martes, 25 de noviembre de 2014

Locura y progreso

En este lodazal que es el mundo tal como el progreso lo ha determinado (no me parece importante si suena a pesimista o recuerda a “el valle de lágrimas” cristiano, o si se pueden ofrecer en contra de esa percepción un sinfín de logros maravillosos de la mente y las manos humanas), donde se alarga artificialmente la vida de quien ya no es, mientras se descuida un niño por conflicto de competencias, o se ignora a los millones que, siendo, pronto no serán nada gracias a ese progreso que se apoya en su miseria para poder mantener nuestro bienestar (consistente, básicamente, en una posesión compulsiva de bienes, un cuidado obsesivo del cuerpo, y viajes a contrarreloj, solo ligeramente por debajo de la velocidad de las cámaras fotográficas que devoran todo, porque no se ha podido disfrutar y digerir con calma lo que nuestros ojos, sin el filtro de esa cámara, estaban viendo), en ese lodazal ―decía―, solo la locura viene a ofrecer cierto sentido. La locura en cuanto efecto de lo más alienante de lo social, pero también, y eso es lo importante, del intento desesperado de recobrar la libertad.
Es lo que nos muestra el Quijote (o Cervantes a través de su personaje) con la suya ―su locura―: mostrar que eran más consistentes y coherentes su concepción de la justicia y de la libertad y sus ideales amorosos que las mentiras vendidas por el poder, la religión o las costumbres. Que sus intervenciones, aunque guiadas por esa locura, estaban preñadas de más afán de justicia y lucha por los menesterosos que todas las que nacían de los que abrumaban los muros de las iglesias con sus rezos, es algo evidente: no sin razón son sus aventuras las que han pasado a la cultura, conmoviendo a cuantos abordan su lectura. Y es que quizás, para creer en la justicia, se ha de estar un poco loco. En realidad, todos los que han cambiado el mundo, o han muerto en el intento, tenían algo de locos.
Estos días recibo en consulta a una mujer que llora de angustia y dolor al verse invadida por la mirada de todos los ojos con los que se encuentra en el camino ―a pesar de portar ella la mirada de Dios (así lo cree), con la que anhela poner freno a las ajenas―, o por los de los que recurren a la técnica para espiarle en su casa. Para ella, son voluntades que buscan su daño y ella lo ve confirmado en señales que descubre en su cuerpo al levantarse, en desplazamientos de la cerradura de su casa, o en el odio que percibe en quienes se le acercan. Ha de luchar, además, contra la rápida y tranquilizadora sentencia de “está loca” con la que se busca cerrar cualquier otro sentido a esa invasión de miradas, invasión muy similar a la que han de sentir millones de miserables de muchos países por parte de los que pasan por allí de visita; otras veces es su cuerpo desnudo, apenas adolescente, el que esos visitantes miran y aplastan con el suyo. Lo asombroso es lo que a esa mujer le hizo tambalearse: que algunas personas llamaron a su casa para reclamar una deuda de su hermano. Ella no podía soportar que su hermano pudiera estar inmerso en algo ilegal y menos aún que pudieran hacerle daño por eso. Y, es terrible, el daño le ha alcanzado a ella. Para poner freno a ese afán sin límite de hacerle daño que supone en los otros, acude a consulta. Poco a poco, a través de la palabra, se irá desprendiendo del peso de la mirada ajena y de los temores a ser invadida o dañada en su casa. Lo hará a través de cuestionar y de entender que es su posición subjetiva, algo que se tambalea en ella, lo que le hace ser objeto de todos esos ataques externos (no todos imaginarios). No es de poca ayuda, en el trabajo de frenar su delirio persecutorio, su capacidad de salvar de ese naufragio de su mente al amor que siente por los suyos y su necesidad de defenderlos de cualquier mal (a su marido, a su hija, a su hermano…).
La locura es la cumbre de lo social, del fracaso de lo social, en su versión de amenaza de lo subjetivo, de lo individual, de lo que nos hace únicos: los personajes relevantes que han ido conquistando una parcela de nuestro ser al participar en nuestra construcción psicológica (es una forma de entender la identificación), a cuya invasión procuramos todos ser ciegos para mantener eso que llamamos cordura (a consta de ignorar que no somos dueños del todo de lo que, paradójicamente, nos hace creernos un yo sin fisuras, que se sostiene a sí mismo). Esos otros son los que toman cuerpo y miran y vocean, o se burlan y controlan al sujeto desde fuera de su mente. A esa invasión sin límite es a lo que llamamos locura. Desde luego es temible: no en vano es el paradigma de lo siniestro. Freud lo explicó en un artículo precioso que lleva ese nombre, Lo siniestro: explica cómo el encuentro en el exterior con algo familiar, algo que habitaba en nuestra mente ―contenido a duras penas―, que lograba romper ciertas barreras para personificarse delante de nosotros mismos y mostrarnos nuestra verdadera dimensión, el núcleo de nuestro ser, nos sitúa frente a lo más ominoso ante lo que nos podemos hallar: la falta, efecto de lo simbólico, que nos constituye como sujetos, falta, por otro lado, impresionante, pues fue la que nos arrancó de esa relación paradisíaca (la del paraíso perdido) con la naturaleza y nos hizo hombres. El loco es el que se ve, no ante esa falta, esa nada, sino ante la posibilidad de su desaparición, porque con ella se irá su ser.
Nuestras carreras, nuestras búsquedas desesperadas de lo que nos satisfaga más de cinco minutos, nuestras risas, todo lo que nos hace aparentemente humanos, todo ello no es más que la versión domesticada, controlada, de la locura: ¿os imagináis que pensaríamos si, siendo nosotros todavía no-sapiens sapiens, apareciera alguien haciendo lo que hacemos nosotros? Correríamos asustados, lo apedrearíamos por peligroso o lo toleraríamos como se tolera un animal que nace con un miembro de más…o como a un loco. Si en nosotros está presente el miedo a la locura es porque nos ronda de cerca.
Lo más temible de la locura es que, al sacar al sujeto de una relación pacífica o soportable con lo social, lo deja solo, en un temor permanente a las intenciones de los demás, seguros de ser dañados, y, sobre todo, con una relación difícil ―a veces imposible― con el amor y el deseo. Esa es la imagen que ofrecían tradicionalmente los locos (antes de ser domesticados y anulados por la medicación): el hablar solos y andar extraviados por el mundo. No quiere decir que no tuvieran encuentros o relaciones de dimensiones gigantescas con el Otro: tan pronto eran Bonaparte, Jesucristo o amantes de Suárez (recuerdo una mujer del barrio donde vivía con mis padres que iba discutiendo todos los días con Suárez por haberla traicionado con otra). Que su relación con los demás sea a través de encarnar ese tipo de personajes, que hayan de creerse otros para enfrentarse a la vida, muestra su intento de recuperar el lazo social necesario, a la vez que su denuncia de lo que marcha habitualmente mal en las relaciones humanas.

El loco es el ser social por excelencia: vive constantemente pendiente de si el otro lo mira, lo ofende, lo persigue,… Y, a la vez, es el que se ve fuera de ese entramado de relaciones humanas en las que crecemos y construimos como personas. Es asombroso que, estando tan pendientes de los demás, se queden tan solos. Lo que es seguro es que para ellos el progreso no nace de la obtención de bienes, sino de la necesidad de reconquistar un amor que se les escurre de entre las manos como el agua. A los demás se nos escurre también entre tantos bienes como acumulamos o anhelamos, pero no nos damos cuenta de ello.

lunes, 24 de noviembre de 2014

El temor a ser convertido en otro

Muchas veces las personas que acuden a una consulta psicológica expresan el temor a que se les cambie su forma de ser o su propio ser. Consideran que, para cambiar lo que les afecta y les hace sufrir, sus síntomas, el psicólogo ha de cambiarles o modelarles a su antojo. Pero ningún tratamiento psicológico, que no consista en la manipulación del sujeto, cambiará nada de la forma de ser de su paciente. Lo que se cambia en un tratamiento psicológico es la posición que ocupa el sujeto ante lo que le ha afectado en la vida o ante los personajes relevantes de su historia, de forma que, al cambiar de posición, la perspectiva que se tiene del problema es mucho más clara y le permite operar con lo que ve. Para explicar esto se puede recurrir a un ejemplo muy gráfico: hay un cuadro, Los embajadores, de Holbein el Joven, que, cuando se mira de frente, se ve a unos personajes ricamente ataviados y entre los que median diferentes objetos. A sus pies, como flotando, hay un objeto que no se puede identificar. Pero, si miras ese objeto desde un punto determinado, en un cierto ángulo, lo que ves en que se trata de un cráneo, una calavera. Cuando estás de frente da igual si eres listo o tonto, atrevido o cobarde; da lo mismo el tiempo que quieras pasar ante el cuadro ni lo que te maldigas por ser incapaz de ver esa calavera que te pueden haber dicho que existe: sea como sea, tengas las cualidades que tengas, de frente nunca la verás. Será cuando cambies de posición que la veas fácilmente, como cualquiera. El estudio de perspectiva del pintor, anamorfosis (imagen producida mediante un procedimiento óptico, por ejemplo el envés de una cuchara), nos asombra y se puede comparar a la imposibilidad de nuestra mirada directa para ver ciertas conductas, afectos o pensamientos que han dirigido nuestra vida. Con lo que se encuentra todo sujeto en un tratamiento psicológico es con los momentos de ceguera que, en nuestra mente, hemos tenido respecto a ciertos episodios de nuestra vida. Cambiar esa ceguera por la posibilidad de ver y entender lo que ha determinado nuestra existencia solo se puede hacer cambiando de posición, no haciéndonos otros, ni aunque sea a gusto de quien nos escucha.

