jueves, 30 de enero de 2014

Bipolar: ni trágico ni cómico


Hay dos dimensiones fundamentales en la relación del ser humano con la vida, en lo que afecta a su ánimo: lo trágico, esa dimensión del ser humano que le permite representar su relación con la muerte, donde el amor se sitúa por encima del temor a esa muerte, alimentando un deseo que no la busca pero no la evita; y lo cómico, que le permite reír con el juego de las palabras o con la caída de la imagen del otro, donde ese otro se apea de su dignidad yoica y muestra tropiezos, lo que nos produce un placer añadido, gratuito, inesperado -esos tropiezos se producen habitualmente en el discurso: las palabras llevan más allá de donde se quería ir o traicionan inesperadamente-. Esas dos dimensiones, lo trágico y lo cómico, no son algo que pueda definir el ser del sujeto bipolar, del maníaco-depresivo.
El sujeto que se sitúa o se ve alcanzado por ese juego brutal del ánimo, no es alguien que participe de lo común de la tragedia o de lo cómico. Ni en el momento que se podía acercar a lo trágico, depresión, ni en lo cómico, manía, el sujeto puede compartir, socializar, hacer lazo con los otros, en su dolor o su supuesta alegría: llora borrado, sin saber por qué llora y ríe sin poder hacer común su risa. Cuando en el teatro se representa una tragedia o una comedia, los espectadores lloran o ríen con los actores, se sienten identificados a lo que se representa. Por el contrario, en la depresión o en la manía los límites se han roto y no permiten que otros sujetos puedan hacer propias las significaciones que el bipolar intenta compartir. Ni se llora con el depresivo ni se ríe con el maníaco, no se siente uno identificado a ellos, no se entiende. Si acaso en la manía, en el delirio, la gente se puede reír del loco pero no con él, no puede participar de su delirio o locura. Lo único que, finalmente, aparece como más propio, que le puede representar, o mejor, rescatar como sujeto, es esa construcción que la psiquiatría se precipita a eliminar: su delirio.
Frente a la posibilidad de aparición de un significante que venga a poner orden en ese enjambre de palabras que lo invaden, se propone una química que lo “normativiza” reduciéndolo a un lugar común de alienado.
No es que la medicación no tenga una función de alivio para el bipolar, como para otros sujetos en sus trastornos, sino que se pretende reducir todo a una genética que origina un desorden químico en la transmisión neuronal y llevaría a lo que se llama “enfermedad mental”, es decir, frente a la que el sujeto no tiene ninguna responsabilidad, es decir, frente a la que queda inane, condenado, frente a la que ya no podrá hacer nada por no depender en nada de él mismo. Esto es el producto del rechazo del inconsciente que la psicología actual y la psiquiatría tienen como causa común y cuyo único resultado es la reducción de la subjetividad a un yo ortopédico, alienado a los supuestos bienes de la participación en el banquete común de los medicamentos o de la reducción del deseo del sujeto a un conformarse con no molestar a nadie con su malestar.

Pero, ¿no es sorprendente que esa alteración química espere a situaciones como el primer encuentro amoroso, la pérdida de un padre, un fracaso laboral,… para manifestarse? ¿Es que acaso sabe la química de los momentos subjetivos importantes para un ser humano? ¿O de esos otros, frente a los que un sujeto se ve imposibilitado a dar una respuesta que no lo arrastre al abismo? Que la química cerebral se altera en innegable pero no es indiferente el orden: ¿es el desorden subjetivo el que da lugar al desequilibrio químico o es éste el que da lugar al primero? Por ejemplo, en el caso del miedo, ¿es el miedo el que desencadena ese conjunto de respuestas que se llama estrés o es que esas respuestas –descarga adrenalina, aceleración cardiaca, redistribución del flujo sanguíneo, etc- se producen primero y luego aparece el miedo? Lo mismo podíamos preguntar para el momento en el que se produce el enamoramiento y provoca toda esa gama de respuestas a nivel orgánico que todos hemos sentido alguna vez. ¿Todos? ¿O acaso el bipolar ha sido arrancado en gran medida de ese movimiento del deseo que conduce al amor? 

