredir la ley porque no se ha constituido como sujeto desde su relación a la misma-. Eso es también lo que intenta decirse cuando se considera inimputable a un sujeto por sufrir un trastorno psicótico.
La transgresión del código, en el ámbito de la lengua y del sentido, produce placer. Es el caso del chiste, que es una cierta forma de incongruencia, de deslizamiento: es decir, el mensaje del chiste no figura en el código de una forma ya reconocida sino que supone una cierta infracción al código (parece que habla de una cosa y se desliza hacia un sentido inesperado). También, por ejemplo, el piropo funciona como algo peculiar, porque alude de forma no directa, lateral, a la relación sexual. Por ejemplo decir a una mujer “por donde tú pases, qué falta hacen las flores” o “ladrona”. Pero también en este caso, para producir esa infracción hay que habitar en ese código: por eso a un psicótico le cuesta reír un chiste o entender una metáfora, porque él no habita sino que está invadido por lo simbólico.
También la poesía es una modificación del código ordinario y también produce por eso sensaciones que no produciría dicho lo mismo en el habla cotidiano.
El chiste, el piropo, la poesía, el lapsus, jugando con el sin-sentido generan significaciones mucho más amplias y ricas que una descripción directa de la cosa (Por ejemplo "diminutas ferocidades" por "dientes", de Miguel Hernández).

  1. Lo simbólico y la comunicación.
Que significante y significado no están unidos de forma unívoca se constata en que para decir "qué es A" tenemos que decir "es B". O que digamos lo mismo para sugerir otra cosa: “lo que quiero es lo que quiero”.               
Gracias a esa no esclavitud del significante al significado, los niños pueden jugar a ser otros en sus juegos: "tú eres la mamá, yo soy la hija...", y, luego, también en la vida real. O incluso después de muerto, como lo que Groucho Marx pide se ponga en su tumba: "Perdonen que no me levante".
O, también, lo simbólico, por no someterse a la relación cerrada significante-significado, permite decir algo sin nombrarlo. Por ejemplo, cuando preguntan a Marilyn Monroe lo que se pone para acostarse, dice "Chanel nº 5", o sea, nada de ropa.
La palabra puede hacer burla del tiempo cronológico y del sufrimiento para dar continuidad al tiempo del saber. Es el famoso ejemplo de Fray Luis de León, "Como decíamos ayer...", después de cinco años de cárcel en la Inquisición.
O incluso hace burla del tiempo que se termina, como si fuera un episodio más de la vida: es el chiste del que van a ahorcar el lunes y dice "pues si que empiezo bien la semanita".
Se comunica desde la posición en que uno ignora que no puede gobernar la comunicación, como percibe que no puede gobernar su vida a pesar de vivir como si así fuera: uno percibe sus contradicciones, que predica una cosa y hace la contraria, que tiene miedo y no sabe de qué, que quiere hacer algo bien y lo hace mal, que engaña cuando hizo una promesa, etc. Incluso, uno puede no querer engañar y estar engañando.
Las contradicciones dialécticas, lógicas, marcan la imposibilidad de decir todo: por ejemplo que el hombre es libre y que todo está determinado por Dios.
¿Qué ocurre cuando un niño psicótico repite frases de sentido correcto, y gramaticalmente bien construidas, pero que no tienen en cuenta ni el emisor ni el receptor -o parece que él hace de los dos a la vez-. Por ejemplo, un niño dice seguido: "Alex, eso no se hace. Te voy a dar. ¿A que lo tiro? Eso no se tira. Hija puta". Reconocemos que no hay un sujeto que tenga una relación propia con el Otro sino que se ve invadido por la voz de ese Otro que habla en él.
¿Por qué no nos entendemos con un psicótico que, no obstante, utiliza nuestros propios términos? Porque para él la significación está cerrada, no admite el malentendido. En la locura la palabra se ha negado a hacerse reconocer, no entra en la dialéctica, en la duda.

