jueves, 27 de febrero de 2014

El maltrato desde la psicología

El maltrato

I.                    Introducción
II.                  Características psicológicas del maltratador
III.                Características psicológicas de la maltratada
IV.                Relación maltratada-maltratador

I.                    Introducción
Vamos a intentar alcanzar los siguientes objetivos:
1.    Conocer las características psicológicas y el sufrimiento por el que ha pasado la persona maltratada
2.    Conocer las características del maltratador
3.   Aproximarnos a la dinámica de relación que se produce cuando un hombre maltrata a una mujer
Si bien suele haber una gran coincidencia entre los diversos estudios sobre el maltrato en lo relativo a la dinámica del inicio, desarrollo y finalización de los casos de maltrato y en lo que se refiere a los efectos que causa en la persona maltratada, no hay tanta coincidencia a la hora de determinar las características psicológicas de la persona maltratada y del maltratador, aunque haya coincidencia en determinados rasgos, ni de lo que origina la dinámica del maltrato o lo que persigue el maltratador.
Cuando se estudia el problema del maltrato, que puede terminar o no en homicidio, se tienen en cuenta una serie de variables generales. Son las siguientes:
·         Variables socio-demográficas. Entre las diversas situaciones que suelen estar relacionadas con el maltrato se encuentran el desempleo o el trabajo a tiempo parcial, el bajo nivel económico y educativo, y las grandes diferencias de edad entre la pareja. En estudios más amplios y que abarcan a varios países se encuentra que el maltrato entre las clases medias es mayor. Por ejemplo en los países nórdicos, donde su nivel económico es mayor y los derechos de las mujeres han alcanzado cotas más altas, las cifras de maltrato son superiores a las de nuestro país. No obstante, hay que tener en cuenta que todas estas variables son comunes a otras muchas personas que no son maltratadoras. Lo que nos lleva a tener en cuenta que el elemento determinante es el modo de construcción subjetiva que cada sujeto ha tenido y que determina su modo de actuar en el mundo.
·         Características socio-familiares. En muchos casos de maltrato, el maltratador ha vivido en un hogar donde había ausencia de la figura paterna o una muy autoritaria, peleas frecuentes entre los progenitores, o ruptura temprana de la pareja parental.
·         Relación de pareja. Es un punto que veremos con detalle más adelante pero puede señalarse como general la necesidad de tener una mujer al lado en el hombre y una búsqueda de protección en la mujer. La violencia entre la pareja, o desde el hombre hacia la mujer, suele aparecer ya cuando son novios.
·         Motivación del agresor. Con esta variable se intenta formular tipologías de maltratador y su relación con las normas o el control de impulsos.
Podemos también fijar tres grandes grupos de teorías a la hora de intentar explicar el maltrato a la mujer:
·         Teorías histórico-culturales. Son las que han estudiado especialmente la corriente feminista y que ha generado un término universalmente aceptado, el de “violencia de género”. Con ello alude a la violencia invisible y a la no invisible que se ejerce contra la mujer a través del vínculo matrimonial. La familia aparece como el núcleo primordial de representación de la estructura jerárquica patriarcal y como lugar privilegiado de expresión de la esclavitud sexual femenina. El maltratador pretendería afirmar la superioridad masculina sobre la femenina y constatar la propiedad sobre su cuerpo. Se la agrede por ser mujer y ese maltrato a la mujer está legitimado socialmente. El esquema es por tanto el de dominio-subordinación. Se considera el ejercicio del poder el principal motivo de que se desencadene o ejerza la violencia. El hombre se apodera del poder y domina a la mujer y tiende a la agresión para mantener ese poder. El pivote primario del maltrato es el intento de mantener o conquistar el poder por parte del maltratador. Dependiendo de los elementos que predominen en una cultura u otra, las causas estructurales de desigualdad en las distintas sociedades conducen de un modo más o menos grave al maltrato sobre las mujeres, y a la violencia en general.
·         Teorías ambientalistas o del aprendizaje de la conducta violenta, que forman parte de las psicológicas como el conductismo. Se aborda aquí la agresión como resultado de una conducta aprendida en el medio familiar.
·         Otras teorías psicológicas. Determinadas tipologías de hombres ejercen la violencia con mayor o menor facilidad dependiendo de su estructuración subjetiva.
Según la combinación de características psicológicas y de la propia relación resultará un maltratador emocional, un maltratador violento no homicida o un maltratador homicida.
Algo de la psicología de la mujer con la que se relaciona, o de lo que supone una relación de pareja, debe intervenir en el desencadenamiento del maltrato porque, si no, el maltrato sería hacia cualquier mujer y en cualquier circunstancia. Esto no es para decir que la violencia del maltratador está, como él pretende, justificada, sino para entender como se desencadena ésta conducta.
El machismo, toda la cultura de la tolerancia al dominio del hombre sobre la mujer, no es suficiente para explicar el comportamiento del maltratador –aunque se trate de un hombre-, pero desde luego sí es un facilitador de esos comportamientos. El machismo es la forma que el sistema patriarcal toma en un contexto determinado y que se manifiesta en actitudes, valores, esquemas de poder, etc., que comparte la mayor parte de la población. El machismo lo podíamos comparar a un catalizador en una reacción química.
Voy a obviar los casos en que la violencia viene de la mujer y a dejar constancia de que al hablar de maltratador no hago una apología de la inocencia de la mujer en la relación con su maltratador, ya que, como en toda relación humana, hay una la responsabilidad compartida. Pero, se quiera negar o no esa inocencia de la mujer, lo que es innegable es que el maltratador nunca está autorizado a ejercer la violencia.
Se suele confundir el hombre violento, machista o incluso misógino, con el hombre maltratador. Pero ambos conceptos no son coincidentes. El hombre violento puede hacer daño pero no maltratar (si reservamos ese término para un conjunto de conductas que un sujeto realiza para anular a otra persona). El violento, por ejemplo, no intenta anular subjetivamente al otro. Hacer daño, recurrir con cierta facilidad a modos agresivos de expresión, no supone ni el cálculo ni el intento de control, de dominio, de sometimiento, de anulación del otro que se persigue en el maltrato. Es importante señalarlo porque se tiende a colocar a muchos hombres o a su expresión social de tipo machista como puros maltratadores. El machismo puede facilitar el camino al maltrato pero no es su equivalente. A veces el maltrato procede de la posibilidad de ver caer la posición de poder que se tiene: es lo que ocurre en la película “La lista de Schiller”, donde el coronel del campo de concentración no soporta estar enamorado de la judía que lo sirve, es decir, no soporta que se eleve un objeto indigno a un lugar de dignidad, deseable, por provocar el amor, y, por no soportar eso, por no poder seguir ejerciendo el poder y el terror si acepta el amor, la maltrata.
El control, el aislamiento que busca el maltrato, está hermanado con los celos: eliminar posibles competidores (“es mi objeto sexual y no quiero que nadie más lo pueda poseer”).
Los factores de relación y las características personales no son separables, porque un tipo de relación puede hacer emerger algo latente en un sujeto, como un líder pueda llevar a un sujeto a hacer algo que antes no hubiera hecho nunca.
El poder sobre la mujer, o es general, porque el poder supone un dominio o un acceso fácil al goce, o el que lo detenta tiene atracción para el otro -aunque sea ese poder violento-: por ejemplo es lo que se ve reflejado en “El portero de noche”.
En general, si el hombre desea y quiere a la mujer, ¿por qué querer maltratarla, denigrarla, someterla? Si no es porque lo muestra ajeno, sin dominio, de su propio deseo, ¿por qué es?
El disfrute, en el sentido del placer, abre a otros disfrutes, los potencia. El goce se cierra sobre sí mismo y excluye otros disfrutes. Es el caso de las drogas y, en lo que nos ocupa, el maltrato se vuelve para el sujeto el único medio de “disfrute”.
De modo resumido, en un diagrama:


Existe una confusión entre la lucha por la igualdad y por proseguir con la consecución de los derechos de la mujer, con condenar de antemano a los hombres. Criminalizar al hombre rebota en mayor violencia. De valorar la cultura del honor se ha pasado a penalizar esa cultura. Los hijos recogen eso como síntoma siendo cada vez más agresivos e intentando “dominar” a la madre en el nombre del padre, supliéndolo.
La violencia de género es, en realidad, un género de violencia. Al ser el maltrato un delito ejercido por alguien que, lejos de representar a la ley, la transgrede, es ambiguo y peligroso asociarlo al género masculino en su conjunto. Nuestros padres, que hemos vivido como representantes de la ley, de lo que permitía ordenar nuestra existencia y comportarnos de un modo ético en la vida, no pueden ahora venir a representar a los maltratadores en potencia. Género es el conjunto de valores sociales y culturales que se atribuyen a un sexo, pero no el hombre o la mujer como sujeto.
Es importante destacar la posición de víctima que rechaza la responsabilidad desde una posición de inocencia. Si la mujer no es en nada responsable de lo que la ocurre, eso quiere decir que no podrá hacer nada para prevenirlo o evitarlo. Si se justifica eso con el poder del hombre, hay que recordar la coincidencia que existe entre todos los que analizan el problema del maltrato al considerar que lo que busca ese hombre es el dominio, ejercer el poder. Pero, si ya lo tiene el hombre por definición, ¿para qué buscarlo? Habría que investigar la parte de responsabilidad (responsabilidad no tiene nada que ver con culpabilidad) de la mujer y su modo de afrontar las relaciones. Suponer que la mujer no tiene ninguna responsabilidad en lo que sucede, en su modo de afrontar las relaciones, supone favorecer la falta de límites y la flaqueza de la ley.
El tipo de relación en una pareja donde se da el maltrato suele tener unos rasgos en común:
  • Idealización extrema del que se ama
  • Buscar compensaciones a vivencias y carencias personales
  • Dificultad con el amor y el deseo: llevarlo al control y al dominio.

