domingo, 20 de abril de 2014

Las nuevas tendencias en la atención o intervención psicológica


Es muchas veces difícil decidir si la evolución en los tratamientos psicológicos incide ante todo en la forma y poco en el fondo, e incluso desvirtuando éste. Las nuevas tendencias tratan de hacer recaer el peso de la intervención psicológica sobre la relación terapéutica, considerando que ésta consiste en la empatía, el altruismo, la comprensión, la autenticidad…, lo que llaman las habilidades del terapeuta (y tratando de ignorar todas las implicaciones que en la relación terapéutica tiene la noción de transferencia). Y es que, hoy en día, parece que todo depende de las habilidades que tengas (para ser padre, para relacionarte socialmente, para ser psicólogo…), sin entender que dichas habilidades están cargadas, en su mayor parte, más de ideologías, de creencias, de empeños de imponer nuestra forma de entender al ser humano, que de saber auténtico. Si todo dependiera de habilidades, no habría más que montar una escuela para cada aspecto humano y todos felices. No es que no se pueda reconocer cierto valor a la adquisición de habilidades para ciertos aspectos de la vida, pero los esenciales (el amor, la integridad, la libertad…) dependen de cuestiones subjetivas mucho más radicales y no susceptibles de educación, o muy parcialmente dependientes del aprendizaje.
Pero esa postura es absolutamente coherente si se la compara con la patologización de cualquier manifestación humana gracias a la psiquiatría y a los diferentes DSM-x que han ido nombrando como enfermedad cada respuesta de un ser humano a situaciones vitales y proponer como remedio el correspondiente medicamento –que nunca han curado nada-. O sus explicaciones circulares tipo “el niño no atiende en clase porque tiene déficit de atención y tiene déficit de atención porque no atiende en clase” o solemnes tonterías como “tiene adicción a internet porque se pasa el día conectado y se pasa el día conectado porque tiene una adicción”.
Mientras el psicólogo sea respetuoso y esté comprometido, éticamente comprometido, con la curación de su paciente, cobra muy poca relevancia que sea empático, simpático o un  cardo borriquero. Los psicólogos no han de padecer con, ni sufrir con, todo lo contrario: si quieren ser objetivos y atender adecuadamente a su paciente no pueden estar atrapados en el sufrimiento de éste y aún menos en su goce.

Nuestra forma de entender la intervención psicológica supone entender la relación con el paciente desde el objetivo de resolver sus conflictos y síntomas. Porque, puede ser muy humanitario comprender al paciente, ser empático con él, pero lo que nos mueve es la pasión por entender el problema que lo está haciendo sufrir y resolverlo, no pasarle la mano por el lomo; trabajar y penetrar en la significación de sus síntomas, aunque eso pueda suponer  generar en el momento malestar e incluso dolor.
Poniendo un ejemplo lejano a la psicología, si yo voy a arreglar mi coche siempre pido al mecánico que lo arregle entendiendo los mecanismos que han fallado, resolviendo lo que ha sido la causa de la avería, no sólo las consecuencias de las mismas. Y siempre quiero que lo haga como tal mecánico, no que, según su manera de entender la mecánica, unas veces arregle desmontando el motor, otras se haga ayudar de un gurú que convoque los espíritus para arreglarlo, y otras llame a alguien muy comprensivo, cariñoso, generoso, altruista, que acaricie mi coche con amor y lo recite mantras (tipo los de la llamada psicología positiva) para relajarlo. Es decir, que cada cual en su oficio, si bien no le estorba un nivel de empatía con el semejante, depende para su buen hacer fundamentalmente del saber que tenga sobre ese oficio,  y lo que se le pide es que lo aplique con coherencia.
Nosotros trabajamos con una teoría que trata de establecer los fundamentos de cómo se constituye el sujeto, cómo se construyen los síntomas y cómo hay que afrontar su resolución, y eso ha de estar por encima de todas las características personales del psicólogo, de si es más o menos empático, o si es o no muy comprensivo (por no entrar en que todos esos términos remiten a formas de entender su significado totalmente distintas en cada persona). Es decir, creemos que lo que importa es su formación, su saber, la pasión por su trabajo, más que otros aspectos que, estén o no, ni favorecen ni entorpecen especialmente el proceso terapéutico.
Tampoco pretendemos ser nosotros las efigies inalterables ni las esfinges a descifrar por el paciente para evitar que nos lo comamos si no resuelve bien nuestro enigma –como Edipo ante la esfinge de Tebas-; no, para nosotros la esfinge es él y nosotros somos los que hemos de resolver el enigma de sus padecimientos, y no para acostarnos con él o ella como premio –también esto forma parte de las nuevas teorías sobre la utilización de la seducción en la terapia, sobre todo cuando, siendo hombre el terapeuta, se trata de bellas mujeres (no me lo invento: aparece en algunas páginas de psicólogos en internet)- , sino para permitirle liberarse de nuestra presencia para siempre, dejándonos la escoria y llevándose el mineral libre de impurezas –impedimentos, trabas, dependencias, alienaciones,...