  1. El malentendido y su relación con la verdad.
Podemos partir de un lapsus-malentendido que se puede denominar "vivificador":
                  Stukateur: estucador (decorador), por Student: estudiante.
En "La escritura o la vida" cuenta Jorge Semprún cómo un preso comunista en Buchenwald, que recibía a los nuevos presos y anotaba su profesión (y con ello su destino) le salvó la vida al poner en su ficha stukateur por student, cuando él se empeñaba en decir que era estudiante. Es él, el que dice estudiante, el que no sabe lo que dice, el que no sabe que student lo llevará a la muerte cierta y stukateur a la posibilidad de vivir (porque los que no tenían oficio, en los campos de concentración, iban a las fábricas de cohetes u otros armamentos y rara vez salían de allí con vida). Muchos años después el Sr. Semprún conocerá, cuando visite Buchenwald, a través de un vigilante del campo, cómo aquel malentendido, lapsus en este caso intencionado, le salvó seguramente la vida.
Han existido en la historia distintos modos míticos de evitar el malentendido, y de intentar hacer la verdad Una -el Saber total-, son:
  • Babel: pretensión de hacer posible la comunicación total y perfecta con una lengua única y acercarse así a Dios. Castigo de Dios: la incomunicación multiplicando las lenguas.
  • Pentecostés: lo mismo pero a través de saber todas las lenguas, pero olvidando que ya no es la diferencia de lenguas la que dificulta la comunicación, sino el que cada significante no remita a un significado único.
  • Y el Esperanto: pretensión moderna de un nuevo Babel.

Si la realidad fuera objetiva y no discursiva, de representaciones, todos entenderían lo que se les dice y todos entenderían lo mismo sobre todos los temas, no habría malentendido. Y si no pudiera haber malentendido, no podríamos plantearnos la cuestión de la verdad. Habitualmente, en la comunicación, la lucha con el malentendido tiene que ver con una lucha por acercarse, alejarse o evitar la verdad.

  1. Para concluir.

¿Desde dónde se comunica el sujeto? Desde la confrontación con su división subjetiva. Desde el no saber del todo lo que desea, desde la experiencia de no estar seguro de lo que debe o no debe hacer, de lo que quiere o no quiere, desde la experiencia de insatisfacción cuando alcanza lo que supuestamente quería y soñó con obtenerlo. Desde el encuentro permanente con un sí mismo que le sorprende en su alegría o tristeza sobrevenidas, en su ira o enfado no claramente motivados, desde no poder escapar a miedos y temores a los que no reconoce fundamento, pero que lo atan, desde el hacer daño a quien quiere sin quererlo hacer, desde la duda de lo que es o significa para el otro, de si es amado, deseado o engañado, desde la inseguridad de que el conocimiento al que se llega no sea una construcción delirante y que los demás fácilmente van a echar por tierra o no va a poder transmitírselo como quería, en que nunca se siente entendido del todo. Y desde tener que vivir sin hacer demasiado caso a todo eso que entreteje su vida. Y todo ello porque nadie puede escapar del sometimiento a las leyes de la palabra, al dominio de lo simbólico en el que habita el sujeto.

