Hoy que se intenta controlar hasta el hecho
mismo de manifestarse, me parece oportuno reflexionar sobre ese modo de
expresión.
Tal y como están articuladas hoy
día las relaciones de poder y servidumbre, es muchas veces triste ver que el
único recurso que queda para luchar contra la injusticia sea manifestarse.
ETA mataba –espero que nunca más
en presente- y nosotros no manifestamos; los integristas islámicos matan y
nosotros nos manifestamos; los políticos roban o cambian las leyes a capricho,
para beneficio de los privilegiados y oprobio de los trabajadores –se privatiza
la sanidad, se pervierte la educación, se roba legalmente el dinero de muchos
ahorradores o se abusa en las cláusulas de las hipotecas- y nosotros nos
manifestamos.
En el caso de los poderes
legales, parecería que el poder –más allá del gobierno que no es más que su
guiñol- se previniera contra esas manifestaciones, pero en realidad las
provocan y acomodan a su antojo. Porque saben que, después de la manifestación,
todo podrá seguir como estaba.
En el caso de los poderes del
terror, ¿a qué terrorista le va a importar ni lo más mínimo que nos manifestemos?
Al contrario, será el signo de su victoria: que tantos se manifiesten será signo
de que les ha dolido a muchos, y eso es lo que ellos buscaban.
Esas manifestaciones colectivas
son algo similar a las manifestaciones sintomáticas, en lo individual, en
medicina o psicología: hablan del triunfo del mal, aunque también de su
denuncia, lo que sirve para luchar contra él. Es llamativo que en los tratamientos psiquiátricos,
haciendo un símil con la necesidad del actual gobierno de controlar el derecho
de manifestación, se lleve a cabo algo análogo: al sujeto se lo atiborra de
medicación para que sus síntomas dejen de ser visibles a los demás –no para
solucionar nada al sujeto-. Al menos la psicología pretende acoger esos
síntomas y dar una respuesta a lo que el sujeto muestra de su sufrimiento en
ellos. En este caso, esas manifestaciones obran a favor del sujeto. Sólo
que en el caso de los políticos esa denuncia es en la mayoría de los casos
estéril porque el mal que la provoca ha sido causado con el mayor de los
cálculos.
La proliferación de bienes
inútiles, aunque en algunos casos sean muy costosos y se disfracen de
necesarios (pisos y pisos, móviles y móviles, coches y coches, maquinitas y
maquinitas,…), signo todos ellos de la forma en que el poder del dinero nos
controla y somete a todos, es uno de los medios principales para ese fin.
Proliferan los objetos que imaginariamente señalan el progreso de lo social
–internet y sus redes sociales- y de
la ciencia que las posibilita, pero sólo conducen a una obturación del
encuentro auténticamente humano, del saber propio, del afán de libertad, del
deseo de cambio a través de esos objetos inútiles e imprescindibles (aquí llegamos los psicólogos para añadir síndromes
y adicciones nuevas sin fin: a estar sin móvil, a guasappear (guasearse es lo que hacen quienes producen todos esos
objetos), a ver televisión sin límite, a chatear, a mirar sin parar
facebook,.,..), adicción a poner títulos, que lo único que hace es ratificar lo
imprescindible que se supone son esos objetos.
Entonces, ¿no sirve de nada
manifestarse? Sí, claro que sí. Para dar a ver que aún tenemos sentido de la
justicia, que el miedo nos une, que sabemos que no moveremos ni un ápice al
poder real (aunque a veces se mueva a un gobierno, al que, de todos modos,
nunca se le piden responsabilidades por el mal hecho). Ha habido ocasiones,
como ocurrió tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en que casi el país
entero se lanzó a la calle, en que se ha producido un cambio, no tanto en los
terroristas –aunque creo que también esos servidores del terror sintieron de
pronto el miedo- como en la conciencia común para no seguir tolerando vivir
bajo ese miedo ni tolerar o justificar a los que arropaban socialmente a los
que lo provocaban.
Pero, en general, ¿cuándo una
manifestación como las habidas por la defensa de la Sanidad pública en la
comunidad de Madrid ha hecho cambiar los planes del gobierno?, ¿cuándo han
cedido los terroristas de todo signo por nuestro dolor e indignación?,… Si es
lo que buscan: dejar que todo se diluya en el cansancio del grito estéril o en
la demanda cuya prescripción estaba asegurada de antemano. ¿Cuándo tras una
huelga –otro modo más radical de manifestación, porque en este caso llega a
faltar el pan- ha cedido el gobierno o una empresa? Nunca, si acaso ha hecho
algunas concesiones.