Por tanto, en vez de deformar su ser ―anamorfosis―de acuerdo a nuestros criterios de salud o de normalidad, como psicólogos lo que buscamos es que el sujeto pueda ver dónde deformó su ser o, dicho de otra forma, por qué lo percibe deforme. No se trata de cambiar al sujeto, de hacerle otro, sino de ayudar a que se conozca y, recuperando lo que mantiene escindido o apartado de sí, sea más él mismo.

La mirada del otro en la obra de arte

La realización de una obra (cuadro, libro, edificio, mueble, coche…) puede llevarse a cabo de una manera técnicamente perfecta. El autor demostrará así un conocimiento claro de su oficio, pero eso no la definirá como una obra de arte, es decir, algo sancionado por los demás con un valor especial. Que una obra tenga belleza, guste, admire, se debe a un plus estético que obtiene, más allá de la pericia, dedicación, esfuerzo o entrega con la que lo ha realizado su autor, gracias al reconocimiento del otro. Por ejemplo, una canción o pieza instrumental hecha por alguien que conoce bien los tiempos, las notas o acordes, la armonía y todo lo que interviene en una composición musical, puede ser técnicamente correcta, pero que guste, haga vibrar, conmueva, exalte o haga gozar depende de algo que no está en el conocimiento mismo de los elementos necesarios para componer una canción o una sonata: lo adquiere por la sanción del que escucha. Lo mismo ocurre con un cuadro, un vestido o, incluso, un coche. Por más que el autor crea haber entregado una gran obra, el que la sanciona como tal, como algo bello, agradable, emocionante, capaz incluso de zarandear la conciencia ―como algunos libros o algunas películas―, es el otro, justamente el que no ha intervenido en ella mas que como posible espectador de la misma. Ese que no puede saber del esfuerzo, de las horas de trabajo, de las dudas, de la dedicación que ha tenido a la obra su autor es el que finalmente decide de su valor.
Se da el caso paradójico de que algo que no se reconoce por los entendidos en la materia como bueno tenga, sin embargo, éxito entre una gran parte de espectadores: ocurre con algunos libros, algunas series o películas y con determinadas composiciones musicales. En ese caso el reconocimiento se debe a algo que se aleja del dominio técnico y se aproxima a la capacidad del autor de entrar en consonancia con determinadas emociones, anhelos o ilusiones de una parte de la población. Si esos casos no responden al dominio de la técnica, ¡a qué deben su reconocimiento? Se entenderá mejor con un caso extremo: hay personas que graban palizas o abusos a menores que luego son recibidos y disfrutados por un número considerable de sujetos. Que ese vídeo convoque a determinados goces no quiere decir que la obra tenga valor estético alguno y, además, carece de todo valor ético (ese valor se traduce en que no produce repudio, asco, condena…, o produce placer, aprobación, acogida, en el que lo contempla). Quizás las grandes obras son las que saben conjuntar ambos goces, el estético y el ético de tal modo que, si alguien puede negar el estético, nunca pueda negar el ético (hablo sin la necesidad de aclarar que siempre se trata de mayorías y no de toda la población, porque la belleza no es igual para todos, sea en el terreno que sea). Se podría añadir otro valor de la obra, que hace disfrutar de otro modo, que es el que se produce cuando encontramos en la obra un planteamiento novedoso, un saber ignorado hasta entonces: se encuentra placer así en una obra de astronomía, de física, de matemáticas,.... En realidad sin la suposición de saber que hacemos a toda obra no se alcanzaría ningún disfrute, salvo los que dependen de la transgresión de la ley o la perversión que pueden prescindir de ella.

Lo que podía ser un freno para el trabajo de creación, el temor a que no guste, a que decepcione, se puede convertir en un estímulo: trabajar sin necesidad de anticipar si lo que se está realizando gustará o no, porque eso es imposible de saber. A la vez, fuerza al creador a estudiar más y conocer mejor los medios técnicos necesarios para que su obra pueda alcanzar ese reconocimiento. Eso no quita que se anhele poseer el don de producir algo que será bien acogido por los demás. Y es que se crea para los demás, aunque la verdad es que se disfruta haciéndolo.

jueves, 14 de agosto de 2014

El amor y la conciencia

Si hay algo donde la conciencia muestra su impotencia es en el ámbito del amor, en eso respecto a lo cual John Nash dijo: “sólo en las misteriosas ecuaciones del amor puede encontrarse alguna lógica”. Uno no puede querer a quien no quiere, aunque quiera querer quererle. Ni se puede dejar de querer, por pura voluntad, a alguien a quien se quiere. Los mecanismos inconscientes que entran en juego para determinar ese sentimiento son totalmente ajenos a nuestra conciencia, a nuestra forma de movernos en la vida cotidiana, supuestamente con nuestra exclusiva voluntad. Esto es importante tenerlo en cuenta a la hora de abordar problemas en las relaciones amorosas, empezando por las relaciones con nuestros padres. A veces hay padres que hacen daño, incluso declaran su desamor a sus hijos (no es algo ficticio; es algo que he escuchado en consulta), de una forma brutal, pero el hijo los quiere y, además, quiere que ese padre o madre lo quieran. Ese vacío que está siempre bajo sus pies, por la falta de amor paterno o materno, lo acompaña siempre en ese anhelo de amor y lo hará susceptible de sufrir muchos daños que provienen de esas figuras relevantes para él. A la hora de intervenir en los afectos, en una relación terapéutica, no se puede tratar de resolver lo imposible, no se puede pedir a la persona que deje de querer a su padre o a su madre, por más daño que le hayan hecho, o hagan, ni se le puede exigir que deje de anhelar ser querido. Lo que sí que se puede hacer es trabajar lo único que es coyuntural: el daño procedente de la otra persona, que se puede ayudar a evitar, introduciendo un corte simbólico en esa relación, de tal manera que, salvaguardando el amor, impida que llegue el daño procedente del otro.
Ese modo de funcionamiento en las relaciones podía ser trasladable, de una forma incluso exagerada, a las relaciones de pareja en las que interviene el maltrato. O también puede ser llevada al mundo de la psicopatía, cuando se dice que el psicópata es incapaz de establecer ningún vínculo afectivo, ni ser afectado por ninguna emoción que proceda del otro, eso que llaman “no tener empatía”. Pero no se puede ignorar, sin faltar a parte de la verdad de lo que mueve a esos sujetos, que muchos de ellos sufrieron barbaridades en sus vidas y que si el daño fue tan significativo en ellos es porque también ellos pudieron querer a quienes les golpeaba, a quienes les maltrataba, a quienes abusaban de ellos, y anhelar aun así ser queridos. Que el camino elegido para responder a esta situación, apartándose del amor y de sus lazos invisibles, haya sido el camino de hacer daño a otros, de rechazar cualquier emoción, cualquier afecto, puede explicar un poco ese comportamiento que a todos nos horroriza. Sería interesante estudiar si no es esa versión del amor, no exenta de horror, lo que aleja al sujeto de la relación con la ley, ese límite creado en nuestra mente que impide se cometan los horrores que ellos cometen.
Quizás haya que pensar que el amor no tiene sólo una dimensión maravillosa, mágica, deseable, sino que también tiene una faz emparentada con el horror, con la alienación, con el sometimiento, con el llegar a preferir antes los golpes que el desamor. Es verdad que, seguramente, esa faceta del amor esté mucho más presente allí donde el amor no tiene un camino de ida y vuelta, es decir, donde una de las dos personas tiene claramente alterada o mutilada su capacidad de amor, con lo que no evita dañar a aquél que sí la tiene y lo quiere. Es más, en un contexto de amor, el daño que se recibe del otro es más fácil de relativizar o no llega a cobrar una importancia significativa, porque el contexto que rodea a la relación, el colchón sobre el que se apoya, está claramente impregnado de amor. Incluso las exigencias que se reciben del otro son asumidas de una forma muy diferente cuando percibimos claramente en el otro la relación de amor con nosotros, que si parten de un otro en el que no se percibe ese movimiento afectivo hacia nosotros.
Muchas veces hay que ponerse en guardia ante lo que se esconde tras el término de amor: en nombre de algún amor a dios, a la patria o a cualquier otra idea se llegan a cometer las mayores tropelías; y a esas personas no se las podría nunca convencer de no estar movidos por el amor. Ir entonces a separar, como Moisés las aguas, el amor verdadero del falso es una misión sólo atribuible a algún dios y que nadie podría pretender poder realizarlo, salvo que se sea Erich Fromm o el autor de “El amante del volcán” -o algo por el estilo.
Que quizás haya que escuchar a un sabio loco o loco sabio como Nash para entender el amor. Eso es lo que hizo Gelman en su discurso al recibir el Cervantes, al elevar el amor del Quijote, o de Alonso Quijano, al lugar de la máxima dignidad. Un amor imposible, pero que emparentó con el modo en que J. Lacan trata de dar su lugar al amor, definiéndolo como “dar lo que no se tiene” (dar lo que se tiene no tiene nada que ver con el amor: si acaso se emparentaría con la generosidad), es decir, lejos de la pretensión de relacionar el amor con bienes que se puedan poseer, y dar, o con ideales que pretendan llenar todo, lo vinculan con lo que se ama realmente en el otro: lo que le falta, su deseo, esa misma falta que genera nuestro amor y nos libra de la angustia y de la dimensión del horror.

Quizás sea porque el amor no depende de esa conciencia que da sostén a ese narcisismo constante del yo, que tiene esa fuerza tan difícil de explicar; lo malo es que la tiene tanto es su versión del cuidado del otro como en su versión de dar soporte al horror con que lo daña o denigra.

