sábado, 6 de junio de 2015

Queremos contar


A pesar de la invasión técnica, a pesar del aparente predominio de la imagen, lo que se observa es que, al final, hacemos lo que hacemos para poder contárselo a otros o para que los demás hablen de ello.
Si el adolescente hace ostentación de la transgresión, del consumo desmedido de sustancias, de la agresividad o de la posesión de objetos de moda es porque anhela estar en boca de todos los que le rodean.
Cuando viajamos y realizamos miles de fotos, no es solo para recordarlo, sino para poder contárselo a los otros (eso es parte de Facebook u otras redes sociales).
Cada vez que descubrimos una serie, un cantante o un libro que nos gusta, más allá del disfrute de la obra, anhelas poder hablar a otros de ese descubrimiento tuyo (y de otros millones de personas a la vez). Hay casos en que se busca un tipo de música marginal o estilos de pintura o series minoritarias para mostrar la propia excepcionalidad. Así, una paciente de quince años me decía “si descubro que le gusta a alguien de mi entorno, deja de gustarme”.
Muchas veces, hasta la conquista de un hombre o una mujer tienen más interés por poder ser contado que por ser vivido. Eso es lo que refleja el chiste de aquel que naufraga en una isla desierta con la única compañía de Claudia Schiffer. Esta, al pasar un mes, le dice que están solos, que bien podrían hacer algo. Y el hombre le responde: “!Bah!, quita pa´llá, ¿y a quién voy a contárselo yo?”.
Fuimos a la luna (fueron) y para lo único que ha servido hasta ahora es para hablar de que fuimos a la luna. Para eso y para derrochar el dinero que se sustrae a ese mundo del que se habla, y nombra, con vergüenza: el tercer mundo
Nuestra necesidad de contar o de saber que hablan de nosotros se orienta, cuando se trata de una consulta psicológica, hacia las palabras de las que uno nunca quiso saber nada, pero que, como las moléculas de aire en el interior de las ruedas, erosionan nuestros afectos, nuestras relaciones o nuestras conductas. Se orienta también hacia las palabras que nos hablan de lo que realmente somos, no de lo que queremos dar a ver. Y se habla, sobre todo, para que, en ese espacio donde estuvieron las palabras retenidas, devenga un espacio de libertad.
A pesar del peso de las imágenes, se observa (al menos en el Facebook que yo miro de vez en cuando) una presencia cada vez mayor de palabras. Palabras que reivindican la justicia y la dignidad que el sistema económico y las máquinas nos roban porque nos convierten, como dijo Sábato en “La resistencia”, en simples engranajes. Quiero creer que son palabras que buscan abrir la mente al grito de socorro que medio mundo hoy lanza y para las que nuestra sociedad, que tantos derechos ha conquistado, está sin embargo sorda, porque el mensaje repetitivo de nuestro sistema es que hay que seguir produciendo para consumir más, que es lo único que importa (esperemos que las nuevas corrientes políticas y nosotros también soñemos al menos con un horizonte diferente). No es raro que, en medio de esa cosificación de lo humano, se multiplique la necesidad de contar, que es lo que realmente humaniza, de ahí tanto whatsapp o twitter.

Para un psicólogo es un privilegio escuchar las palabras que se preñaron del dolor o de las injusticias que se vivieron, las palabras que rechazamos por estar cargadas de deseos prohibidos, las palabras que negamos porque dan cuenta de nuestra cobardía ante el amor o la vida, las palabras que acogieron nuestros miedos o las palabras que pugnaban por liberarse para hacernos ver que no todo consiste en someterse, adaptarse o resignarse. Y lo es, un privilegio, para cualquiera que escucha a los demás y comprende así que, en realidad, nadie se conforma con las imposiciones que el capitalismo que se alimenta del hambre nos impone, que no se resigna a perder de vista los valores importantes para ser feliz, y que no cree que, para vivir de verdad, baste doparse con todo eso que nos ofrecen para que no seamos capaces de romper con lo establecido.