Quienes se manifiestan no
consiguen lo que, a través de las manifestaciones, piden en justicia porque,
para el resto de los que componemos la muchedumbre de los potenciales
manifestantes, eso no forma parte de nuestros problemas, y por eso no movemos
un dedo a su favor: en ese caso su dolor no es el nuestro, su miedo no es el
que nos atenaza, su sufrimiento por la injusticia no nos ha alcanzado todavía.
Cuando es el nuestro y acudimos se le da ese nombre vomitivo de solidaridad (en nuestra lengua se define
como “adhesión circunstancial a la causa o a la
empresa de otros”). Dice Vázquez Montalbán en “El estrangulador de
Boston” que la psicología o el psicoanálisis están al servicio de poner
cataplasmas a los perjudicados de un sistema que ellos mismos sostienen (no es
una cita literal). Es decir, el sistema tiene sus propios mecanismos para hacer
bajar la presión cuando alcanza cierto nivel, y uno de ellos son las
manifestaciones.
En esa solidaridad, nos
manifestamos cuando una mujer muere a manos de un macho presa él mismo del
machismo. Los hombres, porque temen convertirse en ese macho asesino, y las
mujeres, porque no están seguras de no ser el objetivo de tal acto en el
futuro. Por eso mismo, nadie se manifiesta por el obrero muerto al caer del
andamio o por el que sufre un accidente de tráfico (no creemos que tales
hombres sean merecedores de nuestra solidaridad ni creemos ser las posibles
víctimas de alguno de ellos). Y además, ¿contra quién protestar?, ¿contra el Hacedor de accidentes?
Algunas pequeñas muestras se ven,
pero pequeñas, de manifestaciones contra los que engordamos mientras otros
mueren de hambre, o contra los que fabricamos y vendemos las armas con las que
matan a todo el que no se somete a dictadores, a guerrillas salvadoras de nadie
o a gobiernos generadores de terror e injusticias. Y es que la solidaridad no
nos alcanza con los que mueren a más de mil kilómetros de nosotros, con los que
sufren por causas que no creemos nos vayan a alcanzar a nosotros o con las
víctimas de la defensa de nuestros propios privilegios.
Manifestarse no se aleja de
lamentarse porque se produce siempre tras recibir los palos: no nos
manifestamos contra el crecimiento abusivo e improductivo de la construcción de
viviendas, ni contra la multiplicación de los presupuestos de obras públicas,
ni contra los pagos millonarios a un cantante o infante,…
Hoy se considera aumentada nuestra capacidad
de protesta y de lazo social a través de las “redes sociales” -o
¿insociables?-. En ellas predomina el afán de exhibir una vida imaginaria que
no tiene su apoyo en una vida real, como, por ejemplo, las declaraciones
absurdas de amor o proclamar que se tiene setecientos amigos en Facebook, tan
reales como el amor dado a ver de esa forma. En otros casos, sobre todo algunos
hombres, se muestra en su Facebook un
plantel de mujeres, tías buenas, con
las que tiene una relación tan imaginaria como los setecientos amigos de la
adolescente. Que haya personas que hacen un uso normal de esas redes sociales
no quiere decir que para muchos otros no sea sino un lugar donde exhibir una
vida supuestamente rica, es decir, sus carencias, y dejar ver que, en realidad,
no tienen vida para vivirla. Más que
hacer lazo social, esas redes diluyen los lazos sociales aparentando darles
consistencia con el elevado número de personas que participan en ellos. Lo
mismo ocurre con lo que incluyen de protesta: se va diluyendo a medida que se
extiende por la red y no porque no tenga la potencialidad de hacer que millones
de personas se movilicen a la vez, sino porque, en el anonimato y en un sillón,
nadie es convocado de verdad.
No obstante, tanto en los lazos creados a
través de internet como en las manifestaciones se mantiene un anhelo de estar
con los otros, con todos los otros, y de creer en el triunfo de la justicia que,
aunque sólo sea por eso, merece la pena que se sigan produciendo.