We can

Hoy día en que la muerte ajena, masiva y brutal, es, bien un negocio, bien un espectáculo televisivo, o bien –en el mejor de los casos- un pequeño zarandeo a la conciencia que pide una toma de postura, pero que se diluye mientras llega el próximo suceso televisado, ocuparse del malestar subjetivo coloca al sujeto entre la culpabilización y la impotencia. Porque es difícil encuadrar el sufrimiento subjetivo, derivado de la construcción cultural, social o laboral con que nos hemos con-formado, dentro de ese contexto de injusticia y sufrimiento global, sin considerarlo como algo ridículo, casi obsceno cuando se expone a ojos ajenos, pero que, queramos o no, es lo que nos ocupa de verdad.
En un tiempo se criticaba –no sé si aún hoy-, por parte de los anarquistas, a la psicología, y especialmente al psicoanálisis, por centrarse en el ámbito de lo particular, lo íntimo del sujeto, mientras en lo social se producían desbarajustes, abusos, injusticias o alienaciones vomitivas. Y no les faltaba razón, porque el malestar individual no se puede separar de lo social –en sus dimensiones más radicales: relaciones de poder o económicas, derechos individuales,..-. Pero no todo es tan fácil: si muchos seres humanos se aíslan, someten o se vuelven ciegos a las injusticias de los sistemas políticos y sociales (sin excluir a los sistemas democráticos, que comenten las mismas injusticias bajo el barniz falaz y mentiroso consistente en el supuesto respeto y cuidado a sus ciudadanos), es porque nuestra construcción personal, nuestra división subjetiva, desemboca casi siempre en diferentes formas de dependencia, sometimiento o alienación. Y desemboca ahí gracias a los mecanismos psicológicos de negación o al desconocimiento de aquello de uno mismo que traiciona o es incoherente con los propios ideales, y afectos, o lo empuja a goces (anulación de la voluntad y del deseo) que lo lanzan en manos de cualquiera de las representaciones del amo, incluida la del amo absoluto, la muerte. Es por eso que se volvería necesario que cada cual se liberara del mayor peso posible de sus ataduras, dependencias y odios (sobre todo de las que no soportan la diferencia en el otro) si se quisiera colaborar mínimamente en el progreso de la justicia global. Ese es el principal cometido de un tratamiento psicológico: liberar de ataduras que nos hacen eludir la responsabilidad sobre nuestro propio malestar y del que afecta a la humanidad en su conjunto.
Nuestro silencio, el del mundo entero, ante la muerte premeditada y calculada en los despachos de los niños y hombres palestinos, ¿no es el reflejo de nuestra incapacidad para ponernos de parte de la justicia? ¿Y somos capaces de centrarnos en nuestros pequeños males y miserias como si fueran lo más importante del mundo? O lo que es peor: nos sentimos parte de ese “progreso” mundial en la comunicación, buscando desesperados comprar el último modelo ridículo de móvil, tablet o lo que sea, para sumarnos a esa falacia de la “comunicación” o hacernos fotos sin parar; o hacérselas a hombres ardiendo, mientras quien la hace se incluye en la misma riendo (que vean sus amigos o el mundo entero qué feliz es con su móvil: selfing divino), como si eso fuera el culmen de nuestra evolución de homo sapiens, ignorando –a pesar de las noticias- a cuantos mueren por el ébola, el SIDA, el cólera o el capricho denigrante de algún dictador cualquiera o de un político “democrático” que juega a ser el juez del mundo.
Ese twitter que propaga tantas noticias lacrimosas, que recorren el mundo gracias al retwitteo, sobre cómo se salvó a un gato en medio de cualquier río por héroes de un día, ese twitter, ¿dónde ha formado esa ola imparable contra la muerte más injusta que pueda imaginarse y del modo más horroroso: a manos de la bombas enviadas por EEUU y los países europeos a los israelitas, siempre fieles a ese dios suyo de la venganza, incapaz de encontrar nunca un justo por el que perdonar al resto del pueblo, y que, con recochineo, anuncian amablemente a sus víctimas que van a lanzar esas bombas?

We can, mister Obama, we can help you to exterminate the Palestine’s people, un orgullo, y todo ello sin que se nos revuelva el estómago bien lleno de la última comilona: es que somos gente curtida y dura…, casi tanto como los norteamericanos.

domingo, 29 de junio de 2014

Las drogas

Cada vez que acude a mi consulta de psicólogo una persona atrapada en la droga o en el juego, me pregunto cómo es posible que algo, aparentemente tan insignificante como una sustancia o una máquina, transforme de tal forma a una persona, la convierta en un sujeto alienado y reduzca tanto los intereses que movilizan su vida.

Para comprenderlo, trato de discernir la función que cumple la droga, el juego o cualquier objeto al que se ata subjetivamente un ser humano en la vida. Creo que, cuando un sujeto descubre cuál es esa función en su caso concreto, es bastante más fácil desprenderse de ella. Además, hay que pensar que, frente a la complejidad tan grande en la vida que supone la existencia de los afectos, de los deseos, de las ocupaciones laborales o escolares, o de las preocupaciones, luchas y afanes diarios, uno suele atarse a elementos tan simples como puede ser una pastilla o  una pequeña cantidad de sustancia química (o ver televisión o whatsappear), y que eso hay que entenderlo para llegar a entender la función que ha cumplido esa sustancia o adicción en la vida de cada uno.
Cuando al principio se empieza a tomar drogas, el goce que produce compite con otros goces, otras formas de disfrutar, y no es en ese momento tan exclusivo, pero, poco a poco, lo que va ocurriendo es que ese goce va excluyendo todo otro, y se convierte en un amo absoluto que demanda sin cesar la atención hacia él. Por eso, en la coca o en el juego, por ejemplo, ya no se piensa en otra cosa que en el tiempo que resta hasta que llegue el momento de poder tomarlo, o de enfrentarse a la máquina o las cartas o cualquier otra cosa. Es algo similar, aunque con otras dimensiones, de lo que ocurre, en el caso de los niños o adolescentes, con las máquinas y sus juegos, o con el ordenador y la pornografía, en el caso de otras personas.
Entender que, para salir de la droga, hay que reducir esa sobredimensión, esa ocupación total del terreno, que ha hecho el goce de la sustancia en la vida de una persona, es fundamental, porque, ese goce, ha ido socavando poco a poco todos los campos en los que uno se mueve, hasta hacerlos perfectamente prescindibles frente a lo que importa más, que es la droga. Y hasta que el sujeto no vea la profunda alienación que le supone eso, que el malestar en su vida no compensa el goce que obtiene, no podrá dar el primer paso para poder salir de ella.
En muchos casos se observa que, cuando han de acudir a una cita o una fiesta, anticipan que no podrán disfrutar si no llevan consigo la sustancia a la que son adictos. Así, el encuentro con los otros, no es que esté mediatizado por la droga, es que acapara toda la atención del sujeto (cuánto tiempo ha pasado sin tomarla, si ya ha bebido lo suficiente para ponerse, cómo acudir por enésima vez al baño sin que nadie le pregunte por tanto viaje al mismo, etc.). Si algunas drogas, al principio, como ocurre con cierto nivel de alcohol o la coca, favorecen el abordaje de los otros o el intento de conquista de alguien que le despierta interés amoroso o sexual, potenciando incluso la capacidad discursiva, primero, y la sexual, después, con el tiempo cada vez hay menos interés por abordar al otro y el sexo llega a no tener ningún atractivo.
En un tratamiento psicológico, más allá de controlar las veces que consume o si el sujeto trata de engañarnos o de engañar a su entorno, si se quiere una verdadera separación de esa persona del goce que lo ata a la droga (y, por tanto, de todo el montaje que rodea la consecución de la misma o del momento que convoca su consumo imperativamente), una liberación que no se base en el control continuo y agotador, hay que descubrir qué función, qué papel, empezó a cumplir en la vida de ese sujeto cuando inició su relación con esa droga. Porque que un sujeto se vea ante la certeza de que no puede vivir sin la droga, que la única falta que mueve su deseo es la falta de la sustancia, muestra lo fácil que es esclavizar a un ser humano. En este caso cobra pleno sentido liberar al sujeto, liberarlo de esa supuesta necesidad psicológica, que ha nacido del sometimiento a lo más pobre de nuestra constitución biológica: el que consiste en ofrecer a la mente un medio de satisfacción único y excluyente.


domingo, 20 de abril de 2014

Las nuevas tendencias en la atención o intervención psicológica


Es muchas veces difícil decidir si la evolución en los tratamientos psicológicos incide ante todo en la forma y poco en el fondo, e incluso desvirtuando éste. Las nuevas tendencias tratan de hacer recaer el peso de la intervención psicológica sobre la relación terapéutica, considerando que ésta consiste en la empatía, el altruismo, la comprensión, la autenticidad…, lo que llaman las habilidades del terapeuta (y tratando de ignorar todas las implicaciones que en la relación terapéutica tiene la noción de transferencia). Y es que, hoy en día, parece que todo depende de las habilidades que tengas (para ser padre, para relacionarte socialmente, para ser psicólogo…), sin entender que dichas habilidades están cargadas, en su mayor parte, más de ideologías, de creencias, de empeños de imponer nuestra forma de entender al ser humano, que de saber auténtico. Si todo dependiera de habilidades, no habría más que montar una escuela para cada aspecto humano y todos felices. No es que no se pueda reconocer cierto valor a la adquisición de habilidades para ciertos aspectos de la vida, pero los esenciales (el amor, la integridad, la libertad…) dependen de cuestiones subjetivas mucho más radicales y no susceptibles de educación, o muy parcialmente dependientes del aprendizaje.
Pero esa postura es absolutamente coherente si se la compara con la patologización de cualquier manifestación humana gracias a la psiquiatría y a los diferentes DSM-x que han ido nombrando como enfermedad cada respuesta de un ser humano a situaciones vitales y proponer como remedio el correspondiente medicamento –que nunca han curado nada-. O sus explicaciones circulares tipo “el niño no atiende en clase porque tiene déficit de atención y tiene déficit de atención porque no atiende en clase” o solemnes tonterías como “tiene adicción a internet porque se pasa el día conectado y se pasa el día conectado porque tiene una adicción”.
Mientras el psicólogo sea respetuoso y esté comprometido, éticamente comprometido, con la curación de su paciente, cobra muy poca relevancia que sea empático, simpático o un  cardo borriquero. Los psicólogos no han de padecer con, ni sufrir con, todo lo contrario: si quieren ser objetivos y atender adecuadamente a su paciente no pueden estar atrapados en el sufrimiento de éste y aún menos en su goce.