Repetir para no cambiar nada


Se suele constatar a través de las demandas de tratamiento psicológico para niños o adolescentes, también en las parejas, lo que todos solemos hacer en nuestras familias: pretender un cambio en una conducta que nos parece inadecuada a base de repetir siempre lo mismo. Si el niño se hace caca, miente o no hace las tareas, se le repite sin cesar las mismas consignas, las mismas amenazas de castigo o promesas de premio; si es un adolescente que no se ducha, no ordena o no estudia, se recurre igual a la repetición incesante de reproches, propuesta de modelos, castigos o premios; si es una pareja, se puede eternizar la queja o el reproche por lo que no hace, por si se le espera, o porque no habla, o porque no es suficientemente cariñoso o cariñosa.
Me recordaba una paciente una frase de Einstein en la que decía que no se pueden esperar resultados diferentes del mismo proceso por mucho que se repita (su frase es “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”). Eso es lo que yo suelo señalar a los padres como primera aproximación a los problemas que tienen con sus hijos: si llevan meses o años insistiendo en el mismo método y no funciona, es evidente que hay que cambiar el método. En esa línea, el recurso permanente al premio y al castigo anula el efecto buscado. Si se quiere que un premio o un castigo sea efectivo, ha de ser puntual, porque, aunque aparentemente resulte eficaz, se convierte en una dependencia permanente del niño de algo externo a él mismo: ese premio o castigo que los padres aplican. (Eso sin entrar en las frecuentes contradicciones entre los padres a la hora de aplicar el método).
¿Y mientras tanto qué? Mientras tanto, se trata de ayudar al niño o adolescente a constituir dentro de su psiquismo las guías fundamentales de sus conductas. Es decir, que si se reducen en el entorno familiar las normas a dos o tres fundamentales, además de no saturar al sujeto con nuestras insistencias, o, como suele ocurrir, hacerle inmune a nuestras repeticiones, cuando el niño pueda interiorizar, asumir, hacer propias esas normas fundamentales, desde ahí, podrá deducir con facilidad todas las demás. En la experiencia común, se puede ver que a ninguno nos han tenido que decir que no se mata o no se roba para que conozcamos esas leyes. El simple advenimiento al nacer a la cultura, al lenguaje, nos permite adquirir la matriz de las leyes a través de las propias leyes de la combinatoria que da lugar a nuestra lengua. A partir de ahí, las indicaciones de los padres sobre lo que nos puede hacer mal o poner en peligro, o acerca de lo que no les gusta que hagamos, basta para que cualquier ser humano deduzca y conozca el conjunto de las leyes. De ahí que el sentimiento de culpa, de haber hecho algo malo, o deseado algo prohibido, sea tan precoz en los niños.
Ese sentimiento de culpa, de deuda, de falta que alude al establecimiento de la ley en nuestro psiquismo, se instaura en un sujeto que esté educado en un ámbito religioso o no: la relación con la ley es muy anterior a la existencia de las religiones. La moral, en el sentido de instauración de la ley, es independiente del sentido religioso, no tiene que ver con las creencias religiosas ni con los mandamientos de cada religión. La moral tiene que ver con la estructuración que en nuestro psiquismo produce la necesidad de hacer renuncias a las exigencias de las pulsiones para poder convivir con los demás. Esas renuncias fueron cobrando fuerza y ordenando el funcionamiento mental en la medida que se interiorizaban y se respondía a ellas sin necesidad de la coerción exterior. Seguramente al inicio de la humanización la coerción la realizaba el grupo de un modo expreso y poco a poco acabó formando parte del orden simbólico, cultural, al que el hombre ingresaba nada más nacer, facilitando la instauración en el propio psiquismo y, por tanto, su funcionamiento automático. Quiero decir que el recién nacido venía a un mundo donde los que le antecedían ya actuaban conforme a unas leyes de convivencia o donde se imponían prohibiciones que dieron lugar a las dos leyes fundamentales del incesto y del asesinato, que fueron el germen del resto de las leyes que el ser humano se ha impuesto para regular su convivencia, para poder reconocerse en el otro como en un espejo. Nacer a un mundo regulado por leyes ayuda a no tener que ser objeto de insistencias sin fin para formar parte de esa estructura ordenada por leyes que es la de la existencia humana.