II.                  Características psicológicas del maltratador
Aunque se puedan señalar muchas características psicológicas manifiestas, visibles, entre los maltratadores, nosotros vamos a intentar acercarnos a las características que, aisladamente no, pero combinadas sí, dan lugar a una conducta de maltrato.
Antes de enumerar esas características, podría servir de ayuda fijar tres grandes tipologías de maltratadores, lo que es importante sobre todo para entender los que pueden llegar al homicidio y los que no, es decir, los que son “recuperables” o no:
  1. Psicopático. Tienen gran desconsideración por las normas sociales, falta de remordimientos y reacciones emocionales superficiales. Su violencia es controlada con el objetivo de someter y dominar a la víctima. También se le puede definir como frío, sin claro historial de violencia sufrida.
  2. Hipercontrolado. Su ira aparece como resultado de acumulación de frustraciones. Son especialmente maltratadores emocionales porque tienden a camuflar, desplazar y negar su intención agresiva. Sus características también permite calificarlos de dominantes-obsesivos-detallistas: en su historia hay un padre con el ejercicio caprichoso y violento de la autoridad o una madre con mensajes ambiguos sobre lo que espera de él.
  3. Cíclico o emocionalmente inestable. Sienten gran temor a la intimidad y el abandono. Su agresión es su forma de descargar la ira. A este grupo también lo podemos calificar de dependiente, con historial de violencia sufrida.
Con esa tipología se trata de definir al que planea la agresión y no siente ningún remordimiento y al que le nace del impulso o la desesperación y luego se arrepiente. El psicopático no siente apenas remordimientos, el cíclico es el que más remordimientos siente.
No obstante hay que señalar que el hombre agresor no tiene características personales o sociales específicas y no posee necesariamente enfermedad mental, al menos definible a priori como pronóstico, aunque a posteriori, después de la agresión, es cuando fácilmente se definen sus características.
En general se dice que tienen pobre control de impulsos pero eso no es muy claro porque saben dirigir su agresión sólo a sus parejas y, en muchos casos, sólo golpean en sitios donde las lesiones no se van a notar a simple vista.
En todos estos intentos de circunscribir lo que caracteriza a los maltratadores está presente algo que aclara mucho más su psicopatología: su relación al goce, goce en el sentido de aquello que atrae, atrapa, que el sujeto se ve forzado a repetir y de lo que el sujeto obtiene una satisfacción no exenta de sufrimiento. Cuando éste falta por completo estamos ante un psicópata. No es por eso extraño entre ellos adicciones a tóxicos o juegos. Si existe el maltrato es porque éste se convierte en un modo de goce.
También es una característica bastante común e importante entre ellos lo que se ha denominado “alexitimia”, es decir la dificultad para elaborar y expresar las emociones. Eso se suele transformar en numerosas somatizaciones.
Características:
  • Necesitados de tener una mujer como punto central de referencia en sus vidas, en la que mirarse continuamente. Cuando la imagen que les devuelve no es la que ellos desean para sí mismos tienden a la agresión, en estos momentos emocional. Como además no se ven autorizados a mirar a otras mujeres, eso se transforma en celos muy patológicos que empiezan por el control de los movimientos y las cuestiones estéticas, de arreglarse y vestirse, de la mujer y suele desembocar en agresión ante provocaciones o supuestas provocaciones mínimas. Es decir, no pueden permitir lo que no se permiten.
  • A la vez que se venden como salvadores, protectores, seguros, buscan sin parar el reconocimiento y la valoración en sus parejas pero quieren asegurarse de que eso no las coloca a ellas en posición de superioridad y lo consiguen con la degradación de la mujer verbalmente y en el sometimiento con la agresión física.
  • Necesitan el amor exclusivo, incondicional de su mujer pero lo quieren como lo suele ser en una madre, o como se ha llegado a determinar socialmente el amor de la madre, también desde la desigualdad que engendra violencia: ese amor que soporta cualquier ofensa, que tolera cualquier salida de la norma y que está por encima de cómo es o se comporta el sujeto.
  • Consecuencia de una relación ambigua con la madre y de la frecuente anulación de la figura del padre, son sujetos con dos comportamientos extremos en el área sexual, que a veces conviven en el mismo sujeto: sólo piensan en la mujer como puro objeto sexual y la buscan sin parar y, si les falta, se masturban compulsivamente, y son sujetos con grandes dificultades para abordar las relaciones sexuales desde el cariño. Es decir, la corriente sexual y la afectiva están totalmente separadas. No es extraño que el especial conflicto que presentan en lo sexual se manifieste en eyaculación precoz, en episodios de impotencia o en relaciones sexuales violentas, cercanas a la violación. Cuando eso ocurre siempre atribuyen sus problemas a la mujer y es un motivo más para las posteriores agresiones: “Lo que no te doy en la cama te lo doy así –agrediéndote-“.
  • Con el tiempo las conductas que comienzan siendo manifestación de sus conflictos no resueltos y de una sexualidad que no encuentra vías adecuadas de expresión, se van convirtiendo en modos de goce, conductas en las que el sujeto se ve atrapado, de las que obtiene satisfacción y de las que no sabe cómo salir.
  • El maltratador es un sujeto que no entiende el amor más que como un modo de hacer que la otra persona lo necesite y dependa de él: si ve peligrar esa dependencia desplegará todos los modos de violencia de que sea capaz para hacer ver a la mujer que sigue existiendo esa relación basada en necesitarlo, alabarlo y ser el único que puede “quererla”.
  • El agresor pasa muchas veces de la agresión al llanto, mostrando así la debilidad que ocultaba tras la agresión.
En algunas teorías, la violencia se intenta explicar como resultado del aprendizaje directo de la agresividad como modelo de conducta esperable en el varón, que se combina con el supuesto deseo de la mujer de ser tratada “virilmente”.
El maltratador ha pasado en muchas ocasiones del “todas” a las que aborda sólo sexualmente a la “una” con la que siente puede surgir el amor –o un lazo que él vive como amor- y a la que no soporta si no es en la absoluta exclusividad y a la que, para asegurar eso la somete a una humillación y control que nunca cree suficiente.
¿Por qué se plantea, como decíamos antes, desde muchas perspectivas el tema del poder como el elemento fundamental en juego en el maltrato? Si el hombre ha querido tener poder y control sobre la mujer (esto parece incuestionable) no es por el simple hecho de “mandar”, de obtener obediencia y sumisión de la mujer, sino para intentar poner límites, recortar, controlar el goce de la mujer que lo desborda por enigmático, le cuestiona en su poder al exigirle una respuesta a ese goce, procurárselo, y porque, cuando no se está seguro de poder responder, lo que queda es controlar.
Hasta ahora esa regulación del goce femenino venía apoyado en el sometimiento de la mujer a la autoridad del hombre, su dependencia económica y afectiva y su supuesta inferioridad, ante lo que el hombre se sentía seguro. El cuestionamiento de todos esos controles por la lucha de la mujer por la igualdad, ha dejado a los hombres sin ese “colchón” para amortiguar su propia herida narcisista.
En línea con esa reflexión hay un estudio muy interesante de tres universidades españolas sobre los parricidios cuando son a la pareja, que llaman uxoricidios, planteando esos actos asesinos como resultado del encuentro entre la cultura del honor que ha primado durante siglos y la liberación de la mujer. Lo que quizás no queda claro en ese estudio es si esa confrontación produce homicidios que irrumpen sin cálculo previo y sin maltrato o si también incluyen una historia de maltrato. Plantean que, en el proceso de liberación, la lucha por la igualdad de la mujer, las relaciones de pareja se han visto transformadas. La sumisión, dependencia y estar bajo la protección del hombre van desapareciendo. Hay mayor tolerancia a las relaciones sexuales de la mujer fuera del matrimonio, menor pudor en público, pérdida de valor de cuestiones como la virginidad y la pureza sexual. Pero, explican, todavía la cultura del honor viene a chocar en muchos hombres contra esa liberación. Temen los comportamientos no bien vistos hasta ahora en la mujer como una falta contra su honor. Ellos se ven obligados a proteger las ofensas contra el honor de sus mujeres como una cuestión de hombría y para no ver perdido su propio honor. -La falta sexual de la mujer recae sobre el varón porque viene a señalar que éste no ha sabido responder bien, satisfacer a la mujer, o ponerla "en orden"-. En esa cultura del honor el hombre tiene la obligación de vengar su deshonor sexual: ahí es donde entra la posibilidad del uxoricidio, aunque, en la historia pasada, era frecuente que esa venganza pasara más por matar al rival que ha tenido que ver con su deshonor que a su propia mujer, o, en todo caso, a los dos.
(Es importante tener en cuenta que los parricidios, en el caso de las mujeres, suelen ser sobre sus hijos. Es decir sobre los que cree tener la propiedad o sobre los que, de alguna forma, forman parte de sí misma. Hay además una diferencia importante: la mujer suele justificarlo en un “para que no sufran” y los hombres parecen buscar hacer sufrir, vengarse).
El parricida intenta con su crimen eliminar a los únicos testigos importantes de su propia destrucción, de su impotencia, de su incapacidad para amar. En algún caso ocurrido en nuestro país, el asesino decía, respecto a sus hijos y mujer a los que ha matado: “Para que no sufrieran” –emulando lo que decíamos es más propio de las mujeres-. Pero en su caso cabría decir que es para que no lo sufran a él. Esos sujetos son fundamentalmente violentos allí donde se la juegan con el amor, donde se ven llamados a responder y son incapaces, donde niegan esa incapacidad con las amenazas, las vejaciones, las humillaciones, el abuso y la destrucción de quien les ama o ha amado durante mucho tiempo.
Se suele decir que el maltratador no muestra empatía por sus víctimas: ¿Se espera empatía en alguien que ha separado su deseo de destrucción de cualquier lazo de amor y es por eso que se hace posible el acto homicida?