jueves, 20 de marzo de 2014

La ansiedad o angustia


La ansiedad, o angustia, está siendo tratada desde la psiquiatría y desde algunas corrientes psicológicas como un trastorno en sí mismo, una maldición o, en cualquier caso, como algo que hay que hacer desaparecer cuanto antes y como sea.
Lejos de ese planteamiento, como psicólogo clínico, considero la ansiedad como una respuesta adecuada de nuestro psiquismo cuando, para asegurar su equilibrio, necesita manifestar con premura y contundencia que algo no funciona bien en nuestros planteamientos vitales o que estamos eludiendo la resolución de un conflicto. De modo similar a como en el cuerpo la fiebre no es el problema a evitar o resolver, sino el signo de alarma que nos ayuda a enfrentar y curar un mal que puede estar poniendo en peligro nuestro organismo, la ansiedad cumple en la mente una función similar: opera como la alarma fundamental que nos solicita pronta intervención para evitar un mal mayor en nuestra mente. Se constituye así en un límite necesario al desequilibrio presente en el psiquismo, una llamada a la salud, a que el sujeto se haga cargo de sus conflictos no resueltos, de demandas o exigencias propias o ajenas excesivas, del temor a que se convoque su deseo, o a alienaciones o sometimientos que están suponiendo un sobreesfuerzo a nuestra mente, un gasto innecesario de energía, resultado todo ello de un trabajo improductivo que el sujeto ha de realizar por su parte para satisfacer, generalmente, las demandas de otros. Por eso, la ansiedad necesita zarandear al sujeto y gritarle “Basta ya”.
Eliminar la ansiedad como si fuese el problema en sí misma, y no la tentativa de solución, sólo conduce a aumentar el problema que, antes o después –esa es una experiencia común-, buscará el mínimo resquicio en la mente para volver a manifestarse, generalmente gracias a un desencadenante que vuelve a poner en evidencia la existencia de ese malestar en el sujeto sobre el que echó tierra en aquella ocasión. Es lo que suelen contar las personas que sufren crisis de ansiedad: han venido viviendo episodios cada cierto tiempo tras un tratamiento medicamentoso que la ha hecho desaparecer.

El tratamiento que sea tal ha de dirigir sus esfuerzos a resolver lo que en la mente del sujeto necesitó llamar su atención mediante la angustia y así, entendiendo su función y resolviendo el conflicto que la hizo necesaria como alarma, hacer innecesaria la presencia de esa ansiedad en su vida. La mayoría de los pacientes acaban viendo que la angustia que detuvo o puso en jaque su vida un día fue el principio de un cambio de posición en su proyecto vital que les ha ayudado a sentirse mejor y más libres. Han entendido, desde la perspectiva que da la curación, el gran servicio que un día les hizo la ansiedad al imponer esa parada, ese límite en su vida.

jueves, 13 de marzo de 2014

La atención psicológica en la minusvalía psíquica


Cuando el minusválido psíquico llega al final de su ciclo educativo en el ámbito escolar, encuentra en los talleres ocupacionales la posibilidad de seguir creciendo como personas y de obtener formación profesional que, en algunos casos, les permitirá acceder a un trabajo. La labor ocupacional permite al sujeto situarse dentro de una cadena social de intercambio, progresar en el aprendizaje de las técnicas y colaborar con el grupo, para la obtención de los productos que le permiten ver el sentido de su esfuerzo.
Si el trabajo ocupacional ha de ser un desafío a las barreras socio-laborales con las que los minusválidos se encuentran, el trabajo psicológico con ellos sólo puede ser entendido como una puesta en jaque a los límites personales que los diferentes grados de minusvalía presentan.
El trabajo psicológico se dirige a mostrar al sujeto –y a sus familias- que ese límite a sus posibilidades ha de ser puesto en entredicho una y otra vez. Lo esencial es que el sujeto acceda a una dignidad personal nacida de la fe en sí mismo y del reconocimiento como persona a través del acceso a los indicios de su futuro. Es decir, que más allá del acto manual, pueden acceder a un saber propio que le permita acceder a elegir algo de acuerdo a su deseo.
En cualquiera de los ámbitos de su vida, familiar, laboral, social, se trata, más que de normalizar a nuestros sujetos, de tener un trato normal con ellos, lo que es ya una normalización en acto.
La minusvalía psíquica es convertida en demasiadas ocasiones en incapacidad, lo que se manifiesta en el sometimiento del minusválido a hábitos que poco se diferencian de la domesticación, ya que el sujeto queda excluido del proceso formador y no se le deja opción a aceptar o rechazar tal proceso. Que su inteligencia tenga un límite, como la tiene la de cualquier sujeto, no puede ser motivo en ningún caso para sustraerles ningún derecho ni ningún deber.

