A nuestro alcance no quiere decir con la que nos
tenemos que conformar, sino la única que no supone la alienación -el
sometimiento- a una idea, a un consejo,
a una guía, en definitiva, a un saber ajeno.
Mucha gente ha buscado la felicidad fuera de su vida
cotidiana, lo más lejos posible de su historia y construcción personal,
creyendo en promesas de algún gurú, en guías inspirados por Dios, en libros
basados en la psicología de cuánto sé yo,
o en imperativos de optimismo y pensamiento positivo que siempre dejan la
cabeza caliente y el corazón helado.
Otros lo buscan en viajes fantásticos, en aventuras
miles, en la acumulación de dinero, y algunos, los mejor fundamentados, en
encontrar el amor de su vida. Pero ni siquiera el amor que suele tener ese
efecto de felicidad en el primer chispazo, en el deslumbramiento, en el “todo
es perfecto” que parece curar todos los males es suficiente para alcanzar la
felicidad, porque dura lo que tarda el amor en poner a prueba la aceptación de
las manchas del otro, la tolerancia en lo que se descubre ser muy distinto de
lo imaginado o visto en los primeros momentos, y la capacidad de responder a
las demandas del otro sin considerarlas excesivas o agobiantes.
Lo mismo ocurre con quien se aferra a ideales
religiosos, políticos o sociales para alcanzar su felicidad: ésta le dura lo
que demora en darse cuenta de que no puede estar colgado de ello sin un alto
pago –que acaba por ahogar la felicidad que se creyó encontrada-, o que,
finalmente, tendrá que poner todo el entusiasmo de su parte si quiere seguir
creyendo en esos débiles armazones de la felicidad anhelada.
Lo que parece costar entender es que la felicidad es
fundamentalmente resultado del modo en que enfrentamos nuestra vida cotidiana,
de la fortaleza de nuestras ganas, de nuestro deseo, para hacernos ir más allá
de los zarandeos –a veces muy crueles- de la vida, más allá de nuestras
miserias personales e incluso materiales.
Cualquier relación personal, amorosa o familiar,
cualquier obligación laboral o académica puede convertirse en nuestra losa o en
nuestro plinto hacia una felicidad que ya contiene su propio límite -si no es
una pura ilusión-. Quiero decir que la felicidad fluctúa siempre entre su
posible caída y su fortalecimiento; eso cada día.
No, no hay fórmulas mágicas de la felicidad. Ésta se
atrapa en el devenir de lo cotidiano (si se busca en lo extraordinario apenas
durará fugaces instantes), cuando lo cotidiano da espacio para el amor y el
deseo, a pesar o más allá de la rutina, o incluso se obtiene en la propia
rutina, en las faltas, en las carencias,… o en la abundancia.
Si un tratamiento psicológico ayuda en algo es
porque, primero, elimina los obstáculos surgidos ante la felicidad –síntomas-
y, segundo, porque ayuda a romper con las dependencias, con la necesidad de
hacer recaer el peso de la propia felicidad en el otro.
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