III.                Características psicológicas de la maltratada
La autora del libro “Las mujeres que aman demasiado” plantea a la mujer maltratada como aquélla que permite que el sufrimiento esté presente constantemente en lo que considera su relación de amor. Esa capacidad para soportar, justificar, perdonar, proteger y mantener su ideal de amor por encima de las evidencias de desamor de su pareja, es común en la mayoría de mujeres maltratadas.
Las características más habituales en la mujer maltratada son:
  • Se sienten despreciables desde la infancia y buscan a alguien que las ame a pesar de eso y las haga sentirse con algún valor. O bien se sienten despreciables a partir de la primera fase del maltrato.
  • Sienten necesidad de ser rescatadas por el hombre de una vida que, normalmente, ha estado llena de desafectos y sufrimientos. Así dice una paciente: “Para mí él fue una especie de salvador. Me hacía sentir sensaciones fuertes. Luego vi que a él yo lo podía salvar de una historia llena de desgracias”. “Él desplegaba un discurso de respeto, fidelidad, coherencia moral y de una amor ideal y luego era todo lo contrario (infidelidades, actuar caprichosamente, celos,...): construía pilares de mentiras”. En este caso ella acababa siendo la garante –con su fidelidad, sometimiento, coherencia moral, sufrimiento- del mundo coherente que él había vendido, supliendo sus carencias, sus faltas, sus mentiras e incoherencias con la esperanza de que lo cambiaría.
  • Suelen ser mujeres que se han visto atrapadas por los padres y salen a estar atrapadas por sus parejas. Se dejan seducir por sujetos que parecen seguros, que prometen hacerlas vivir una relación ideal y en los que no falta una capacidad especial para entender las carencias de la mujer.
  • Por su primera historia con los padres, donde solió estar presente la sobreprotección combinada con la crítica y la desvalorización en todo aquello que apuntaba al mundo femenino, es muy común que la mujer llegue a convencerse de lo que no es más que un mensaje vuelto a escucharse ahora en boca del maltratador: “No vales para nada” y que ella convierte en “A dónde voy yo, quién me va a querer, si no valgo para nada”.
  • En los casos en que no ha primado la sobreprotección, suelen haber sido niñas educadas en asumir responsabilidades propias de mujeres mayores.
  • Son mujeres que no oponen resistencia a cargar sobre sus hombros el mal que aqueja a sus compañeros, y son incapaces de poner límites al capricho que ese mal genera en esos hombres.
Las mujeres maltratadas tardan mucho tiempo en considerarse como tales. Se ha llegado a teorizar como “síndrome de Estocolmo doméstico” el hecho de que la mujer soporte el maltrato durante años justificándolo, defendiendo incluso a sus maltratadores, planteando que la mujer desarrolla tal síndrome para proteger su propia integridad psicológica y que suspende el juicio crítico para adaptarse a la situación traumática que vive. Pero, a la vez plantea que el maltratador induce en la víctima un modelo mental de acuerdo a su capricho, lo que pondría en duda la protección de la integridad psicológica de esa mujer.

IV.               Relación maltratada - maltratador
La fuerte dependencia emocional entre la pareja (en la mujer por herencia socio-cultural y afán de protección y, finalmente, como consecuencia del maltrato reiterado; en el hombre por baja autoestima e inseguridad), basada en el esquema común a los dos miembros de la pareja de salvador-salvadora, suele ser el fundamento de las relaciones en la que se produce el maltrato.
El maltratador-salvador salva a la mujer de un padre dominante y poco afectivo, del poco reconocimiento de los padres y de una vigilancia sexual y crítica de sus comportamientos por parte de la madre de un modo constante. Podemos decir que esa mujer ya ha vivido de alguna manera inmersa en la violencia.
Inciso. Hay que tener en cuenta que el término "salvador" no deja de ser una ironía y, como ha ocurrido con los salvadores en la historia, el salvador condena al horror a todo el que cree en esa salvación que oferta.
La maltratada-salvadora salva o pretende salvar al hombre de una falta de reconocimiento en su vida, de las carencias afectivas vividas y de una impotencia psicológica que siempre lo amenaza. Para el hombre la inferioridad está cercana a la feminización. El hombre que golpea a una mujer, contrariamente al machismo que parece mostrar, golpea porque teme la feminización –que él hace equivaler a debilidad-, ser pegado, ser objeto sexual como lo temió ser frente al padre: teme la castración. Es un hombre sin autoridad y necesita romper el espejo, esa mujer, que le dice “tú eres el débil, el castrado”.

El maltrato nace
El maltratador se presenta a la mujer como encantador y a la vez como carente, necesitado. La víctima entra en el juego pensando que será la que repare las carencias afectivas del agresor y que eso cambiará al otro y lo sacará de la violencia.
En la relación de pareja las tensiones se van incrementando en forma de demandas que uno a otro van expresándose: se han ido pidiendo lo que ninguno puede ofrecer o dar, haciéndose esa demanda cada vez mayor y más hostil.
De donde realmente nace el maltrato es de la dificultad del hombre para afrontar a una mujer y a su sexo, dificultad para abordar y responder a una mujer desde el amor y el deseo conjuntados.
Sobre lo que se intenta ejercer el control es sobre el goce de la mujer, bien por prohibido (caso del padre o el hermano que controlan las salidas de la hija o hermana), bien por la incapacidad para procurarlo o abordarlo, lo que se convierte en el intento de control absoluto para que nadie pueda dárselo. Hay dos grandes grupos de maltratadores: los que mantienen relaciones sexuales sin parar, como para asegurarse de que su mujer no va a necesitar buscarlo en otro lado, y los que tienen grandes dificultades para abordar a la mujer en la cama y que muchas veces se transforma en relaciones sexuales violentas o cercanas a la violación.
La violencia no suelen ejercerla hombres que se sienten seguros y con autoridad (véase el caso de padres o maestros con autoridad que nunca ejercieron la violencia) sino en hombres que nunca sienten que la tengan, cercanos a la sensación de impotencia o de feminización, y de la que intentan salir con una apariencia de virilidad confundida con la violencia, de seguridad confundida con la desvalorización, o de autoridad confundida con la humillación y el control.
A veces reviviendo el modelo paterno, las mujeres eligen un hombre aparentemente seguro de sí mimo, viril e incluso bravucón, del que adivinan la impotencia y la debilidad, y al que pretenden cambiar o redimir mediante el cariño, la paciencia y la aceptación, como si redimieran al padre.
El maltratador suele comportarse fuera de casa, muchas veces, de acuerdo a los criterios normativos de la sociedad.

El maltrato se va generando
Cuando el maltratador siente que su pareja ya no le necesita, que podría prescindir de él, empieza el maltrato sistemático, no el esporádico. Es decir, que para él su relación de amor nace de la necesidad y no del deseo.
Para algunos autores, lo que se va generando en la pareja es una relación perversa: un agresor con características narcisistas y una víctima con características melancólico-reparadoras. El narcisista ataca el narcisismo del otro para desarmarlo. El perverso niega la identidad del otro, cuya actitud y pensamiento tienen que conformarse a la imagen que ellos tienen del mundo. El maltratador no duda en atacar la imagen del otro con tal de mantener la propia.
Es común que antes de llegar a la pareja, se “hicieran otros”, con ficciones para conquistar a las mujeres –porque por sí mismos no creen poder generar el deseo- y luego, ya en pareja, viven el arreglarse de la mujer como si se “hiciera otra” que se dirige a la conquista.
El maltratador proyecta la culpa y los celos en la mujer y encuentra justificación a sus agresiones. Ve en el cuidado de la ropa o en el maquillarse el signo del deseo de la mujer de querer ser mirada, deseada por otros. Y si no se arregla, es que no le da importancia a él o le desprecia.
Y en todo caso, lo que nunca es la relación es sado-masoquista: en ese tipo de relación hay reglas de juego que regulan la obtención de un goce común. En la relación maltratador-maltratada, ni hay reglas ni el goce es común.
Se vive como un niño caprichoso que quiere tener todo ya y tal como quiere tenerlo y quiere que se lo dé ella, y muchas veces que sea ella la que adivine (como hacía la madre) lo que él quiere en cada momento.
En “Te doy mis ojos”, cuando ella se arregla, él la desnuda y la saca al balcón diciendo “¿quieres que todos te vean?”: temor a que ella sea deseada o a que desee más allá de él, a ser excluido o abandonado (“Antes matarte que perderte”).
Lo más significativo es que ellos sienten que sufren por ella (por su culpa, por su causa). Ante la inseguridad de ser amados y deseados empiezan a angustiarse y eso les lleva a la desesperación, a lo que un paciente llama “desfigurarla” y de ahí pasa a la agresión. Esa desfiguración no es más que el efecto espejo de la propia desfiguración de él, en el sentido de descomponerse.