Nuestra forma de entender la intervención psicológica supone entender la relación con el paciente desde el objetivo de resolver sus conflictos y síntomas. Porque, puede ser muy humanitario comprender al paciente, ser empático con él, pero lo que nos mueve es la pasión por entender el problema que lo está haciendo sufrir y resolverlo, no pasarle la mano por el lomo; trabajar y penetrar en la significación de sus síntomas, aunque eso pueda suponer  generar en el momento malestar e incluso dolor.
Poniendo un ejemplo lejano a la psicología, si yo voy a arreglar mi coche siempre pido al mecánico que lo arregle entendiendo los mecanismos que han fallado, resolviendo lo que ha sido la causa de la avería, no sólo las consecuencias de las mismas. Y siempre quiero que lo haga como tal mecánico, no que, según su manera de entender la mecánica, unas veces arregle desmontando el motor, otras se haga ayudar de un gurú que convoque los espíritus para arreglarlo, y otras llame a alguien muy comprensivo, cariñoso, generoso, altruista, que acaricie mi coche con amor y lo recite mantras (tipo los de la llamada psicología positiva) para relajarlo. Es decir, que cada cual en su oficio, si bien no le estorba un nivel de empatía con el semejante, depende para su buen hacer fundamentalmente del saber que tenga sobre ese oficio,  y lo que se le pide es que lo aplique con coherencia.
Nosotros trabajamos con una teoría que trata de establecer los fundamentos de cómo se constituye el sujeto, cómo se construyen los síntomas y cómo hay que afrontar su resolución, y eso ha de estar por encima de todas las características personales del psicólogo, de si es más o menos empático, o si es o no muy comprensivo (por no entrar en que todos esos términos remiten a formas de entender su significado totalmente distintas en cada persona). Es decir, creemos que lo que importa es su formación, su saber, la pasión por su trabajo, más que otros aspectos que, estén o no, ni favorecen ni entorpecen especialmente el proceso terapéutico.
Tampoco pretendemos ser nosotros las efigies inalterables ni las esfinges a descifrar por el paciente para evitar que nos lo comamos si no resuelve bien nuestro enigma –como Edipo ante la esfinge de Tebas-; no, para nosotros la esfinge es él y nosotros somos los que hemos de resolver el enigma de sus padecimientos, y no para acostarnos con él o ella como premio –también esto forma parte de las nuevas teorías sobre la utilización de la seducción en la terapia, sobre todo cuando, siendo hombre el terapeuta, se trata de bellas mujeres (no me lo invento: aparece en algunas páginas de psicólogos en internet)- , sino para permitirle liberarse de nuestra presencia para siempre, dejándonos la escoria y llevándose el mineral libre de impurezas –impedimentos, trabas, dependencias, alienaciones,...

Algunos confunden “enigma” –algo a descifrar, que muchas veces sólo requiere lógica- con “misterio” –algo incomprensible e indescifrable, inaccesible a la razón-, y por eso plantean que el modo de trabajo ha de ser heurístico (indagar, descubrir) y hermenéutico (interpretar), sin entender que descubrir e interpretar es lo que permite resolver los enigmas que vienen torturando al sujeto. Es, no obstante, un camino esperanzador que los psicólogos procedentes del conductismo se planteen ahora la intervención psicológica desde un modelo en el que los comportamientos se engendran en los procesos transaccionales de influencia recíproca entre biografía y contexto, donde esos procesos cumplen una función y tienen un significado y no en simples determinaciones de las conductas por aprendizajes a través de modelos.  

viernes, 18 de abril de 2014

Principios básicos de la atención psicológica


En la atención psicológica prestada a cualquier sujeto desde la Psicología Clínica, hay tres principios que han de primar por encima de cualquier otra consideración:
1.      Todo sujeto es sujeto de pleno derecho.
2.      Su capacidad de elección es inalienable.
3.      Su estado psicológico queda determinado por su relación a la ley –que subsume las dos anteriores-.
En cuanto a la primera, que un sujeto lo es de pleno derecho quiere decir que, sea lo que sea que afecta a su equilibrio psicológico, sean cuales sean los síntomas que lo hacen sufrir y sea cual sea su cociente intelectual, nadie puede actuar sobre sus síntomas o sus conductas sin el consentimiento del sujeto. Como corolario de este principio, el psicólogo ha de tener una posición de servicio frente a su cliente o paciente, es decir, en ningún momento  puede ejercer el poder sobre ese sujeto, aunque sea para su bien, menos aún sobre el fondo de que, por principio, el sujeto que acude para que alguien alivie su sufrimiento, se lo concede, ese poder, tras la suposición de que el psicólogo tiene todo el saber sobre lo que le hace padecer. Es más, es el psicólogo quien, en ese ámbito de la relación terapéutica, no es un sujeto de pleno derecho porque su función es poner su saber, su trabajo y todo su ser al servicio de quien acude a él para dar fin a lo que lo hace sufrir o lo hace ser menos libre.
Respecto al segundo principio, que su capacidad de elección es inalienable, supone que el psicólogo nunca puede creerse dueño o arrendatario de la capacidad de ese sujeto para resolver las encrucijadas, tomar las decisiones o realizar las elecciones, ante las que se ve enfrentado en su vida. Que ese sujeto sufra de ansiedad, esté quebrantado por una psicosis o limitado por una minusvalía psíquica, no autoriza en ningún caso al psicólogo a tomar el papel, desde su supuesto saber, de decidir por el sujeto, gobernar su vida o someterlo a la esclavitud de la imagen o ideal que él tenga en su vida. Esta acentuación en el mundo de la imagen, de la supuesta autoestima, de la autovaloración, viene siendo en los últimos tiempos un modo común en el trabajo psicológico, especialmente con mujeres, en que se les pide que puntúen permanentemente su imagen física o expongan su cuerpo  a la mirada neutra y sana del psicólogo, con el peregrino fin de hacerle valorar así su imagen y sentirse más segura como persona. El efecto de tal planteamiento es una continua mirada del sujeto a su cuerpo, haciendo recaer así el peso de su bienestar en el alienante mundo de la imagen y no en el reconocimiento de las trabas puestas al deseo o a su capacidad de amar en la vida. Deseo y amor porque ambos se apoyan justamente en eso que falta –al ser, a la imagen, al bienestar…- y no en ninguna imagen ideal impuesta por el medio social o por un supuesto saber psicológico.
Con el tercer principio, la relación a la ley, se trata de entender que esa ley es fundamental para poner orden en la mente en construcción del niño y comprender que son las mismas leyes que rigen nuestro funcionamiento psicológico y social, o  ser conscientes de las consecuencias que el rechazo o transgresión de la ley producen en el equilibrio psicológico de cualquier ser humano. Son, por tanto, el punto fundamental para entender los síntomas o las distintas afecciones psicológicas, desde la psicosis donde hay una dificultad fundamental para entender la ley, a, en el otro polo, la psicopatía como el rechazo frontal a esa ley. En la relación terapéutica, el psicólogo nunca puede ser ni creerse el referente, el modelo, el que posee la clave del bien y del mal que habría de guiar la vida de quién acude a su consulta. En ese ámbito, él tampoco es el sujeto de pleno derecho; en este terreno, sus criterios morales, éticos o estéticos no tienen cabida y son insignificantes: el sujeto que acude a él lo hace para que ponga su trabajo al servicio de su deseo de entender, fijar, modificar o rechazar sus propios criterios morales, éticos o estéticos con los que enfrentarse a sus propias dificultades o a su relación con lo social. Que el psicólogo ponga su trabajo al servicio del sujeto con el fin de que de su consulta salga un ser más libre de lo que era al llegar a ella, que incluso ese trabajo sea lo suficientemente eficaz para que la salida del malestar no sea a costa de convertirse en un canalla, no quiere decir que tenga derecho a ejercer el poder o manipular a ese sujeto para que llegue a lo que el psicólogo considera lo más sano para cualquier ser humano.

Si el trabajo se apoya en la relación a la ley, en lo simbólico, que permite poner límites, ordenar, entender, dar sentido a sus síntomas, y no a lo imaginario que tiende a la alienación, a la sugestión, al ejercicio del poder, más posibilidades habrá que de ese tratamiento salga un sujeto responsable de sus actos y no un alienado feliz o un canalla que retuerza a su conveniencia sus responsabilidades para obtener siempre un beneficio propio aunque pueda atropellar de paso a cualquier otro ser humano.