Algunos confunden “enigma” –algo a descifrar, que muchas veces sólo requiere lógica- con “misterio” –algo incomprensible e indescifrable, inaccesible a la razón-, y por eso plantean que el modo de trabajo ha de ser heurístico (indagar, descubrir) y hermenéutico (interpretar), sin entender que descubrir e interpretar es lo que permite resolver los enigmas que vienen torturando al sujeto. Es, no obstante, un camino esperanzador que los psicólogos procedentes del conductismo se planteen ahora la intervención psicológica desde un modelo en el que los comportamientos se engendran en los procesos transaccionales de influencia recíproca entre biografía y contexto, donde esos procesos cumplen una función y tienen un significado y no en simples determinaciones de las conductas por aprendizajes a través de modelos.  

viernes, 18 de abril de 2014

Principios básicos de la atención psicológica


En la atención psicológica prestada a cualquier sujeto desde la Psicología Clínica, hay tres principios que han de primar por encima de cualquier otra consideración:
1.      Todo sujeto es sujeto de pleno derecho.
2.      Su capacidad de elección es inalienable.
3.      Su estado psicológico queda determinado por su relación a la ley –que subsume las dos anteriores-.
En cuanto a la primera, que un sujeto lo es de pleno derecho quiere decir que, sea lo que sea que afecta a su equilibrio psicológico, sean cuales sean los síntomas que lo hacen sufrir y sea cual sea su cociente intelectual, nadie puede actuar sobre sus síntomas o sus conductas sin el consentimiento del sujeto. Como corolario de este principio, el psicólogo ha de tener una posición de servicio frente a su cliente o paciente, es decir, en ningún momento  puede ejercer el poder sobre ese sujeto, aunque sea para su bien, menos aún sobre el fondo de que, por principio, el sujeto que acude para que alguien alivie su sufrimiento, se lo concede, ese poder, tras la suposición de que el psicólogo tiene todo el saber sobre lo que le hace padecer. Es más, es el psicólogo quien, en ese ámbito de la relación terapéutica, no es un sujeto de pleno derecho porque su función es poner su saber, su trabajo y todo su ser al servicio de quien acude a él para dar fin a lo que lo hace sufrir o lo hace ser menos libre.
Respecto al segundo principio, que su capacidad de elección es inalienable, supone que el psicólogo nunca puede creerse dueño o arrendatario de la capacidad de ese sujeto para resolver las encrucijadas, tomar las decisiones o realizar las elecciones, ante las que se ve enfrentado en su vida. Que ese sujeto sufra de ansiedad, esté quebrantado por una psicosis o limitado por una minusvalía psíquica, no autoriza en ningún caso al psicólogo a tomar el papel, desde su supuesto saber, de decidir por el sujeto, gobernar su vida o someterlo a la esclavitud de la imagen o ideal que él tenga en su vida. Esta acentuación en el mundo de la imagen, de la supuesta autoestima, de la autovaloración, viene siendo en los últimos tiempos un modo común en el trabajo psicológico, especialmente con mujeres, en que se les pide que puntúen permanentemente su imagen física o expongan su cuerpo  a la mirada neutra y sana del psicólogo, con el peregrino fin de hacerle valorar así su imagen y sentirse más segura como persona. El efecto de tal planteamiento es una continua mirada del sujeto a su cuerpo, haciendo recaer así el peso de su bienestar en el alienante mundo de la imagen y no en el reconocimiento de las trabas puestas al deseo o a su capacidad de amar en la vida. Deseo y amor porque ambos se apoyan justamente en eso que falta –al ser, a la imagen, al bienestar…- y no en ninguna imagen ideal impuesta por el medio social o por un supuesto saber psicológico.
Con el tercer principio, la relación a la ley, se trata de entender que esa ley es fundamental para poner orden en la mente en construcción del niño y comprender que son las mismas leyes que rigen nuestro funcionamiento psicológico y social, o  ser conscientes de las consecuencias que el rechazo o transgresión de la ley producen en el equilibrio psicológico de cualquier ser humano. Son, por tanto, el punto fundamental para entender los síntomas o las distintas afecciones psicológicas, desde la psicosis donde hay una dificultad fundamental para entender la ley, a, en el otro polo, la psicopatía como el rechazo frontal a esa ley. En la relación terapéutica, el psicólogo nunca puede ser ni creerse el referente, el modelo, el que posee la clave del bien y del mal que habría de guiar la vida de quién acude a su consulta. En ese ámbito, él tampoco es el sujeto de pleno derecho; en este terreno, sus criterios morales, éticos o estéticos no tienen cabida y son insignificantes: el sujeto que acude a él lo hace para que ponga su trabajo al servicio de su deseo de entender, fijar, modificar o rechazar sus propios criterios morales, éticos o estéticos con los que enfrentarse a sus propias dificultades o a su relación con lo social. Que el psicólogo ponga su trabajo al servicio del sujeto con el fin de que de su consulta salga un ser más libre de lo que era al llegar a ella, que incluso ese trabajo sea lo suficientemente eficaz para que la salida del malestar no sea a costa de convertirse en un canalla, no quiere decir que tenga derecho a ejercer el poder o manipular a ese sujeto para que llegue a lo que el psicólogo considera lo más sano para cualquier ser humano.