El maltrato produce:
La mujer interioriza la opresión, asumiéndola como auto-desprecio, auto-negación o auto-ocultación, temor a la violencia y sentimientos de inferioridad, resignación, aislamiento e impotencia y agradecimiento por el hecho de sobrevivir.
Una mujer se sabe maltratada cuando su identidad de mujer se encuentra afectada. Afectada en un sentido negativo progresivo que se prolonga en el tiempo y que va en el sentido de la indignidad y de la carencia total de valor como mujer y persona. Suele presentar síntomas de ansiedad y depresivos.
Podemos destacar en ella:
·         Progresivo aislamiento e inadaptación social. Los dos procuran, por motivos bien diferentes, ocultar a los demás lo que ocurre en su relación.
·         Progresiva aparición de síntomas clínicos en la mujer: ansiedad, depresión, baja autoestima... que originan mayor descalificación por parte del agresor y menor capacidad de ella para salir de la relación.
·         Alteración de la dinámica familiar, tanto con los hijos como con la familia extensa.
·         Problemas en el trabajo: abandono, aislamiento de los compañeros, bajo rendimiento...
·         La mujer llega a la indefensión por el miedo a una agresión mayor.

El maltrato se rompe:
Normalmente, la mujer puede cortar con la situación y denunciar cuando la caída de la idealización de él ya es definitiva, y cuando el miedo ya no la detiene al sentir que ha muerto el amor. Siguiendo con “Te doy mis ojos”, cuando ella siente tanto miedo que se orina encima, le dice “ya puedes hacerme lo que quieras porque ya no te quiero”. En ese momento, la mujer asume el miedo como algo que ya no la paraliza.



Para concluir, aunque el maltrato es de género masculino en lo lingüístico, no se puede considerar como un producto del conjunto de los hombres, de su género, del conflicto entre hombres y mujeres o heredero de la historia del sometimiento de la mujer que ahora empieza a romperse. El maltrato supone una falla importante en la estructuración psíquica del hombre que lo ejerce y una falla en su relación a la ley, mientras la mayoría de los hombres se rigen por ella. Lo que tiene su engarce en lo masculino es el modo de enfrentar los conflictos, donde, cuando lo imaginario cobra fuerza, no es difícil que se encamine hacia la agresión directa. Pero no se puede hacer recaer todo, a la hora de entender el maltrato, del lado del hombre. En algún momento habrá que revisar el papel de la mujer en eso que sufre.

jueves, 20 de febrero de 2014

Educación versus relación y afecto


Al hablar de educación frente a relación y afecto no supone un planteamiento de alternativa, o lo uno o lo otro, sino de tener en cuenta en qué momentos es preferible priorizar uno u otro aspecto, a la par que entender que la educación dependerá de la relación afectiva establecida y viceversa.

Bagaje cultural y afectivo de los padres
El encuentro del niño con los padres no es sólo un encuentro con buenos deseos e intenciones, sino un encuentro con todo lo que los padres han vivido y atesorado tanto en lo cultural como en lo afectivo. Los padres se dirigirán a ese niño de acuerdo a su historia educativa propia y a las bases afectivas que se establecieron en ellos a través del encuentro con sus propios padres.

Educación
Si el niño es susceptible de ser educado es, primero, por la dependencia absoluta en que nace, tanto para ser como para satisfacer sus necesidades, y segundo, cuando ya se ha constituido como sujeto, por amor a los padres. Cuando algo no va bien en esas relaciones se manifiesta con problemas de conducta, con cambios en el ánimo del niño, con alteraciones en sus hábitos alimenticios o de sueño. Todas esas manifestaciones hay que entenderlas como la dificultad del niño para percibir el amor de los padres o para responder a lo que puedan desear de él.

Relación-afecto
Un niño no se constituye en sujeto si no es por obra del significante que lo nombra como tal y de todo lo que los padres, o quienes hagan esas funciones, le transmiten a través de su contacto y sus manifestaciones afectivas. Un niño no sobrevive con solo alimentarlo, sin el afecto, y si sobrevive no lo hará sin grandes lacras.

Todo afecto tiene un efecto educativo, es decir, transformador del sujeto, pero no toda educación supone afecto.
Si la distancia entre uno y otro es excesivamente grande, generará problemas educativos o afectivos en el niño. Si el peso recae excesivamente sobre la educación tendremos problemas en el comportamiento del niño en el colegio o en casa o en ambos lugares. Y si recae excesivamente sobre el afecto, tendremos problemas de educación (caprichos, infantilismo, berrinches, dependencia exagerada....).
Si el niño percibe que la educación es lo más importante para los padres, esa educación, lejos de acercarlos, se convertirá en una barrera en la relación padres-hijo.
Otro peligro de hacer recaer todo el peso sobre la faceta educativa es que puede llevar al niño a establecer una relación con la ley, las normas, de exterioridad, de control, lo que conllevará la permanente presencia del Otro para hacer que él la cumpla.
Por el contrario, hacer recaer la relación más sobre los lazos afectivos, va a favorecer una interiorización de la ley por parte del niño, al asumir dentro de él las normas que se le han ido transmitiendo, haciendo propia la ley, es decir, convirtiéndola en conciencia.

Lo que el niño es
Lo que el niño es supone tanto un proceso como un estado:
·         En él hay una herencia genética que será el sustrato sobre el que trabaje el significante.
·         El niño no es un puro objeto sobre el que actúan los padres o adultos sino que, desde su constitución como sujeto irá modulando lo que le llega de ellos y, a la vez, influyendo en su modo de tratarlo.
·                  Finalmente será el niño el que se reconozca como tal sujeto y sea entonces él el que asuma o rechace lo que le llega de lo que se produce en la relación con sus padres.

Lo que muestra
Lo que muestra en sus conductas, en sus expresiones afectivas, en sus palabras, en todo lo que resulta visible para los padres y los demás, es lo que el niño produce a partir de lo recibido en la educación y en la relación. En ese lugar se encuadran lo síntomas que el niño pueda generar desde sus conflictos.

