El fervor con el que seguimos
series, vemos películas o, siendo niños, escuchamos cuentos, me lleva a
plantearme por qué esas construcciones imaginarias son tan atrayentes, tan
conmovedoras, o nos hacen reír o llorar tanto como los acontecimientos reales.
Es verdad que todo lo real en el ser humano pasa por el filtro del lenguaje y
nos lo convierte ya en algo con un cierto carácter de ficción, pero el tiempo,
aunque relativo, siempre nos enfrenta a lo más real, que es eso tan
incomprensible, tan increíble: que todos tenemos una fecha de caducidad.
Creo que es la dimensión del
tiempo la que hace especialmente atractivas todas esas creaciones imaginarias,
porque introduce un engaño fundamental al permitir que falten los tiempos
intermedios (esos de los que se prescinde en la películas o cuentos), los que,
sin embargo, marcan la vida real (por ejemplo, los destinados a comer, a ir al
baño; los que muestran la duración y dureza de los viajes, o lo cruel del frío cuando
se atraviesa una montaña o se está en invierno en medio de una batalla; los que
hacen interminables los momentos en que se siente la sed y el calor en el desierto;
o los que nos parecen alargarse en exceso cuando nos enfrentamos a lo que nos
causa miedo; o en los, muchas veces aburridos, momentos destinados a las tareas
cotidianas). En el cine o en el teatro y, en menor medida en los libros, todos
esos tiempos se saltan o condensan sin necesidad de justificarlo; o hacen que
dolores, penas, muertes, cansancio, desesperanzas u horrores sean mostrados en
apenas un instante. Cualquier situación, por dura que sea, nos es presentada en
apenas dos horas, o en doscientas páginas de un libro, manteniendo la ilusión
de que se está desarrollando durante días o años. El sufrimiento dura poco y
una escena de amor que parece muy intensa apenas dura tres minutos (en la vida
real, tres minutos no dan para nada).
En nuestro psiquismo, las
fantasías y los sueños realizan la misma función: te hacen héroe en minutos, y
vives aventuras, peligros y muerte sin temor, casi alegremente, o conquistas el
amor en apenas un instante. Antiguamente, los relatos tenían el mismo efecto:
hacer vivir o revivir en breve tiempo lo que había supuesto días y días de
luchas y penurias. Supongo que cuando nuestros ancestros pudieron contar la
aventura de una caza en apenas diez minutos, al calor de la hoguera, obviando
el tiempo real que estuvieron cazando, se realizó el encuentro con un modo de disfrute
impensable poco antes para su ser animal. Y se había llegado a él por el oscuro
milagro de los efectos de las palabras, y de las imágenes que lograban evocar,
tanto en el que narraba como en los que escuchaban, lo sucedido en lo real.
Después vendrían los añadidos fantasiosos a lo vivido realmente, o descubrir el
misterio y el miedo a lo desconocido a través de lo que una mente era capaz de
inventar.
Es esa cualidad, de las distintas
formas de creación, de poder condensar el tiempo la que las hace tan atractivas,
aunque, por supuesto, hay otras muchas cualidades que las hacen tan llamativas
o sugestivas, como la agilidad narrativa, la generación de novedosas estéticas
y de posturas éticas cautivantes, o la heroicidad en el amor, en la lucha por
ideales o en la capacidad de sufrimiento de los distintos personajes. Por ese
juego engañoso del tiempo, las heroicidades parecen posibles para cualquiera;
los amores grandiosos, algo que se puede vivir sin dificultades; el horror,
soportable; y la lucha por el bien o la justicia, al alcance de nuestros pobres
afanes. Es esa dimensión del tiempo también la que se elude en las paradojas de
Zenón, como la de Aquiles y la tortuga, o la que plantea la imposibilidad de
que la flecha alcance la diana: ignorar la presencia del tiempo, como si solo existiesen
las distancias, ha hecho devanarse los sesos a mucha gente tratando de
solucionar lo evidente.
Gracias al lenguaje, nuestra
mente es transformada por el amor o el odio, productos simbólicos, pero con
efectos imaginarios y reales incalculables, como es llevada a sentir con la
misma intensidad, si no mayor, que el hambre o el calor, goces generados por la
combinación de las palabras en todas esas producciones que nombraba: relatos,
cuentos, novelas, cine, o lo que se plasma a través de imágenes, como los
cuadros o fotografías.
Y es que todos esos modos
creativos nos alivian porque parecen lograr curvar de tal manera la línea del
tiempo que parece que vayamos a poder esquivar la que está zurcida a nuestras
particulares vidas, como ese hilo que tejió Ariadna para ayudar a Teseo a salir
del laberinto, pero que, sobre todo, fue el hilo que guio el amor de Dionisos
para atravesar el Hades y arrancarla de la muerte, burlando así a las Moiras, las
tejedoras del destino. Sería bonito que pudiéramos engañar a la Parca con el
amor y derrotar a la vez a ese tiempo que nos cierra caprichosamente las
puertas.