Si el trabajo se apoya en la relación a la ley, en lo simbólico, que permite poner límites, ordenar, entender, dar sentido a sus síntomas, y no a lo imaginario que tiende a la alienación, a la sugestión, al ejercicio del poder, más posibilidades habrá que de ese tratamiento salga un sujeto responsable de sus actos y no un alienado feliz o un canalla que retuerza a su conveniencia sus responsabilidades para obtener siempre un beneficio propio aunque pueda atropellar de paso a cualquier otro ser humano.

viernes, 11 de abril de 2014

No se ría de la psicología


Al menos no lo haga antes de ser asertivo. Si quiere serlo, dedíquese a decir asertos –no importa sobre qué ni dónde- o a responder “no” a todo lo que se le demande: que le preguntan si quiere comer, diga que no; que le preguntan si entonces no quiere comer, diga que no. Lo importante no es si usted come, sino si sabe decir que no.
Ahondando más, si lo que quiere es controlar cualquier obsesión o adicción, primero debe aprenderse bien el nombre de su síndrome -que alguno que no sabía griego le puso usando los traductores de internet-. Porque hay que saber lo que a uno le pasa: si usted dice que no puede expresar sus emociones, por ejemplo, le dirán que usted padece alexitimia, que es lo mismo pero le deja convencido del saber del que le escucha. Cuando ya conozca el ansiado nombre, dígase en este caso a usted mismo que no. Si, por ejemplo, entra en un centro comercial y tiene por costumbre coger cosas sin pagar, diga, no menos de mil veces, “no voy a robar”; que le gusta beber sin saber cuándo parar, al entrar en el bar o cuando se aproxime a su bodega casera, dígase en este caso no menos de diez mil veces “no voy a beber”. Tenga cuidado, eso sí, con lo que llega a negarse, no vaya a prohibirse comer, como en la anorexia, y aquí tendría que recurrir al aserto positivo y decirse con ánimo, y con música celestial si hace falta, “tienes que comer”. En todo caso, como la terapia del control es muy cansada, estúdiese bien todas las dietas calóricas, sin hipo, medidas en calorías, puntos o comas, y aliméntese bien que le hará falta para aguantar con entereza dicha terapia.
Pero si lo que le angustia es que no llega el amor, no olvide que el remedio lo han ofrecido los estudiosos de las hormonas y la química orgánica. Ellos saben que el amor nace por el olfato, gracias a las feromonas. Por tanto, hágase potenciar hormonas, póngase colonias o no se lave (en este caso que sea con moderación) y diríjase a la mujer o al hombre que le guste. Por el camino tenga cuidado en alejarse corriendo de cualquier otro hombre o mujer, sobre todo si no le gustan, no sea que sean ellos los que se enamoren –absorbiendo todo su olor- y cuando llegue a su cita –con quien ya le atrapó con su feromonas- perciba que usted no inspira ningún amor, es decir, que no exhala ningún tufillo que a su amada o amado lo haga caer a sus pies. En todo caso, no desespere, siempre puede recurrir a cualquiera de los métodos tradicionales de conquista: mandar flores, invitar al cine, mostrarse simpático y hacer reír, e incluso ducharse bien antes de ir a la cita y, yo no correría riesgos, sin colonia, no vaya a ser ese un perfume anti-amor para ella o para él.
En ningún caso cuestione si lo que dicen esos autores es producto de una noche de insomnio o de una carga sexual descargada consigo mismo, o del afán de pasar a la historia soltando cualquier cosa: créalos, sea obediente y todo saldrá bien. Y si sale mal es porque la chica del metro (o el chico, ¡qué pesadez el género!) se vio confundido en su membrana pituitaria por tanto sobaco y sudor de trabajo -que no en vano suelen ser los currantes los que viajan en dicho medio-. O es que se puso por medio otro más guapo que usted (aunque el amor sea ciego, y sea el olfato, y no la vista, el encargado de la elección).