Lo que se escapa "x"
Hay una parte importante que nace del niño como pura creación, que va más allá de lo recibido. Eso que crea puede sin embargo guardar relación con sus padres, a través de lo que a sus padres se les escapa a su percepción consciente: es el deseo como algo enigmático que se articula en lo que los padres dicen o hacen al niño, pero que ni ellos mismos son conscientes de estar poniéndolo en juego. Para el niño, que lo puede percibir a través de ciertos índices, se convierte en un enigma.



lunes, 17 de febrero de 2014

Los monos aplauden


Los monos aplauden. Viendo la evolución del ser humano, los monos aplauden. Ellos también han visto la película “El planeta de los simios” y esperan ansiosos a que el enorme amor de los hombres a su especie acabe de una vez con cualquier vestigio del llamado homo sapiens sapiens. Aplauden admirados de nuestro ingenio y esperanzados en que los inventos de destrucción masiva sean definitivamente eficaces. Esperan nuestra muerte como nosotros nos regocijamos en la de nuestros amos: tienen mucho, pueden mucho, pero al final, como los demás, quedarán reducidos a polvo y siendo eternamente iguales, como escribiera Blas de Otero:
“…la muerte siempre presente nos acompaña
 en nuestras cosas más cotidianas
 y al fin nos hace a todos igual”.
Los monos de los zoos también aplauden y ríen porque no están seguros de quiénes están tras los barrotes, si ellos o los seres humanos. Porque los que nos creemos libres nos olvidamos de ver, oír y hablar, siendo ciegos ante el mal, sordos antes los gritos de auxilio y mudos para denunciar las injusticias.
Todas las especies de simios rezan, sin saberlo, a un dios en el que esperan no tener que creer nunca, para que su evolución no sea semejante a la del ser humano. Si acaso que alcance su capacidad de disfrute, tanta pero tan mal aprovechada, pero no su capacidad de hacer daño a otros y hacérselo a sí mismos.
Los monos nos aplauden a nosotros, dinosaurios modernos, orgullosos de nuestro poder, sin saber que somos tan frágiles como lo fueron estos, y por eso aquellos conocen que han de limitarse a esperar su oportunidad, a que llegue su tiempo. Han de reconocer que nuestra especie crece muy deprisa y que, cuando sentimos que somos demasiados, sabemos regularnos eficazmente, bien sea a palos, a tiros o a bombazos, o subiendo los precios de los productos básicos de tal manera que millones de semejantes mueran de hambre sin importarnos lo que, de paso, de la Naturaleza nos llevamos por delante. Tal es así que ya no saben dónde guardarse para sobrevivir el tiempo suficiente para ver alcanzada su oportunidad de sustituirnos como especie.
Pero, ¿y qué nos importa a los que, ahora o dentro de bien poco, nos espera la muerte? Al fin y al cabo eso, el fin de la especie, acaecerá en tiempos de nuestra lejana descendencia, esa que no nos puede importar gran cosa cuando apenas si logramos que nos importe la que nos sucederá inmediatamente. No es que no haya muchas personas a las que les importe lo que ha de pagar el hombre por ser libre o que no estén dispuestas a sacrificarse por dejar en herencia un mundo con futuro. Por supuesto que hay hombres de buena fe, personas que se ocupan de favorecer a otros o buscar remedios para sus males, pero el problema es que no son esos los que rigen nuestro destino, sino aquellos a los que no puede suponerse ninguna buena fe.

Como si fueran de otra especie, los políticos y los especuladores, a la sombra del árbol del poder y el dinero, aplauden también disfrutando de nuestros devaneos con la ignorancia y el mal que nos rodean, con el “a mí no me va a pasar”, seguros de que ellos serán los que siempre nos sobrevivan, ocurra lo que ocurra en el mundo. E incluso, que si hemos de huir a otro planeta, ellos serán los que ocupen las únicas plazas disponibles.

Emoción y lenguaje


No hay palabra que no cause una emoción: que alguien te pida ayuda, te convoque a la lucha, te denigre, te declare su amor…, en todos los casos aparecerá una emoción producida por esas palabras. Pero, aunque no sean emitidas por nadie, basta que uno piense o fantasee con algo para que se produzca también una emoción. Cuando se habla de racionalizar, ese intento de dejar fuera las emociones, lo único que se hace es controlar la expresión de la emoción, pero está tan presente como cuando se pronuncia cualquier palabra.
A lo largo del tiempo se ha buscado la localización cerebral para las emociones y sus enlaces o relaciones con otras áreas, al tiempo que trataba de separarse o aunarse, según los autores, pensamiento – lenguaje- y emoción.
Nada de lo que causa emoción escapa al dominio de las palabras, del lenguaje, si se quiere ser más exacto. Una caricia –algo en sí mismo no simbólico, pero que nace como conducta derivada de la capacidad de expresión simbólica del hombre- produce emoción en la medida en que es interpretada como deseo, como amor, como cercanía, o de cualquier otra manera de presencia humana. Porque, y eso es importante, no siempre es recibida como placentera: a veces, en sujetos que han sufrido, por ejemplo, privación de contacto y afecto en la infancia, se puede convertir en una sensación dolorosa, que el sujeto tiende a esquivar o rechazar.
Lo que escapa al dominio del lenguaje es la propia expresión de la emoción, el modo en que el cuerpo manifiesta lo que recibe de ese signo primordial de humanidad que es el lenguaje. Que alguien tiemble, se le erice el vello, le recorra el placer toda su piel, tenga ganas de llorar o de reír, todo eso es efecto de la emoción. Es ese modo de expresión lo que se escapa al dominio de lo simbólico para hacerse recorrido nervioso o eléctrico, para alterar, zarandear, ahogar o transformar alguna función o algún órgano de nuestro cuerpo de un modo misterioso.
Una emoción que aparece con una intensidad absolutamente sorprendente, desconcertante y desbordante es la de lo siniestro. Es la emoción, que ha sido planteada a veces como el límite, si no el reverso, de lo bello, que logra penetrar en lo más oscuro y recóndito de nuestro ser, atravesar cualquier máscara, cualquier recreación novelada de nuestra memoria, para llevarnos a lo que nunca logramos arrancar de nosotros por más que lo deseáramos. Hay una escena en “El orfanato”, cuando la protagonista está intentando entrar en el baño y aparece detrás el niño con la cabeza cubierta, en el que se produce esa emoción de un modo inexplicable, pero que podemos asegurar que no es ajena a algún reconocimiento, a algún reencuentro nuestro con algo que nos es familiar, algo de nuestra memoria, algo por tanto simbólico, pero en su encuentro con lo más real de nosotros mismos.
Freud tiene un ensayo precioso sobre lo siniestro que, más allá de que consiga o no tu acuerdo con sus planteamientos, te sumerge, con su forma de escribirlo, en la propia emoción de lo siniestro.