Cuando repetimos sin parar es como si olvidáramos que el otro es un sujeto que conoce perfectamente las normas y, si no las cumple por diferentes motivos que hay que ayudarle a descubrir, no lo vamos a lograr con nuestra reiteración.

Los bienes que envilecen


Cuando quienes tienen el encargo de elaborar y modificar las leyes para lograr una convivencia mejor y, sobre todo, mayor justicia, son los mismos que en los últimos años, en un gran porcentaje, burlan la ley con el afán de acumular dinero o hacer que lo acumulen amigos o familiares, se llega a la evidencia de que el nivel ético, o moral, si se prefiere, de este país es ínfimo, y lo es, no sólo por la incoherencia de esos políticos, sino porque los ciudadanos lo toleramos como si de un simple espectáculo se tratase (la excepción son, y me parecen admirables, las personas a las que han robado con las preferentes y que no cejan en su lucha por obtener justicia: se podría pensar que sólo defienden sus intereses, pero yo creo que todos deberíamos estar con ellos en la calle porque también luchan contra la legitimación del robo).
Cuando surgió el movimiento de los indignados no me sentí cerca de ellos porque la indignación nació con la crisis, con las carencias, no cuando todos creíamos nadar en la abundancia, aunque esa abundancia fuera la porquería que nos estaba ahogando. La indignación tendría hoy plena justificación para el común de las personas de bien porque lo que hoy se está viviendo es la burla, el abuso o la violación de la ley por parte de las personas que, estando en posiciones de poder y en posesión de gran parte de la riqueza, pretenden acumular más a costa del bienestar general (no entro además en la pérdida de derechos, o en utilizar la crisis como pretexto para privatizar y favorecer otra vez a los allegados, o en la dejación de la protección a los grupos más desfavorecidos).
Si el mayor bien para estas personas (y la mayoría de ellos no sienten pudor en acudir fervorosamente a misa) consiste en la riqueza obtenida ilícitamente, ello se debe a que son incapaces de generar una política de bienestar para todos. Una política que buscara el bien común les retornaría como reconocimiento, admiración y les permitiría obtener un lugar digno en la historia (éstos, por supuesto, son bienes no acumulables). Pero no; antes que la valía moral, prefieren la acumulación absurda y obscena de dinero que, cuando se descubra su ilicitud, habrá de cubrirlos de vergüenza.
Son esos mismos políticos los que se atreven a defender lo "sagrado" -el congreso cuando va a ser asaltado por esas masas armadas de rifles de asalto, carros blindados y apoyadas por especialistas tipo 007; la monarquía cuando, después de hacer lo imposible por favorecer a sus súbitos y proclamar que todos somos iguales ante la ley, lucha mucho más por defender sus privilegios de sangre; o la Iglesia, la del poder, que sólo levanta la voz para defender privilegios o para apoyar todo aquello que aplasta aún más a los oprimidos-, sacando a esa palabra, sagrado, de su sentido original (lo que, transcendiendo al hombre, no era modificable, manipulable, no se podía cambiar a antojo y era digno de respeto) para darle el uso más obsceno posible (el del ejercicio del poder para proteger privilegios, intereses o conseguir de la mayoría el servilismo o alienación más tristes).
Como decía al principio, todos somos responsables de esa situación al preferir mantener en el Parlamento o en el Gobierno a quienes supuestamente encarnan o representan nuestros ideales políticos y religiosos (esa vieja historia de las dos Españas que nombró Machado como una condena), en vez de liberarnos de lo falaz y absurdo de esos ideales, y de esa necesidad alienante de defender una Idea por encima de la defensa del ser humano en sí mismo. Lo que se podía esperar es que nuestras elecciones (tanto en el sentido individual como político) nos condujeran a ser actores de la ética del bien hacer, de la defensa de la justicia por encima de los partidismos, a exigir responsabilidades a cualquiera que olvide su obligación de procurar el bien común o que vaya contra la ley y la justicia, sea esa persona de derechas, de izquierdas, rey o mendigo, religioso o lego, del Madrid o del Atleti.
Va pasando, día a día, ante nosotros la procesión de vergüenza de los que cobran comisiones, regalan contratos, roban del arca común, de los que mandan trabajar más mientras llevan bolsas a Suiza, o de los que hablan de gestión eficiente mientras restan prestaciones, de todos los que descuidan sus obligaciones con esa España a la que nombran sin pudor a boca llena, haciendo ostentación de su amor a nuestra patria, que no a los españoles, sembrando cada parque de banderas (que, por supuesto, son más importantes que los Servicios Sociales, por ejemplo), de los que cobran despidos millonarios por arruinar Cajas o robar a nuestros ancianos.... y, hagan lo que hagan, no se oye un rugido procedente de los millones de bocas -que no dudarían, sin embargo, en aclamarlos al paso de sus coches oficiales o cuando mueven la mano en su saludo desmayado- para exigir que la ley actúe contundentemente y obligar a que aprueben leyes donde las penas para los que usan el poder que se les concede para empobrecer a los demás mientras se enriquecen ellos sean las más duras de nuestro Código Penal (al menos tanto como por robar un móvil).
Que un país sea gobernado por quienes se envilecen persiguiendo únicamente el dinero, los que lo tienen como el único bien de sus vidas -y si entre ellos los hay que se comportan honradamente son también culpables por no denunciar o proteger con su silencio a los que lo son-, envilece al país entero que no les hace pagar su delito de forma proporcional a la gravedad del mismo.


