A pesar de la invasión técnica,
a pesar del aparente predominio de la imagen, lo que se observa es que, al
final, hacemos lo que hacemos para poder contárselo a otros o para que los
demás hablen de ello.
Si el adolescente hace
ostentación de la transgresión, del consumo desmedido de sustancias, de la agresividad
o de la posesión de objetos de moda es porque anhela estar en boca de todos los
que le rodean.
Cuando viajamos y realizamos
miles de fotos, no es solo para recordarlo, sino para poder contárselo a los
otros (eso es parte de Facebook u otras redes sociales).
Cada vez que descubrimos una
serie, un cantante o un libro que nos gusta, más allá del disfrute de la obra,
anhelas poder hablar a otros de ese descubrimiento tuyo (y de otros millones de
personas a la vez). Hay casos en que se busca un tipo de música marginal o
estilos de pintura o series minoritarias para mostrar la propia
excepcionalidad. Así, una paciente de quince años me decía “si descubro que le
gusta a alguien de mi entorno, deja de gustarme”.
Muchas veces, hasta la conquista
de un hombre o una mujer tienen más interés por poder ser contado que por ser
vivido. Eso es lo que refleja el chiste de aquel que naufraga en una isla
desierta con la única compañía de Claudia Schiffer. Esta, al pasar un mes, le
dice que están solos, que bien podrían hacer algo. Y el hombre le responde: “!Bah!,
quita pa´llá, ¿y a quién voy a
contárselo yo?”.
Fuimos a la luna (fueron) y
para lo único que ha servido hasta ahora es para hablar de que fuimos a la
luna. Para eso y para derrochar el dinero que se sustrae a ese mundo del que se
habla, y nombra, con vergüenza: el tercer mundo
Nuestra necesidad de contar o
de saber que hablan de nosotros se orienta, cuando se trata de una consulta
psicológica, hacia las palabras de las que uno nunca quiso saber nada, pero
que, como las moléculas de aire en el interior de las ruedas, erosionan
nuestros afectos, nuestras relaciones o nuestras conductas. Se orienta también
hacia las palabras que nos hablan de lo que realmente somos, no de lo que
queremos dar a ver. Y se habla, sobre todo, para que, en ese espacio donde
estuvieron las palabras retenidas, devenga un espacio de libertad.
A pesar del peso de las
imágenes, se observa (al menos en el Facebook que yo miro de vez en cuando) una
presencia cada vez mayor de palabras. Palabras que reivindican la justicia y la
dignidad que el sistema económico y las máquinas nos roban porque nos
convierten, como dijo Sábato en “La resistencia”, en simples engranajes. Quiero
creer que son palabras que buscan abrir la mente al grito de socorro que medio
mundo hoy lanza y para las que nuestra sociedad, que tantos derechos ha
conquistado, está sin embargo sorda, porque el mensaje repetitivo de nuestro
sistema es que hay que seguir produciendo para consumir más, que es lo único que
importa (esperemos que las nuevas corrientes políticas y nosotros también soñemos
al menos con un horizonte diferente). No es raro que, en medio de esa cosificación
de lo humano, se multiplique la necesidad de contar, que es lo que realmente
humaniza, de ahí tanto whatsapp o twitter.
Para un psicólogo es un
privilegio escuchar las palabras que se preñaron del dolor o de las injusticias
que se vivieron, las palabras que rechazamos por estar cargadas de deseos prohibidos,
las palabras que negamos porque dan cuenta de nuestra cobardía ante el amor o
la vida, las palabras que acogieron nuestros miedos o las palabras que pugnaban
por liberarse para hacernos ver que no todo consiste en someterse, adaptarse o
resignarse. Y lo es, un privilegio, para cualquiera que escucha a los demás y
comprende así que, en realidad, nadie se conforma con las imposiciones que el
capitalismo que se alimenta del hambre nos impone, que no se resigna a perder
de vista los valores importantes para ser feliz, y que no cree que, para vivir
de verdad, baste doparse con todo eso que nos ofrecen para que no seamos
capaces de romper con lo establecido.