viernes, 11 de abril de 2014

No se ría de la psicología


Al menos no lo haga antes de ser asertivo. Si quiere serlo, dedíquese a decir asertos –no importa sobre qué ni dónde- o a responder “no” a todo lo que se le demande: que le preguntan si quiere comer, diga que no; que le preguntan si entonces no quiere comer, diga que no. Lo importante no es si usted come, sino si sabe decir que no.
Ahondando más, si lo que quiere es controlar cualquier obsesión o adicción, primero debe aprenderse bien el nombre de su síndrome -que alguno que no sabía griego le puso usando los traductores de internet-. Porque hay que saber lo que a uno le pasa: si usted dice que no puede expresar sus emociones, por ejemplo, le dirán que usted padece alexitimia, que es lo mismo pero le deja convencido del saber del que le escucha. Cuando ya conozca el ansiado nombre, dígase en este caso a usted mismo que no. Si, por ejemplo, entra en un centro comercial y tiene por costumbre coger cosas sin pagar, diga, no menos de mil veces, “no voy a robar”; que le gusta beber sin saber cuándo parar, al entrar en el bar o cuando se aproxime a su bodega casera, dígase en este caso no menos de diez mil veces “no voy a beber”. Tenga cuidado, eso sí, con lo que llega a negarse, no vaya a prohibirse comer, como en la anorexia, y aquí tendría que recurrir al aserto positivo y decirse con ánimo, y con música celestial si hace falta, “tienes que comer”. En todo caso, como la terapia del control es muy cansada, estúdiese bien todas las dietas calóricas, sin hipo, medidas en calorías, puntos o comas, y aliméntese bien que le hará falta para aguantar con entereza dicha terapia.
Pero si lo que le angustia es que no llega el amor, no olvide que el remedio lo han ofrecido los estudiosos de las hormonas y la química orgánica. Ellos saben que el amor nace por el olfato, gracias a las feromonas. Por tanto, hágase potenciar hormonas, póngase colonias o no se lave (en este caso que sea con moderación) y diríjase a la mujer o al hombre que le guste. Por el camino tenga cuidado en alejarse corriendo de cualquier otro hombre o mujer, sobre todo si no le gustan, no sea que sean ellos los que se enamoren –absorbiendo todo su olor- y cuando llegue a su cita –con quien ya le atrapó con su feromonas- perciba que usted no inspira ningún amor, es decir, que no exhala ningún tufillo que a su amada o amado lo haga caer a sus pies. En todo caso, no desespere, siempre puede recurrir a cualquiera de los métodos tradicionales de conquista: mandar flores, invitar al cine, mostrarse simpático y hacer reír, e incluso ducharse bien antes de ir a la cita y, yo no correría riesgos, sin colonia, no vaya a ser ese un perfume anti-amor para ella o para él.
En ningún caso cuestione si lo que dicen esos autores es producto de una noche de insomnio o de una carga sexual descargada consigo mismo, o del afán de pasar a la historia soltando cualquier cosa: créalos, sea obediente y todo saldrá bien. Y si sale mal es porque la chica del metro (o el chico, ¡qué pesadez el género!) se vio confundido en su membrana pituitaria por tanto sobaco y sudor de trabajo -que no en vano suelen ser los currantes los que viajan en dicho medio-. O es que se puso por medio otro más guapo que usted (aunque el amor sea ciego, y sea el olfato, y no la vista, el encargado de la elección).


Ni se le ocurra, para cualquiera de los casos, pensar que quizás haya en usted algún resto de su historia buscando ser entendido y liquidado, algún deseo inadmisible, o un afecto que no sea de puro amor, no, y si lo hay, qué importa, que siga ahí, pero eso sí, prohíbale de forma bien asertiva que vuelva a colarse en su vida e intentar generarle angustia porque –que entienda bien la amenaza- lo esperas con los noes o los síes asertivos que hagan falta para vencerlo. Y si volviera a necesitar, para controlar tanta angustia, o ansiedad –que es más moderno-, volver a generar fobias, obsesiones o cualquier otra molestia, prohíbaselo mucho más firmemente en nombre de alguna terapia con nombre griego o consuélese porque algún síndrome nuevo, otra vez en griego, le vendrá a recordar que sufre el mal de muchos y consuelo… Es esta línea yo ando detrás de componer una palabra griega o inglesa con final en “ing” –no bancaria- para el síndrome de “la tontería es lo único que no tiene límites”.

jueves, 3 de abril de 2014

La necesidad de acumular bienes


A lo largo de la historia el hombre se ha enfrentado a la vida afanándose especialmente por alcanzar poder o bienes acumulables. Llamo “bienes acumulables” a aquellos que, sean elementos simbólicos como el poder o materiales como el dinero, lo que despiertan en el hombre es la pretensión fundamental de acumularlos sin límite. Es importante también entender que, en la estructura social en la que el ser humano se encuentra inmerso, esa acumulación es, en la mayor parte de los casos, a costa de arrebatárselos a otros. Los casos extremos son los de los dictadores que han abundado en la historia lejana y reciente, que han multiplicado sus bienes, en el caso actual depositándolos en los paraísos fiscales, alcanzando cantidades desorbitadas que  proceden del robo o de esquilmar a sus propios ciudadanos.
¿Podemos creer que la pretensión de quienes hacen eso es disfrutar de esos bienes (en el sentido de que dan acceso a otros bienes supuestamente deseables: casas de lujo, coches, barcos, mujeres en el caso de los hombres, adulaciones, servilismos, sometimientos…? Muchos de ellos no hubieran podido hacer uso de ese dinero aunque hubieran tenido diez vidas para gastarlo y a otros los han detenido o matado antes de que pudieran hacer uso real de ellos.
No, la finalidad para esos hombres no es la misma que para el que tiene un sueldo normal y su hipoteca, y sueña con que le toque la lotería que lo saque de agobios. No, esa acumulación obscena de bienes es, en todo, pareja a la acumulación de mierda. Apenas hay diferencia psicológica (no es importante ahora pensar lo que se puede hacer con tanto dinero) entre quienes acumulan cartones y bolsas de basura –el llamado síndrome de Diógenes-, o el obsesivo que empaqueta con pulcritud sus heces y las acumula en el armario –hay casos clínicos que lo demuestran-, o el avaro que esconde su dinero -que nunca gasta- debajo del colchón y lo cuenta y toquetea todos los días, y esos acumuladores no avaros de dinero en cantidades astronómicas.
Ese mismo afán de acumulación ya llevó a dar un valor añadido –y ridículo- a ciertos minerales u objetos y conducido a algunos hombres a acumular joyas de oro o diamantes por los que tanta gente ha muerto. No me importa ahora valorar si en las joyas se da un valor añadido por ser sustento también de la capacidad creativa, artística, de algunos hombres. Me importa en el sentido de que ese bien se vuelve importante por lo que representa (poder, riqueza, elegancia,...) o por su rareza o escasez y no por su valor intrínseco: mucha gente no distingue, por ejemplo, una circonita de un brillante.
En la película “Los dioses deben estar locos” –dirigida por Jaime Uys- se refleja con gran sentido del humor cómo la presencia de un bien, una botella de coca-cola, se puede convertir en el origen de conflictos entre personas que hasta entonces han convivido en armonía.
Que el ser humano descubra bien temprano que su vida se halla prometida a un vacío insondable, la muerte, o que sienta que las palabras nos dan ya en cierto sentido por muertos, lo que en muchos casos se traduce en angustia ante muchas situaciones que de alguna forma evocan ese vacío, explica que la pretensión de la mayoría de los seres humanos sea llenarlo con bienes acumulables (sea el poder, el dinero, la comida, la fama,…).
Un caso paradójico es el de los llamados ludópatas que, buscando supuestamente acumular bienes, entregan sistemáticamente todos los que poseen. Pero entregar los bienes palpables les blinda ante la posibilidad de entregar esos otros bienes que no pueden acumularse (atención, cariño, deseo, cuidados…).
Paradigmática es la posición de la anoréxica respecto de los bienes: temiendo ser deseada por sus bienes –en este caso su carne, su belleza-, decide deshacerse de ese bien en un intento dramático de dar con la clave del amor –que Lacan enunció de una manera gráfica como “dar lo que no se tiene”.
Ese es el drama esencial del ser humano cuando, de una vida llena de necesidades, incertidumbres y amenazas, pretende extraer algo que haga de punto de anclaje duradero, el amor, y lo que hace es confundir el ser amado por lo que no tiene con serlo por sus bienes. Dar lo que se tiene es, a pesar de todo, lo más fácil del mundo. La pega que tiene es que no genera amor. Lo que genera es lo mismo que ofrece: el anhelo de recibir o poseer sus bienes. El amor se produce cuando se logra romper esa relación con los bienes: un sujeto es transformado subjetivamente por el amor que siente por otro o del que es objeto en la medida en que no puede hacerlo depender de un bien acumulable, sino por la certeza de que es amado o ama desde la falta que reconoce en su ser. Cuando están mediando los bienes, todo se vuelve dudas. El ejemplo más sencillo es cuando un niño demanda amor y recibe un sinfín de objetos que pretenden sustituirlo. Lejos de lograrlo, todos esos bienes acentúan la sensación de desamor.
El que acumula bienes acaba poniendo su vida al servicio de su acrecentamiento, de su protección y del temor a perderlos o a que se los arrebaten. Quien haya visto la película “Límite vertical” –dirigida por Martin Campbell- recordará que el rico pretende tener más derecho que los demás a sobrevivir porque tiene muchos más bienes que conservar. Se ha vivido en las grandes crisis económicas que quienes perdían sus fortunas se suicidaban: no podían ser nadie sin sus bienes. Ya en el Antiguo Testamento se pone a prueba eso, a sugerencia del diablo, en la figura de Job.
A un nivel más mundano, hay muchos sujetos que se someten a otros o cumplen cuantas demandas se les dirige ante el temor de no poseer o no poder ofrecer lo necesario para ser amados o, dicho de otra manera, buscan ser amados por lo que son capaces de dar. Es una postura que siempre lleva al fracaso porque no genera amor, sino situaciones de abuso, maltrato o, cuando menos, que se aprovechen de ellos.
La evidencia, aunque muchos sean ciegos a ella, es que no se ama a nadie por lo que tiene –ni siquiera por bienes no acumulables como la belleza, la simpatía, o la inteligencia, o por los acumulables como el poder o la riqueza-. Si fuera así, sólo se podría amar a los guapos, simpáticos, inteligentes, poderosos o ricos. Otra cosa es la creencia de que es en éstos que vamos a encontrar más fácilmente el tapón a nuestra falta en ser. Y lo que se suele producir es lo contrario: los que poseen bienes convocan el deseo en los otros en la medida en que éstos creen que van a encontrar algo maravilloso detrás de esa piel bella, de esa simpatía, de esa inteligencia, de eses poder o de esa riqueza. Lo que realmente se encuentra es lo que se esconde o no detrás de cualquier ser humano: manías, tiranías, ideas o ideales que chocan con los del otro, presunciones de superioridad… o alguien que es capaz de dirigir su propio deseo desde más allá de lo que posee y que puede amar al otro sea cual sea su apariencia. Finalmente, como en los cuentos, al menos a ojos del que ama, el que es amado pasa de bestia o rana a la apariencia de príncipe o, cuando menos, encargado de las cuadras reales.
No estoy proponiendo un programa religioso de castidad y pobreza. El hombre ha progresado gracias a su capacidad de generar bienes y que esos bienes, desde su exterioridad de objetos elaborados, convertidos en un bien, lo transformaran a su vez: desde el primer martillo, cuchillo o hacha a las máquinas más sofisticadas de hoy en día con las que se pueden distinguir células tumorales. Unos y otros son bienes sin los que el hombre no sería tal. Los primeros no son precisamente los bienes que pertenecerían a la categoría de “acumulables”, pero fueron el medio a través del cual el hombre intentó hacerse con los que sí lo eran. Así, esos bienes llevaron al hombre por dos vías: una, la de su uso para hacerse con el poder y con los bienes del otro; y otra, la de la necesidad de regular la convivencia a través de las leyes que pudieran poner cierto límite a ese afán de acumulación (ya no podía ser de cualquier manera o se podía pedir cuentas a quienes pretendieran hacerse con los bienes en contra de esas leyes). Si el animal peleaba por su comida o por hacerse con la hembra –y rara vez esa lucha era a muerte-, el hombre empezó a pelear por todo: por la cueva del otro, por su fuego, por sus armas, por sus pieles, por sus joyas, por sus mujeres o por obtener el goce arrebatando al otro lo único de lo que no puede apropiarse, su bien más preciado y endeble: su vida.
Para gloria o condena del ser humano, los únicos bienes no acumulables son algo nacido de su especificad como especie: estar inmerso en el lenguaje. Esos bienes son el amor, el deseo… y el goce. El problema es lo que se puede llegar a hacer para obtenerlos o darlos satisfacción. Desde el niño que miente diciendo que ha sacado un 9 (y ha sacado un 1) porque espera ser más amado si da más, al adolescente que pone sin parar a prueba el amor de los padres con sus comportamientos, o al adulto que se desvive por alcanzar dinero o gloria en la esperanza de asegurarse así el amor, todos triunfan o fracasan en la medida que descubren que el amor escapa a los bienes, condiciones o reglas que puedan manipularse para conseguir el fin que persiguen.
La mayoría de las demandas a los psicólogos tienen que ver con las dificultades que los seres humanos hallan para resolver ese viejo conflicto entre el ser y el tener que, desde Freud, es entre la falta en ser y el goce. La falta en ser conduce al deseo y al amor. El goce –no me refiero al placer- conduce a la acumulación de bienes. Por ejemplo, en el libro de “El espejismo” –del egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura- el protagonista anhela y ama al padre hasta que descubre dentro de sí la idea de que podría matarle y apoderarse así de sus bienes.
Es el deseo el que convierte la falta (nadie duda que desea porque algo le falta) en el motor más potente de nuestra vida. El engaño es creer que se puede llegar a satisfacer con bienes acumulables y no que, si es un motor tan potente, es porque nunca obtiene lo que busca… al menos no del todo.
Si se trata del goce siempre es a través de bienes que crean la ilusión de taponar nuestra falta en ser a través de esos bienes más o menos efímeros: dinero, poder, droga, juego,…
Es el amor el que mejor demuestra que su presencia en un sujeto escapa y va más allá de la presencia o acumulación de bienes –me refiero a la pretensión de ser amado por ellos.
Para el ser humano el ser es siempre algo inacabado, algo a alcanzar. Nadie nace diciendo, salvo en las historias preñadas de humor de Gila, “mamá que he nacido, que soy yo, Pablo”. Confundir esa aventura del ser con la acumulación de bines es la mayor fuente de malestar y horror en el ser humano.