Ni se le ocurra, para cualquiera de los casos, pensar que quizás haya en usted algún resto de su historia buscando ser entendido y liquidado, algún deseo inadmisible, o un afecto que no sea de puro amor, no, y si lo hay, qué importa, que siga ahí, pero eso sí, prohíbale de forma bien asertiva que vuelva a colarse en su vida e intentar generarle angustia porque –que entienda bien la amenaza- lo esperas con los noes o los síes asertivos que hagan falta para vencerlo. Y si volviera a necesitar, para controlar tanta angustia, o ansiedad –que es más moderno-, volver a generar fobias, obsesiones o cualquier otra molestia, prohíbaselo mucho más firmemente en nombre de alguna terapia con nombre griego o consuélese porque algún síndrome nuevo, otra vez en griego, le vendrá a recordar que sufre el mal de muchos y consuelo… Es esta línea yo ando detrás de componer una palabra griega o inglesa con final en “ing” –no bancaria- para el síndrome de “la tontería es lo único que no tiene límites”.

jueves, 3 de abril de 2014

La necesidad de acumular bienes


A lo largo de la historia el hombre se ha enfrentado a la vida afanándose especialmente por alcanzar poder o bienes acumulables. Llamo “bienes acumulables” a aquellos que, sean elementos simbólicos como el poder o materiales como el dinero, lo que despiertan en el hombre es la pretensión fundamental de acumularlos sin límite. Es importante también entender que, en la estructura social en la que el ser humano se encuentra inmerso, esa acumulación es, en la mayor parte de los casos, a costa de arrebatárselos a otros. Los casos extremos son los de los dictadores que han abundado en la historia lejana y reciente, que han multiplicado sus bienes, en el caso actual depositándolos en los paraísos fiscales, alcanzando cantidades desorbitadas que  proceden del robo o de esquilmar a sus propios ciudadanos.
¿Podemos creer que la pretensión de quienes hacen eso es disfrutar de esos bienes (en el sentido de que dan acceso a otros bienes supuestamente deseables: casas de lujo, coches, barcos, mujeres en el caso de los hombres, adulaciones, servilismos, sometimientos…? Muchos de ellos no hubieran podido hacer uso de ese dinero aunque hubieran tenido diez vidas para gastarlo y a otros los han detenido o matado antes de que pudieran hacer uso real de ellos.
No, la finalidad para esos hombres no es la misma que para el que tiene un sueldo normal y su hipoteca, y sueña con que le toque la lotería que lo saque de agobios. No, esa acumulación obscena de bienes es, en todo, pareja a la acumulación de mierda. Apenas hay diferencia psicológica (no es importante ahora pensar lo que se puede hacer con tanto dinero) entre quienes acumulan cartones y bolsas de basura –el llamado síndrome de Diógenes-, o el obsesivo que empaqueta con pulcritud sus heces y las acumula en el armario –hay casos clínicos que lo demuestran-, o el avaro que esconde su dinero -que nunca gasta- debajo del colchón y lo cuenta y toquetea todos los días, y esos acumuladores no avaros de dinero en cantidades astronómicas.
Ese mismo afán de acumulación ya llevó a dar un valor añadido –y ridículo- a ciertos minerales u objetos y conducido a algunos hombres a acumular joyas de oro o diamantes por los que tanta gente ha muerto. No me importa ahora valorar si en las joyas se da un valor añadido por ser sustento también de la capacidad creativa, artística, de algunos hombres. Me importa en el sentido de que ese bien se vuelve importante por lo que representa (poder, riqueza, elegancia,...) o por su rareza o escasez y no por su valor intrínseco: mucha gente no distingue, por ejemplo, una circonita de un brillante.
En la película “Los dioses deben estar locos” –dirigida por Jaime Uys- se refleja con gran sentido del humor cómo la presencia de un bien, una botella de coca-cola, se puede convertir en el origen de conflictos entre personas que hasta entonces han convivido en armonía.
