Es muchas veces difícil decidir si la evolución en los
tratamientos psicológicos incide ante todo en la forma y poco en el fondo, e
incluso desvirtuando éste. Las nuevas tendencias tratan de hacer recaer el peso
de la intervención psicológica sobre la relación terapéutica, considerando que
ésta consiste en la empatía, el altruismo, la comprensión, la autenticidad…, lo
que llaman las habilidades del terapeuta (y tratando de ignorar todas las
implicaciones que en la relación terapéutica tiene la noción de transferencia).
Y es que, hoy en día, parece que todo depende de las habilidades que tengas
(para ser padre, para relacionarte socialmente, para ser psicólogo…), sin
entender que dichas habilidades están cargadas, en su mayor parte, más de
ideologías, de creencias, de empeños de imponer nuestra forma de entender al
ser humano, que de saber auténtico. Si todo dependiera de habilidades, no
habría más que montar una escuela para cada aspecto humano y todos felices. No
es que no se pueda reconocer cierto valor a la adquisición de habilidades para
ciertos aspectos de la vida, pero los esenciales (el amor, la integridad, la
libertad…) dependen de cuestiones subjetivas mucho más radicales y no
susceptibles de educación, o muy parcialmente dependientes del aprendizaje.
Pero esa postura es absolutamente coherente si se la compara con la
patologización de cualquier manifestación humana gracias a la psiquiatría y a
los diferentes DSM-x que han ido nombrando como enfermedad cada respuesta de un
ser humano a situaciones vitales y proponer como remedio el correspondiente
medicamento –que nunca han curado nada-. O sus explicaciones circulares tipo
“el niño no atiende en clase porque tiene déficit de atención y tiene déficit
de atención porque no atiende en clase” o solemnes tonterías como “tiene
adicción a internet porque se pasa el día conectado y se pasa el día conectado
porque tiene una adicción”.
Mientras el
psicólogo sea respetuoso y esté comprometido, éticamente comprometido, con la
curación de su paciente, cobra muy poca relevancia que sea empático, simpático
o un
cardo borriquero. Los psicólogos no han de padecer con, ni sufrir
con, todo lo contrario: si quieren ser objetivos y atender adecuadamente a su
paciente no pueden estar atrapados en el sufrimiento de éste y aún menos en su
goce.
Nuestra forma de entender la intervención psicológica supone entender la
relación con el paciente desde el objetivo de resolver sus conflictos y
síntomas. Porque, puede ser muy humanitario comprender al paciente, ser
empático con él, pero lo que nos mueve es la pasión por entender el problema
que lo está haciendo sufrir y resolverlo, no pasarle la mano por el lomo;
trabajar y penetrar en la significación de sus síntomas, aunque eso pueda suponer generar en el momento malestar e incluso
dolor.
Poniendo un ejemplo lejano a la psicología, si yo voy a arreglar mi coche
siempre pido al mecánico que lo arregle entendiendo los mecanismos que han
fallado, resolviendo lo que ha sido la causa de la avería, no sólo las
consecuencias de las mismas. Y siempre quiero que lo haga como tal mecánico, no
que, según su manera de entender la mecánica, unas veces arregle desmontando el
motor, otras se haga ayudar de un gurú que convoque los espíritus para
arreglarlo, y otras llame a alguien muy comprensivo, cariñoso, generoso,
altruista, que acaricie mi coche con amor y lo recite mantras (tipo los de la
llamada psicología positiva) para relajarlo. Es decir, que cada cual en su
oficio, si bien no le estorba un nivel de empatía con el semejante, depende
para su buen hacer fundamentalmente del saber que tenga sobre ese oficio, y lo que se le pide es que lo aplique con
coherencia.
Nosotros trabajamos con una teoría que trata de establecer los fundamentos
de cómo se constituye el sujeto, cómo se construyen los síntomas y cómo hay que
afrontar su resolución, y eso ha de estar por encima de todas las
características personales del psicólogo, de si es más o menos empático, o si
es o no muy comprensivo (por no entrar en que todos esos términos remiten a
formas de entender su significado totalmente distintas en cada persona). Es
decir, creemos que lo que importa es su formación, su saber, la pasión por su
trabajo, más que otros aspectos que, estén o no, ni favorecen ni entorpecen
especialmente el proceso terapéutico.
Tampoco pretendemos ser nosotros las efigies inalterables ni las esfinges
a descifrar por el paciente para evitar que nos lo comamos si no resuelve bien nuestro
enigma –como Edipo ante la esfinge de Tebas-; no, para nosotros la esfinge es
él y nosotros somos los que hemos de resolver el enigma de sus padecimientos, y
no para acostarnos con él o ella como premio –también esto forma parte de las nuevas
teorías sobre la utilización de la seducción en la terapia, sobre todo cuando,
siendo hombre el terapeuta, se trata de bellas mujeres (no me lo invento:
aparece en algunas páginas de psicólogos en internet)- , sino para permitirle
liberarse de nuestra presencia para siempre, dejándonos la escoria y llevándose
el mineral libre de impurezas –impedimentos, trabas, dependencias,
alienaciones,...
Algunos confunden
“enigma” –algo a descifrar, que muchas veces sólo requiere lógica- con
“misterio” –algo incomprensible e indescifrable, inaccesible a la razón-, y por
eso plantean que el modo de trabajo ha de ser heurístico (indagar, descubrir) y
hermenéutico (interpretar), sin entender que descubrir e interpretar es lo que
permite resolver los enigmas que vienen torturando al sujeto. Es, no obstante,
un camino esperanzador que los psicólogos procedentes del conductismo se
planteen ahora la intervención psicológica desde un modelo en el que los
comportamientos se engendran en los procesos transaccionales de influencia
recíproca entre biografía y contexto, donde esos procesos cumplen una función y
tienen un significado y no en simples determinaciones de las conductas por
aprendizajes a través de modelos.