jueves, 27 de marzo de 2014

La incoherencia


Si hasta ahora he pensado que la incoherencia humana con sus ideales o creencias es intolerable, al menos en ciertos grados, en este momento me planteo la suerte que supone tal incoherencia, derivada de nuestra división subjetiva, de la no concordancia entre nuestra conciencia y los deseos inconscientes. Porque, ahora me doy cuenta, si ciertas ideologías o creencias hubieran contado con una mayoría de adeptos coherentes, el horror en el mundo sería indescriptible (bien es verdad que una parte de ese horror se debe a las incoherencias). El caso en el que la coherencia estuvo cerca del límite de lo absoluto fue el nazismo y ya se ve dónde llegó y dónde podría haber llegado.
Es más, la coherencia en un grado absoluto llevaría a una falta de libertad insufrible –lo cual no quiere decir que cada cual no se rebele contra su incoherencia, porque ésta también puede llegar a hacerlo esclavo de sus miserias.
Esa dimensión temible de la coherencia total (también puede expresarse como el mal sin su par, el bien) lo expresó con humor Italo Calvino en “El vizconde demediado”: al vizconde lo parten por la mitad en la guerra y vuelve la parte mala a su condado haciendo perrerías a todos los habitantes. Todos suplican para que venga la parte buena. La mala se va, viene la buena –empeñada en hacerlos portarse bien- y entonces todos rezan para que, por favor, vuelva la mala, porque la buena es mucho más insufrible.
Por tanto la lucha que uno ha de tener entre sus tendencias encontradas, sea la que sea la que se imponga, es la fuente del mayor equilibrio posible… y deseable, siempre que uno de los dos opuestos no se imponga en exceso. Cuando la tendencia que se impone es la que va contra los valores éticos o morales, la conciencia actúa para intentar forzar en el sujeto su corrección y, ahora sí, exigirle que sea coherente con lo que supuestamente tiene como ideal.
En un tratamiento psicológico, ese conflicto entre opuestos lleva a los sujetos a la consulta cuando tal conflicto se ha vuelto inhabilitante, no tanto por el conflicto en sí, sino porque el sujeto no es capaz de actuar con libertad ante las exigencias de ambas tendencias. Eso suele encontrar su manifestación en la angustia que indica al sujeto que se halla ante una encrucijada y que es incapaz de hacer una elección para salir de ella.


La comunicación o “la pelea con el malentendido”


  1.  El esquema de la comunicación.
La comunicación es el intento de un sujeto de hacer partícipe a otro de una idea, de un sentimiento, de una intención, o la solicitud al otro de una respuesta, de una acción, de un asentimiento, en definitiva, de una comprensión de lo que intenta transmitirle. Que dos o más sujetos se pongan de acuerdo en algo, no quiere decir que entiendan lo mismo o que las palabras tengan igual significación para cada uno de ellos. La evidencia es la contraria: es especialmente costoso hacer que el otro comprenda lo que yo le transmito y siempre se produce sobre un fondo de malentendidos que hay que tratar de salvar. La protesta más común es “no me entiendes” o “no me comprendes”. Entender aludiría a una dificultad en compartir la misma referencia lógica, al aspecto más formal de la relación entre las palabras para generar un sentido, y el comprender alude más a la subjetividad de compartir, aparentemente, los mismos significados afectivos de lo que intenta transmitirse.
Aunque el esquema de la comunicación,
Código-Otro
Mensaje
Emisor --------------------Receptor,
es, aparentemente, muy sencillo, la comunicación entre los seres humanos es, en realidad, muy compleja. Todo sujeto ha de recurrir a tomar algo que le es externo, las palabras, los significantes, para hacerlas después propias en el acto del habla. Las palabras del código, todas las que pueden generarse en una lengua, son el conjunto que nace de la combinación de los fonemas básicos, muy limitados en número, que al combinarse de acuerdo a ciertas reglas, dan lugar a todos los términos aceptados en una lengua, exceptuando las que esas mismas reglas excluyen como válidas. Lo más importante en el lenguaje, lo que lo hace tener la potencia que tiene en el ser humano, no es su capacidad para transmitir ideas, ni la capacidad de ir más allá de lo inmediato, sino, ante todo, las propias leyes que rigen esa combinatoria. Esas leyes no se limitan a ordenar el modo de comunicarnos o nuestra representación del mundo, sino que permiten ordenar nuestro propio psiquismo para que podamos enfrentar lo que nos rodea y nuestras propias exigencias interiores de un modo acorde a los demás.
Para unos, el lenguaje se aprende como una conducta más; para otros supone la existencia de un mecanismo innato que permite su funcionamiento inmediato en el niño; y para otros es algo que, antecediendo al sujeto desde antes de que nazca, le permite reconocerse como tal por obra del mismo lenguaje. Es decir, para unos, sería una conducta más de las que un sujeto puede aprender y utilizar; para los segundos, supone una especificidad del ser humano que no puede ser remitida a un aprendizaje; y para los terceros, es una estructura externa al sujeto, a la que el sujeto ha de ingresar para constituirse como tal sujeto, pensar, sentir, obrar…, es decir, es  la condición misma para que un ser humano se considere tal.
Para entender la complejidad del lenguaje, hay que distinguir lenguaje de lengua hablada. El lenguaje es todo sistema de signos que pueden combinarse para generar unidades de comunicación distintas a los propios signos, como, por ejemplo, el código de signos de los mudos. La lengua hablada es un caso particular, aunque el más importante por la capacidad casi infinita de generar nuevos conceptos. La lengua es el conjunto de signos de una comunidad que permiten generar los infinitos mensajes. El lenguaje es esencialmente lo que tienen en común todas las lenguas: esas leyes de articulación y de combinación que permite “traducir” cualquier lengua a otra, es decir, que cualquier ser humano pueda hacer uso de los signos de otras lenguas porque las leyes que los gobiernan son los mismos. Tal es así, que se pueden generar lenguajes nuevos, como el informático, a partir de mínimas unidades discrecionales, haciéndolas funcionar con leyes similares a las que gobiernan cualquier lengua.
Plantear el problema del lenguaje como si hubiera que elegir entre un desarrollo cerebral que permitiría, de modo innato, el uso del lenguaje o como algo aprendido ante lo que el cerebro se modula de un modo plástico, es un planteamiento similar al del huevo y la gallina. Pero, como este caso, se puede solucionar de modo sencillo: no hubo gallina hasta que hubo huevo, es decir, la gallina empezó a ser tal cuando el huevo empezó también a serlo. En el caso del lenguaje: el ser humano nació como tal al nacer el lenguaje. Es decir, cuando el pre-homínido pudo convertir su grito en algo más que un mensaje fijo y determinado de antemano, para otro ser como él que pudo darlo por recibido, ahí nació el ser humano. Cómo ocurriera eso pertenece al orden de los misterios, similar al de cómo pudo surgir la vida misma, pero lo que importa es que, a partir de ese momento, el cerebro del ser humano fue modificado por eso que, de alguna manera, era exterior a él mismo, y, a la vez, el desarrollo de ese cerebro hizo posible la progresiva complejidad de las leyes que regían la generación y uso de ese lenguaje. Cuando un ser similar a los hombres pudo decir “yo”, es decir, reconocerse como tal, nació el ser humano que se apartó así de un modo extraño de su propia naturaleza, de lo puramente animal, innato. Le permitió también desligarse de la naturaleza y sus designios de necesidad -comida, calor, reproducción- y engendrar un universo nuevo donde las necesidades ya no gobernaban la vida de modo radical y los objetos naturales se transforman para dar lugar a una naturaleza nueva (una piedra en un hacha, el barro en una taza, la madera en una mesa...).