Que el ser humano descubra bien temprano que su vida se halla prometida a un vacío insondable, la muerte, o que sienta que las palabras nos dan ya en cierto sentido por muertos, lo que en muchos casos se traduce en angustia ante muchas situaciones que de alguna forma evocan ese vacío, explica que la pretensión de la mayoría de los seres humanos sea llenarlo con bienes acumulables (sea el poder, el dinero, la comida, la fama,…).
Un caso paradójico es el de los llamados ludópatas que, buscando supuestamente acumular bienes, entregan sistemáticamente todos los que poseen. Pero entregar los bienes palpables les blinda ante la posibilidad de entregar esos otros bienes que no pueden acumularse (atención, cariño, deseo, cuidados…).
Paradigmática es la posición de la anoréxica respecto de los bienes: temiendo ser deseada por sus bienes –en este caso su carne, su belleza-, decide deshacerse de ese bien en un intento dramático de dar con la clave del amor –que Lacan enunció de una manera gráfica como “dar lo que no se tiene”.
Ese es el drama esencial del ser humano cuando, de una vida llena de necesidades, incertidumbres y amenazas, pretende extraer algo que haga de punto de anclaje duradero, el amor, y lo que hace es confundir el ser amado por lo que no tiene con serlo por sus bienes. Dar lo que se tiene es, a pesar de todo, lo más fácil del mundo. La pega que tiene es que no genera amor. Lo que genera es lo mismo que ofrece: el anhelo de recibir o poseer sus bienes. El amor se produce cuando se logra romper esa relación con los bienes: un sujeto es transformado subjetivamente por el amor que siente por otro o del que es objeto en la medida en que no puede hacerlo depender de un bien acumulable, sino por la certeza de que es amado o ama desde la falta que reconoce en su ser. Cuando están mediando los bienes, todo se vuelve dudas. El ejemplo más sencillo es cuando un niño demanda amor y recibe un sinfín de objetos que pretenden sustituirlo. Lejos de lograrlo, todos esos bienes acentúan la sensación de desamor.
El que acumula bienes acaba poniendo su vida al servicio de su acrecentamiento, de su protección y del temor a perderlos o a que se los arrebaten. Quien haya visto la película “Límite vertical” –dirigida por Martin Campbell- recordará que el rico pretende tener más derecho que los demás a sobrevivir porque tiene muchos más bienes que conservar. Se ha vivido en las grandes crisis económicas que quienes perdían sus fortunas se suicidaban: no podían ser nadie sin sus bienes. Ya en el Antiguo Testamento se pone a prueba eso, a sugerencia del diablo, en la figura de Job.
A un nivel más mundano, hay muchos sujetos que se someten a otros o cumplen cuantas demandas se les dirige ante el temor de no poseer o no poder ofrecer lo necesario para ser amados o, dicho de otra manera, buscan ser amados por lo que son capaces de dar. Es una postura que siempre lleva al fracaso porque no genera amor, sino situaciones de abuso, maltrato o, cuando menos, que se aprovechen de ellos.
La evidencia, aunque muchos sean ciegos a ella, es que no se ama a nadie por lo que tiene –ni siquiera por bienes no acumulables como la belleza, la simpatía, o la inteligencia, o por los acumulables como el poder o la riqueza-. Si fuera así, sólo se podría amar a los guapos, simpáticos, inteligentes, poderosos o ricos. Otra cosa es la creencia de que es en éstos que vamos a encontrar más fácilmente el tapón a nuestra falta en ser. Y lo que se suele producir es lo contrario: los que poseen bienes convocan el deseo en los otros en la medida en que éstos creen que van a encontrar algo maravilloso detrás de esa piel bella, de esa simpatía, de esa inteligencia, de eses poder o de esa riqueza. Lo que realmente se encuentra es lo que se esconde o no detrás de cualquier ser humano: manías, tiranías, ideas o ideales que chocan con los del otro, presunciones de superioridad… o alguien que es capaz de dirigir su propio deseo desde más allá de lo que posee y que puede amar al otro sea cual sea su apariencia. Finalmente, como en los cuentos, al menos a ojos del que ama, el que es amado pasa de bestia o rana a la apariencia de príncipe o, cuando menos, encargado de las cuadras reales.