En la medida que son reconocidos y tratados como adultos que son, sin el empeño de mantenerlos en un infantilismo alienante, su necesidad de recurrir a síntomas para oponerse a la situación a que se les relega y manifestar su malestar, será mucho menor.

jueves, 6 de marzo de 2014

Enfermedad mental y responsabilidad


Aunque se hace un uso indistinto de los términos enfermedad mental, trastorno o psicosis, el concepto de enfermedad tiene una connotación biológica, médica por tanto (que se podía resumir en “a una serie de síntomas, síndrome, corresponde una alteración neuroquímica”), tan arraigada en psiquiatría, que su uso se vuelve casi inaceptable para la psicología, no sólo porque ésta se ocupa de los procesos subjetivos, psíquicos, que, aunque suponen un sin fin de procesos neuroquímicos, interesan a la psicología sobre todo por, primero, ser efecto de la toma del ser humano por el lenguaje, y, segundo, porque, para la psicología en general y el psicoanálisis en particular, no es posible entender lo que afecta al sujeto cuando es feliz o está aquejado por algún mal sin la responsabilidad que sobre ello tiene.
Esa responsabilidad hace referencia, no tanto a un sentido moral del cumplimiento de las obligaciones, que también, sino a la ética del sujeto cuando hace sus elecciones y al sentido legal del término, el de responder por la palabra comprometida o por los actos cometidos. No es un sinónimo de culpa (más cercana a la elusión de la responsabilidad) y no lleva al sujeto a un callejón sin salida o a una condena, sino a su liberación, en el sentido de que sólo el que se sabe responsable de su sufrimiento, de su enfermedad, puede hacer algo para salir de él, operar con ello, detenerlo, movilizarlo, dialectizarlo, vaciarlo de goce…. Así, nadie puede ser responsable de una enfermedad biológica o de que se hunda el suelo a su paso porque, y ese es el aspecto esencial de la responsabilidad, eso no depende de su elección, y, en todo caso, no son influenciables ni curables por la palabra, los pensamientos o significaciones que el sujeto pudiera dar de ellos, como los da de su historia, de sus síntomas, de su angustia o de cualquier mal que lo aqueje psíquicamente.
Pensar las afecciones más graves, las psicosis, desde el concepto médico de enfermedad supone que el sujeto no tiene nada que ver con eso que ha trastocado su vida y lo ha llevado al sufrimiento, es decir, no hizo ninguna elección ni tiene nada que ver con las repuestas que dio a los hitos de su historia, y, por tanto, apenas puede hacer nada en contra de ella, de su enfermedad mental, salvo tomar medicamentos.
En cambio, pensarlo desde la posición psicológica donde el sujeto es responsable de aquello que lo ha llevado a la depresión o euforia, o a la esquizofrenia, por ejemplo, ser consciente de que es artífice y no sólo mártir de su dolencia, supone la posibilidad de que el sujeto pueda, a través de una cura, encontrar las claves que lo permitan encontrar una vía en lo simbólico que reste presencia a la invasión imaginaria que ocupa toda su vida y que lo saque de un goce que lo sume en una posición mortífera, depresión, o lo saca de cualquier límite, euforia, o lo hace sostenerse en personajes en los que busca un poco de ser, esquizofrenia.
En una cura, el sujeto se acerca a su responsabilidad sobre lo que sufre a través de la palabra que permitirá construir diques donde no existen, revisar las elecciones que pudieron confluir para conducirlo a su enfermedad, reconstruirse sobre las ruinas del amor y el deseo que han hecho de su existencia una vida desvitalizada y encontrar una relación a la ley que lo permita ver su vida sin ese hacerse trozos, desmenuzamiento, con el que se percibe a sí mismo y a los demás.

Muchas veces, en ese tratamiento o análisis, un sujeto puede ver que entró en depresión, saltó a la euforia, o se vio inmerso en delirios o alucinaciones, en un momento esencial de su existencia (ruptura de una relación, llegada al ejército o la universidad, muerte de un ser querido, encuentro con el goce del sexo….), o que retornó a ello para evitar alguna situación o responder a una dificultad que se le presentaba. Llegar a ver esas relaciones es el camino a entender que si uno puede hacer una elección negativa, en el sentido de que lo lleva a su empeoramiento, también la puede hacer en el sentido de su mejoría o curación.