Entre los animales hay comunicación que, si sólo se considerara como la transmisión de una información, se podía considerar más perfecta que la humana: una abeja comunica a sus congéneres la localización de un lugar con flores y lo hace de un modo inequívoco. Pero, lo transcendental, es que esa abeja no lo puede hacer de otra manera que la fijada por su código genético, no puede tampoco engañar a sus congéneres o gastarles una broma. Lo mismo ocurre con el ciervo encargado de dar la señal de alarma en caso de percibir la presencia de un depredador: no puede dejar de darla y no puede engañar a sus congéneres inventándosela. Hace unos años, en un reportaje sobre las migraciones de las manadas de antílopes o de ñus en África, pudo verse una escena escalofriante: el guía, encargado de indicar el camino a sus congéneres y de decidir por dónde habían de cruzar el río para salvar en lo posible la amenaza de los cocodrilos, marca un lugar para cruzarlo y, al lanzarse, acuden innumerables cocodrilos a atacarlo: los miembros de su manada, lejos de detenerse al ver a los cocodrilos, se van lanzando uno tras otro al agua. Para ellos la orden innata de seguir a su guía es más fuerte que el miedo. Se puede decir que se produce una comunicación perfecta entre ellos. Ese ejemplo no está muy lejos de los que ocurre cuando un grupo de seres humanos se alienan a un líder o una idea: van adelante ocurra lo que ocurra y hayan de hacer lo que hayan de hacer. Podemos reconocer fácilmente en ese caso a los nazis de Hitler o a los comunistas de Stalin, donde todo el mundo entendía perfectamente lo que su líder quería, o el caso de otros discursos fanáticos actuales.
Ya en el siglo XVI, autores como Erasmo de Roterdam habían observado cómo el ser humano era alejado de los instintos por las palabras. También entendieron los efectos que las palabras producen en los sujetos, de las que, observaron, tampoco eran ajenos los animales domésticos: algo de la naturaleza del animal se veía trastocado por su contacto con el discurso humano.

Lo que constituye a la comunicación como humana es la presencia del malentendido, la posibilidad del engaño o de mentir con la mentira, pero también de mentir con la misma verdad y la presencia de esas dos dimensiones, verdad y mentira, como referencia fundamental de la palabra. Es decir, el lenguaje humano se basa en la libertad que tiene para acoger o rechazar el mensaje que se le envía, para decidir si lo considera verdad o mentira, para responder de un modo u otro al mismo.
Pero no es sólo eso. El ser humano no se puede considerar ajeno, pero tampoco dueño, de las leyes que gobiernan el lenguaje. Por eso no es tan fácil tomar la palabra y el sujeto no se siente plenamente dueño del sentido del mensaje que emite porque, más de una vez, lo sorprende dando a ver más de lo que quería dar a ver de sí mismo, desconcertado por el sentido que retorna desde el receptor de su mensaje, o necesitando ser escuchado para comprender lo que es capaz de producir sin sentirse plenamente dueño de ello. Que, además, las palabras tengan el poder de afectarnos, de transformarnos, de zarandearnos, de trastornarnos, hace al lenguaje algo mucho más potente que un simple utensilio del que el ser humano pudiera hacer uso, como lo hace de un lápiz o un martillo. Esto es lo que da sentido y utilidad a la psicología.
Desde que el niño viene al mundo, lo hace a un universo de palabras que lo nombran, nombran sus necesidades, transmiten elementos que son la base de su humanización como el afecto, el reconocimiento de sus gritos, de su llanto, de su risa. Toda la suma de los efectos que las palabras producen en él a través del habla de los que le rodean, y que le abren el paso al uso de las leyes del lenguaje, es lo que constituye el inconsciente.
El niño no aprende simplemente las palabras: es afectado por ellas y descubre la potencia de las mismas cuando descubre que las suyas también tienen efectos sobre los otros. Se tiende a creer que el niño entiende primero el significado de las palabras y luego las usa, pero, quien esté ante un niño y no dé nada por supuesto, descubrirá que el niño es capaz de situar primero las palabras correctamente en su contexto antes de saber su significado exacto. El caso más significativo es el de las palabras “papá” o “mamá”: los adultos tienden a creer que el niño sabe lo que significan esas palabras (parentesco, haber nacido de o ser engendrado por…), pero, para el niño, al principio no son más que los nombres de quienes le cuidan y muestran afecto –por eso cumplen exactamente igual ese papel los padres adoptivos-. Para algún niño es una decepción saber que los padres tienen otro nombre, una cierta confusión porque se les pueda llamar de varias maneras que, más de uno, resuelve cambiando, por ejemplo, el “mamá” por el nombre propio y llamándola por ese nombre desde entonces.
Hablar a un niño es darle un lugar en el Otro. El niño conquista el mundo a través de la conquista de las palabras y de las distintas significaciones.
Si es inconmensurable que las palabras nos permitan comunicarnos, aún en el malentendido, y que representen a las cosas, lo fundamental, no obstante, es que tengan efectos sobre los seres humanos (cambiando su modo de enfrentarse a las necesidades, generando creencias y dioses o sistemas simbólicos para abordar las exigencias pulsionales y para enfrentar lo insondable de la existencia del universo o de la propia muerte), y que permitan transformar el mundo (por ejemplo, estar inmerso en las leyes del lenguaje lo ha llevado a descubrir leyes en la naturaleza o a extraer de ella lo que antes aparentemente no estaba, como descubrir los átomos y luego las partículas, que tuvo el efecto de poder hacer estallar la bomba atómica; o algo más sencillo, como decir a alguien "te quiero" que tiene un efecto inmediato de pudor, rendimiento, alegría, entrega, embarazo, compromiso entrevisto o de rechazo...). Y por eso la comunicación no es un simple intento de pasar información: es el intento continuo de afectar, de provocar efectos sobre los otros. Contaba una madre como, cuando reñía a su hijo, éste la desarmaba diciendo "¡Así se habla mamá!".
La lengua no tiene tampoco como función esencial nombrar la realidad objetiva, su función principal es la creación de sentido a través de la ruptura  de la relación entre el significante y el significado que se le atribuye (por eso se puede decir "vivo sin vivir en mí...", "estoy perdiendo el tiempo", "me amarga la existencia", "mi vida no tiene sentido sin ti"...). En estos casos, se generan sentidos nuevos combinando los significantes de un modo diferente o haciendo entrar ciertos sentidos en una posición no habitual. En todo caso, siempre queda un menos de comunicación al tener que salvar el malentendido con sobrentendidos o supuestos entendimientos.
Pero el malentendido no es algo indeseable sin más: sin él no habría la generación del deseo y los afectos que se alimentan del intento de alcanzar un sentido común. El malentendido puede generar la risa más incontenible, como el sufrimiento más desgarrador, y la literatura y el cine no hacen más que ilustrar sin parar los efectos que genera el malentendido, conduciendo a los sujetos al encuentro inesperado con lo deseado o a verse envueltos en una espiral de violencia o a soportar sufrimientos en apariencia incomprensibles.       
La psicología, desde diversas perspectivas intenta dar respuesta a lo que hace al hombre como tal, al modo de registrar la información y a su recuperación mediante la memoria, al controvertido tema de la relación entre lenguaje y pensamiento, a la lengua como una conducta pero también como un mediador imprescindible entre el mundo y la biología que lo sustenta, como el utensilio privilegiado de cualquier otro aprendizaje o de su poder transformador sobre las conductas, afectos, ideas,… de cualquier ser humano.