En las consultas de los psicólogos se observan los efectos de las emociones antiguas, guardadas en nuestra memoria hasta que son convocadas por alguna del presente, bajo el modo de síntomas, nunca resueltas ni disueltas porque no hubo ni ha habido una repuesta a los actos y palabras que las causaron. Es interesante señalar la concurrencia de actos y palabras porque, si alguien recuerda la película de “El príncipe de las mareas”, lo que causa destrozos en la hermana del protagonista no es tanto la violación sufrida, que también, sino la orden de la madre: “no ha ocurrido nada” con la que pretende silenciar, incluso borrar, lo que han sufrido todos ellos. Esa orden lleva a la hija a estar siempre al borde de borrarse definitivamente mediante el suicidio. Esa experiencia es común a mujeres que han sufrido abusos que sus madres u otros familiares han silenciado a pesar de conocerlos. Ese silencio, que supone un pacto con el agresor, es más destructivo que el propio acto del abuso.

jueves, 13 de febrero de 2014

La devoción y admiración por el abusador


En varios casos clínicos, después de bastante tiempo, se produce la declaración por parte de la persona que ha sido abusada de su admiración y devoción secretas hacia su abusador (especialmente cuando el abuso se ha prolongado mucho en el tiempo). Esto lleva a la siguiente pregunta: ¿cómo reacciona el sujeto ante el dolor, ante el horror que le produce el mal que el otro ejerce sobre él?
Uno de los temores fundamentales de las personas que han sido abusadas es convertirse en un monstruo idéntico al que abusó de ellas. En su vida interfiere así constantemente tanto el atisbo de un goce similar al que vivió con el abusador, como el temor a buscarlo en otros de forma similar a como lo sufrió. Por eso, muchas veces el mecanismo de defensa frente a la invasión en su vida de lo vivido en el abuso es dignificar al abusador llevándolo a un lugar similar al que aquél les vendió: el de admirarlo y venerarlo porque fue él quien realmente las amó, admiró y cuidó mientras duró el abuso.
Elevar al abusador a ese lugar es el modo de alejar la idea de monstruo (utilizo este término –no se me ocurre otro- para definir a quien se salta la ley y goza haciendo daño a alguien indefenso) que realmente fue, porque así, al tiempo, podrá alejar la idea temida de serlo igualmente.
Es llamativo que, en la Historia, muchos seguidores de auténticos generadores de horror y muerte lo hayan sido negando el lado monstruoso de esos sujetos: es, por ejemplo, el caso del nazismo, llevado al extremo en los neonazis que llegan a negar el holocausto –lo que ha tenido que ser legislado como delito en varios países-, pero que ya lo hicieron en su tiempo muchos de los alemanes que convivieron con el nazismo. Lo mismo se podría decir de cuantos dictadores han maltratado al mundo, o, en la época actual, de aquellos a los que, cometiendo cuantas injusticias y delitos pueden, se les eleva al lugar del poder o del reconocimiento social.
Se idealiza al dictador o líder, se abraza su ideal como algo excelso y salvador, y se hace todo ello negando o cerrando los ojos al mal y horror más ignominiosos. Ninguno se siente monstruo a su vez, e imaginan que se librarán así de ser objeto del mismo. No es extraño que los ideales más grandes que creyeron forjarse (cristianismo, nazismo y comunismo especialmente) hayan sido la fuente de la comisión de los mayores horrores, y que se haya salvado sistemáticamente a sus líderes, y al propio ideal, aunque fuera a consta de negar su capacidad de generar tales males.
La relación particular con la ley del abusador o maltratador, yendo más allá en la violación de la misma de lo que ningún otro ser humano es capaz, es lo que hace tan admirable al abusador, maltratador, dictador,... Para ellos, esa ley no es límite suficiente, y no existe nada que los detenga a la hora de hacer reales sus fantasías más oscuras, esas que, cuando se dan en cualquier otro ser humano, quedan siempre escondidas en ese lugar de nuestra mente que, en esos momentos, desea acercarse al modo de goce que obtienen los que las hacen reales.

Es asombroso ver cómo hasta determinados objetos, en principio totalmente neutros, que estuvieron presentes de una forma especial mientras se sufría el abuso, se convierten en objetos intocables o su presencia es insoportable por estar cargados del goce del que hacía gala el abusador y que para la persona abusada vuelven a hacer presente la amenaza de dolor, de sometimiento, o de anulación subjetiva. Son así el recordatorio del lado dañino, la impugnación más eficaz a ese mecanismo de defensa que lleva a admirar al abusador.

jueves, 6 de febrero de 2014

Los límites del poder


Retorno sin parar al comentario sobre el comportamiento de las personas que tienen poder o han accedido a él a través de la política porque cada día se ven más muestras de su impunidad y de su desprecio a la justicia, hasta al punto de ir deshaciéndose de los jueces que pretender ser auténticos representantes de la ley, pero esta vez pretendo hacerlo desde un punto de vista distinto: centrarme en buscar lo que de semejante, común, tienen los que ostentan ese poder con el resto de los mortales, con cada uno de nosotros. Me explico, habría que plantearse si, por alguna razón psicológica propia del ser humano, cualquiera que accede a un puesto de poder no termina haciendo un uso abusivo del mismo o bien enriqueciéndose gracias a él (no creo necesario referirme a los que hacen uso y no abuso del poder, los que lo ejercen dentro de los límites que la ley impone, porque no se trata de ellos). Pensemos en lo que ocurre a muchísimas personas cuando acceden a algo tan simple como ser el presidente de la comunidad de vecinos, el encargado de una pequeña empresa o el entrenador de un equipo de fútbol. Todos percibimos que hay una transformación más o menos significativa en esa persona, que, de repente, se atribuye poderes o derechos hacia los que antes nunca había mostrado excesivo interés por poseerlos. No creo que haya ningún ser humano, salvando las honrosas excepciones, que cuando accede al poder, no sea transformado por éste. Y lo peor es que, no solamente es ha transformado subjetivamente, sino que, generalmente, no tiene conciencia de estar actuando del modo en que todos los demás percibimos claramente lo hace. No digo que algunos no tengan una conciencia bastante perversa de cómo manipulan, explotan o gobiernan caprichosamente, pero otros muchos creen estar realizando su misión o trabajo de una manera íntegra y coherente. Esa división entre las teorías, las ideologías, las creencias, todo el saber que uno puede tener sobre lo que es íntegro y justo para el ser humano va muchas veces paralelo a un comportamiento que no tiene nada que ver con esas teorías o creencias. Pero, ¿por qué psicológicamente, o desde el punto de vista psicológico, el ser humano es transformado cuando accede a un lugar determinado, en el que prima el poder disponer del tiempo, del dinero, del trabajo o de cualquier otro aspecto susceptible de ser manipulado en otro ser humano? No se puede pensar que todas esas personas, previamente, no hayan sido personas con buenas intenciones, con anhelos de hacer las cosas bien, de favorecer a sus conciudadanos o de ser íntegros moralmente. No, la cuestión es que, a pesar de ser así, el ser humano, al llegar a ese lugar del poder, es transformado, transformado por el propio hecho de ocupar ese lugar. En la historia de nuestro país, son famosos los ejemplos de ciertos validos del rey que, partiendo a veces de posiciones muy humildes, cuando llegaban al lugar del poder, lo ejercían con mayor prepotencia y capricho que lo hubiera hecho el propio rey. Entonces, insisto, ¿qué nos hace transformarnos de tal modo? Por una parte, es que el poder coloca al sujeto en una relación a la ley donde parecería que uno es capaz de ser quien la dicta y no ser afectado por la misma (si no, miremos hoy la conducta de los jueces, o de sus órganos de poder, ante los procedimientos contra políticos u hombres ricos). Por otra, se encuentra inmediatamente con numerosas personas que se colocan ante él en una posición de sometimiento tal, que prácticamente lo exigen convertirse en un amo que responda a esas expectativas (no habría amos si no hubiera personas deseosas de convertirse en esclavos). Tal vez tenga también que ver con el peso que toman ciertos significantes, ciertas representaciones, que el ser humano ha acuñado y a los que inmediatamente les atribuye unas características, comportamiento o prebendas asociadas, como ocurre, por ejemplo, con significantes corrientes en nuestra sociedad: rey, presidente, ministro, juez, director, etcétera. Es como si al ser nombrado, puesto bajo el influjo de esos significantes, inmediatamente, todo nuestro psiquismo se reestructurara de acuerdo a ellos y determinaran modos de comportamiento, pero incluso formas de pensar, que nos muestras otros de lo que éramos antes a los ojos de cualquiera que nos haya conocido previamente.
Si cualquiera puede verse atrapado en esos mecanismos misteriosos de la mente, necesariamente ha de intervenir una fuerza, por llamarla de algún modo, que nos arrastra y ata irremediablemente a esos comportamientos: esa fuerza es el goce. El goce en el sentido de eso que escapa al orden del placer regulado por la ley, con límites, para adentrarnos en deseos, pulsiones, anhelos, ambiciones… para los que no existe límite (de ahí que observemos que las personas colocadas en ese lugar de poder pierden el pudor y la vergüenza, pero también la cautela y la mesura).
Que trate de dar una explicación psicológica a lo que ocurre habitualmente cuando se accede al poder, no quiere decir que eso justifica a los que lo detentan en este momento. Y que diga que, hipotéticamente, cualquier ser humano podría verse afectado por ese lugar, no quiere decir que no haya posiciones personales ante la ley que hacen que muchas personas sean  íntegras. Y, en todo caso, hay una diferencia esencial entre los que habitualmente tienen el poder y el dinero y nosotros: lo suyo es un hecho y lo nuestro una simple hipótesis. Y en los juzgados no se juzgan hipótesis, sino hechos, por lo cual estamos totalmente legitimados a denunciar a cuantos cometen abusos cuando alcanzan el poder.