No estoy proponiendo un programa religioso de castidad y pobreza. El hombre ha progresado gracias a su capacidad de generar bienes y que esos bienes, desde su exterioridad de objetos elaborados, convertidos en un bien, lo transformaran a su vez: desde el primer martillo, cuchillo o hacha a las máquinas más sofisticadas de hoy en día con las que se pueden distinguir células tumorales. Unos y otros son bienes sin los que el hombre no sería tal. Los primeros no son precisamente los bienes que pertenecerían a la categoría de “acumulables”, pero fueron el medio a través del cual el hombre intentó hacerse con los que sí lo eran. Así, esos bienes llevaron al hombre por dos vías: una, la de su uso para hacerse con el poder y con los bienes del otro; y otra, la de la necesidad de regular la convivencia a través de las leyes que pudieran poner cierto límite a ese afán de acumulación (ya no podía ser de cualquier manera o se podía pedir cuentas a quienes pretendieran hacerse con los bienes en contra de esas leyes). Si el animal peleaba por su comida o por hacerse con la hembra –y rara vez esa lucha era a muerte-, el hombre empezó a pelear por todo: por la cueva del otro, por su fuego, por sus armas, por sus pieles, por sus joyas, por sus mujeres o por obtener el goce arrebatando al otro lo único de lo que no puede apropiarse, su bien más preciado y endeble: su vida.
Para gloria o condena del ser humano, los únicos bienes no acumulables son algo nacido de su especificad como especie: estar inmerso en el lenguaje. Esos bienes son el amor, el deseo… y el goce. El problema es lo que se puede llegar a hacer para obtenerlos o darlos satisfacción. Desde el niño que miente diciendo que ha sacado un 9 (y ha sacado un 1) porque espera ser más amado si da más, al adolescente que pone sin parar a prueba el amor de los padres con sus comportamientos, o al adulto que se desvive por alcanzar dinero o gloria en la esperanza de asegurarse así el amor, todos triunfan o fracasan en la medida que descubren que el amor escapa a los bienes, condiciones o reglas que puedan manipularse para conseguir el fin que persiguen.
La mayoría de las demandas a los psicólogos tienen que ver con las dificultades que los seres humanos hallan para resolver ese viejo conflicto entre el ser y el tener que, desde Freud, es entre la falta en ser y el goce. La falta en ser conduce al deseo y al amor. El goce –no me refiero al placer- conduce a la acumulación de bienes. Por ejemplo, en el libro de “El espejismo” –del egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura- el protagonista anhela y ama al padre hasta que descubre dentro de sí la idea de que podría matarle y apoderarse así de sus bienes.
Es el deseo el que convierte la falta (nadie duda que desea porque algo le falta) en el motor más potente de nuestra vida. El engaño es creer que se puede llegar a satisfacer con bienes acumulables y no que, si es un motor tan potente, es porque nunca obtiene lo que busca… al menos no del todo.
Si se trata del goce siempre es a través de bienes que crean la ilusión de taponar nuestra falta en ser a través de esos bienes más o menos efímeros: dinero, poder, droga, juego,…
Es el amor el que mejor demuestra que su presencia en un sujeto escapa y va más allá de la presencia o acumulación de bienes –me refiero a la pretensión de ser amado por ellos.
Para el ser humano el ser es siempre algo inacabado, algo a alcanzar. Nadie nace diciendo, salvo en las historias preñadas de humor de Gila, “mamá que he nacido, que soy yo, Pablo”. Confundir esa aventura del ser con la acumulación de bines es la mayor fuente de malestar y horror en el ser humano.