  1. La comunicación desde la lingüística.
La tradición lingüística denomina lenguaje a todo medio de comunicación entre los seres vivientes o a todo sistema de signos que pueda servir de medio de comunicación. Consideran, por eso, que la función central de las lenguas es la función de la comunicación.
Saussure define al signo lingüístico como arbitrario porque la relación entre significante y significado es extrínseca: no hay lazo analógico entre su forma y su sentido. Define el lenguaje como un sistema de signos, pero no es esto lo estrictamente diferencial del lenguaje humano. Sistema implica la presencia de signos estables de un mensaje a otro, que se definen funcionalmente por su oposición unos a otros. Lo más propio del lenguaje, que lo diferencia de otros sistemas de comunicación, es la doble articulación que definió Martinet (el mensaje se puede descomponer en unidades de sentido, monemas, y unidades que carecen de sentido, fonemas). Opone así el lenguaje humano al grito del niño y el lenguaje humano a la comunicación animal.
Definen así el lenguaje y su función:
  • La función comunicativa es la función primaria, original y fundamental del lenguaje (alude a lo instrumental).
·         Las lenguas no son un calco invariable de la realidad, sino que su modo de constituirse en cada pueblo determina los valores y modos de pensamiento de los hombres (ya se ve con esto que no es tan sólo instrumental).
·         La lingüística muestra que cada lengua corresponde a una reorganización, que puede siempre ser particular, de los datos de la experiencia (cada uno lee la realidad de una manera, es decir, la realidad es psíquica, imaginaria). La lengua es un prisma: nuestra visión del mundo no sólo es a través de la lengua sino que está determinada, predeterminada, por esa lengua (que lo simbólico nos antecede).
  • Terminan diciendo: nuestra "mentalidad" no está aprisionada a perpetuidad en el "genio de nuestra lengua" (pero es ese genio el que permite interrogar esa experiencia y cambiarla, gracias a la no atadura de las palabras a la realidad  de forma unívoca).
A modo de anécdota, para hacerse una idea de la dificultad a la hora de definir un concepto de modo inequívoco, valga que se haya recogido a lo largo de la historia unas cuatrocientas definiciones para el término “palabra”.



  1. Código, Otro, Ley.
El problema del Código-Otro (lugar de la palabra, y Ley en tanto regula y estructura nuestro psiquismo) no es que tomamos de él las unidades para crear mensajes sino que, primero, hemos tenido que ser capturados por él para poder representarnos como sujetos. Desde ese momento, el código, no es un simple saco de significantes, un instrumento, sino algo en cuya relación estoy atrapado.
Son las leyes del código las que determinan la constitución de los conceptos de bien y mal para el sujeto y de los límites de lo real. Esas leyes también son las que orientan y gobiernan al sujeto: "no al incesto", "si me tiro desde el octavo, me mato", sin que el niño haya de comprobarlo en la realidad. Es cuando la relación a ese código- Otro, ley, se trastoca, que un niño, por ejemplo, puede tirarse por la ventana para volar como Superman.
Si el código es común, ¿dónde se constituye lo subjetivo para no responder lo mismo todos como harían los ordenadores igualmente programados? Porque la relación con el código es única y eso constituye el inconsciente.
El código no contiene todos los significantes, no todo se puede decir. Si no, se cumpliría la pretensión psicótica de significante=significado, todo se entendería, no habría nada que comunicar -hacer común- sino que nos limitaríamos a informar.           
Si pensamos al código en cuanto Ley, para transgredir la ley, hay que ser sujeto, es decir, habitar en lo simbólico -por ejemplo, un niño autista no puede transgredir la ley porque no se ha constituido como sujeto desde su relación a la misma-. Eso es también lo que intenta decirse cuando se considera inimputable a un sujeto por sufrir un trastorno psicótico.
La transgresión del código, en el ámbito de la lengua y del sentido, produce placer. Es el caso del chiste, que es una cierta forma de incongruencia, de deslizamiento: es decir, el mensaje del chiste no figura en el código de una forma ya reconocida sino que supone una cierta infracción al código (parece que habla de una cosa y se desliza hacia un sentido inesperado). También, por ejemplo, el piropo funciona como algo peculiar, porque alude de forma no directa, lateral, a la relación sexual. Por ejemplo decir a una mujer “por donde tú pases, qué falta hacen las flores” o “ladrona”. Pero también en este caso, para producir esa infracción hay que habitar en ese código: por eso a un psicótico le cuesta reír un chiste o entender una metáfora, porque él no habita sino que está invadido por lo simbólico.
También la poesía es una modificación del código ordinario y también produce por eso sensaciones que no produciría dicho lo mismo en el habla cotidiano.
El chiste, el piropo, la poesía, el lapsus, jugando con el sin-sentido generan significaciones mucho más amplias y ricas que una descripción directa de la cosa (Por ejemplo "diminutas ferocidades" por "dientes", de Miguel Hernández).

  1. Lo simbólico y la comunicación.
Que significante y significado no están unidos de forma unívoca se constata en que para decir "qué es A" tenemos que decir "es B". O que digamos lo mismo para sugerir otra cosa: “lo que quiero es lo que quiero”.               
Gracias a esa no esclavitud del significante al significado, los niños pueden jugar a ser otros en sus juegos: "tú eres la mamá, yo soy la hija...", y, luego, también en la vida real. O incluso después de muerto, como lo que Groucho Marx pide se ponga en su tumba: "Perdonen que no me levante".
O, también, lo simbólico, por no someterse a la relación cerrada significante-significado, permite decir algo sin nombrarlo. Por ejemplo, cuando preguntan a Marilyn Monroe lo que se pone para acostarse, dice "Chanel nº 5", o sea, nada de ropa.
La palabra puede hacer burla del tiempo cronológico y del sufrimiento para dar continuidad al tiempo del saber. Es el famoso ejemplo de Fray Luis de León, "Como decíamos ayer...", después de cinco años de cárcel en la Inquisición.
O incluso hace burla del tiempo que se termina, como si fuera un episodio más de la vida: es el chiste del que van a ahorcar el lunes y dice "pues si que empiezo bien la semanita".
Se comunica desde la posición en que uno ignora que no puede gobernar la comunicación, como percibe que no puede gobernar su vida a pesar de vivir como si así fuera: uno percibe sus contradicciones, que predica una cosa y hace la contraria, que tiene miedo y no sabe de qué, que quiere hacer algo bien y lo hace mal, que engaña cuando hizo una promesa, etc. Incluso, uno puede no querer engañar y estar engañando.
Las contradicciones dialécticas, lógicas, marcan la imposibilidad de decir todo: por ejemplo que el hombre es libre y que todo está determinado por Dios.
¿Qué ocurre cuando un niño psicótico repite frases de sentido correcto, y gramaticalmente bien construidas, pero que no tienen en cuenta ni el emisor ni el receptor -o parece que él hace de los dos a la vez-. Por ejemplo, un niño dice seguido: "Alex, eso no se hace. Te voy a dar. ¿A que lo tiro? Eso no se tira. Hija puta". Reconocemos que no hay un sujeto que tenga una relación propia con el Otro sino que se ve invadido por la voz de ese Otro que habla en él.
¿Por qué no nos entendemos con un psicótico que, no obstante, utiliza nuestros propios términos? Porque para él la significación está cerrada, no admite el malentendido. En la locura la palabra se ha negado a hacerse reconocer, no entra en la dialéctica, en la duda.

  1. El malentendido y su relación con la verdad.
Podemos partir de un lapsus-malentendido que se puede denominar "vivificador":
                  Stukateur: estucador (decorador), por Student: estudiante.
En "La escritura o la vida" cuenta Jorge Semprún cómo un preso comunista en Buchenwald, que recibía a los nuevos presos y anotaba su profesión (y con ello su destino) le salvó la vida al poner en su ficha stukateur por student, cuando él se empeñaba en decir que era estudiante. Es él, el que dice estudiante, el que no sabe lo que dice, el que no sabe que student lo llevará a la muerte cierta y stukateur a la posibilidad de vivir (porque los que no tenían oficio, en los campos de concentración, iban a las fábricas de cohetes u otros armamentos y rara vez salían de allí con vida). Muchos años después el Sr. Semprún conocerá, cuando visite Buchenwald, a través de un vigilante del campo, cómo aquel malentendido, lapsus en este caso intencionado, le salvó seguramente la vida.
Han existido en la historia distintos modos míticos de evitar el malentendido, y de intentar hacer la verdad Una -el Saber total-, son:
  • Babel: pretensión de hacer posible la comunicación total y perfecta con una lengua única y acercarse así a Dios. Castigo de Dios: la incomunicación multiplicando las lenguas.
  • Pentecostés: lo mismo pero a través de saber todas las lenguas, pero olvidando que ya no es la diferencia de lenguas la que dificulta la comunicación, sino el que cada significante no remita a un significado único.
  • Y el Esperanto: pretensión moderna de un nuevo Babel.

Si la realidad fuera objetiva y no discursiva, de representaciones, todos entenderían lo que se les dice y todos entenderían lo mismo sobre todos los temas, no habría malentendido. Y si no pudiera haber malentendido, no podríamos plantearnos la cuestión de la verdad. Habitualmente, en la comunicación, la lucha con el malentendido tiene que ver con una lucha por acercarse, alejarse o evitar la verdad.

  1. Para concluir.

¿Desde dónde se comunica el sujeto? Desde la confrontación con su división subjetiva. Desde el no saber del todo lo que desea, desde la experiencia de no estar seguro de lo que debe o no debe hacer, de lo que quiere o no quiere, desde la experiencia de insatisfacción cuando alcanza lo que supuestamente quería y soñó con obtenerlo. Desde el encuentro permanente con un sí mismo que le sorprende en su alegría o tristeza sobrevenidas, en su ira o enfado no claramente motivados, desde no poder escapar a miedos y temores a los que no reconoce fundamento, pero que lo atan, desde el hacer daño a quien quiere sin quererlo hacer, desde la duda de lo que es o significa para el otro, de si es amado, deseado o engañado, desde la inseguridad de que el conocimiento al que se llega no sea una construcción delirante y que los demás fácilmente van a echar por tierra o no va a poder transmitírselo como quería, en que nunca se siente entendido del todo. Y desde tener que vivir sin hacer demasiado caso a todo eso que entreteje su vida. Y todo ello porque nadie puede escapar del sometimiento a las leyes de la palabra, al dominio de lo simbólico en el que habita el sujeto.