Como ejemplo, aunque literario ( y no por eso menos auténtico a la hora de iluminar lo que se puede dar a ver de lo más propiamente humano), de lo que intento transmitir acerca de lo que a cualquiera nos puede subjetivamente transformar, voy a aludir a una obra que es bien conocida. No quiero caer en eso de ser yo quien dé valor a una obra con mi reconocimiento o con mis alabanzas, porque creo que, cualquiera que la lea, percibirá lo mismo que yo. Ante las personas que me son cercanas, he nombrado muchas veces la obra de Vasili Grossman, “Vida y destino”, como la novela que, para mí, se sitúa en las cotas más altas de la literatura, quizás cercana a El Quijote, al menos desde el punto de vista de la capacidad de describir y hacer entender el comportamiento psicológico humano –digo comportamiento psicológico porque no me refiero sólo a las conductas visibles sino también a los procesos mentales internos-. Grossman realiza en su novela un estudio sobre el comportamiento, tanto en el amor como en el horror, en la alienación, o en la determinación de cualquier ser humano por las relaciones al poder, a través de un personaje, un científico, que lucha desesperadamente por ser coherente, por no someterse, por no ser indigno ni miserable, pero que, finalmente, se ve atrapado en una situación que lo conduce a comportarse del mismo modo que lleva años luchando por evitar. Si se quieren ver descritos de un modo más que lúcido las versiones dispares del comportamiento humano, desde la coherencia, la integridad, el amor, hasta el sometimiento, el odio, la incoherencia, el abuso de poder, la anulación ante el horror y la muerte, no hay más que seguir sus páginas. Creo que podría ser considerado un tratado de psicología con todo merecimiento.
¿Se trata entonces de estar indignándose permanentemente contra los políticos, los poderosos porque acumulan bienes e imponen sin consideración su poder a los demás, explotan, alienan? Habría que tener en cuenta, como trataba de mostrar antes, que eso, a pequeña escala, está en cada uno de nosotros, que nosotros también pretendemos acumular,  explotar, luchar por nuestros intereses sin tener en cuenta qué ocurre a los demás más allá de nuestra puerta. Si internacionalmente hubiera una forma de poner límites a la especulación, a la acumulación de dinero sin fin, a las ganancias que se obtienen a costa del hambre de muchísima gente, las cosas serían totalmente distintas. Pero para que eso llegara haría falta empezar por hacer que los límites funcionaran en la vida de cada cual. El rico no tiene límites, quizás porque nació en un entorno donde ya tenía las posibilidades de acumular bienes y llega un momento que ya no sabe disfrutar de otra cosa que de la propia acumulación, de la propia sensación de poder, de la propia sensación de lujo, aunque sea lo más ridículo de este mundo. Igual puede suceder al que nace en ámbitos de poder o llega a ellos mediante la política.
Si lo miramos en otro orden de cosas, en el orden moral, tampoco hay límites en la mayoría de la población. Incluso la religión, que se ha propuesto como modelo moral a través de la historia, ha intentado imponer, sin tener en cuenta qué efectos producía en los otros, sin tener en cuenta las barbaridades que podían llegar a cometerse para imponer lo que consideraban válido, saltando siempre sobre las convicciones o criterios de los demás.

Lo que intento decir es que no nos escandalicemos e indignemos tanto con el comportamiento ajeno porque nosotros, si ocupáramos su lugar, no podríamos estar muy seguros de no comportarnos de modo muy parecido. Eso no significa que haya que conformarse, dejar de denunciar las injusticias  y luchar contra los abusos del poder, porque esas conductas son muestras de libertad, sino que, para poder hacerlo sin proponer una vuelta de tortilla, hay que empezar por revisar las propias posiciones personales cuando uno se ve con algún poder en sus manos (aunque sólo sea ante sus hijos o sus alumnos o sus feligreses) y, sobre todo, cuando se comporta de modo servil, dependiente, alienado, porque esas son los comportamientos que alimentan a los amos e indican a qué pretendería esa persona llevar a los demás si alcanzara el poder.
El verdadero límite contra los abusos ha de ser la Justicia, y si hoy abunda el ejercicio caprichoso del poder es porque incluso los representantes de ese cuerpo están mostrando estar más cerca de la alianza o el sometimiento al poder que del afán de hacer que la ley se imponga a todos por igual (no hay más que ver el comportamiento del fiscal encargado del caso de la infanta Cristina).
Todo esto no es ajeno a la psicología clínica, a los tratamientos o terapias: lo que se busca con cada paciente es que se libere de las identificaciones, es decir, de los sometimientos a imágenes que lo han hecho ya en su momento transformarse de acuerdo a lo que recibía de padres u otras figuras relevantes o a significantes que, en este caso, les conviene el apelativo de “amos”: podemos pensar a esas imágenes y a esos significantes amos como una especie de encofrados que lo han modelado y fijado a rasgos de comportamiento tomados de esos personajes relevantes de su historia, lo que se manifiesta en repeticiones sin fin o en enganche a  goces que lo condenan sin parar. A este punto, al goce, apunta la otra parte fundamental de una intervención psicológica, de la labor de un psicólogo que no busque proponerse como modelo –lo que es una propuesta de identificación- para someter aún más al sujeto: separar al sujeto de esos goces que son sus mayores ataduras en la vida y de las que, de no liberarse, nunca podrá hacer una elección del todo libre.