Desde el punto de vista psicológico, esa forma de acumular bienes lleva, paradójicamente, a un desmesurado temor a la muerte, porque el ser humano, cuanto más tiene, más temor tiene a perderlo, y la muerte, justiciera al fin, te hace perder todo. Por eso, desde que el hombre es hombre, son los desheredados los que van a la guerra mientras los ricos se esconden con sus riquezas, sabedores de que obtendrán más del sacrificio inútil y absurdo de los que nunca sacarán nada de ellas.

miércoles, 29 de enero de 2014

La felicidad a nuestro alcance


A nuestro alcance no quiere decir con la que nos tenemos que conformar, sino la única que no supone la alienación -el sometimiento-  a una idea, a un consejo, a una guía, en definitiva, a un saber ajeno.
Mucha gente ha buscado la felicidad fuera de su vida cotidiana, lo más lejos posible de su historia y construcción personal, creyendo en promesas de algún gurú, en guías inspirados por Dios, en libros basados en la psicología de cuánto sé yo, o en imperativos de optimismo y pensamiento positivo que siempre dejan la cabeza caliente y el corazón helado.
Otros lo buscan en viajes fantásticos, en aventuras miles, en la acumulación de dinero, y algunos, los mejor fundamentados, en encontrar el amor de su vida. Pero ni siquiera el amor que suele tener ese efecto de felicidad en el primer chispazo, en el deslumbramiento, en el “todo es perfecto” que parece curar todos los males es suficiente para alcanzar la felicidad, porque dura lo que tarda el amor en poner a prueba la aceptación de las manchas del otro, la tolerancia en lo que se descubre ser muy distinto de lo imaginado o visto en los primeros momentos, y la capacidad de responder a las demandas del otro sin considerarlas excesivas o agobiantes.
Lo mismo ocurre con quien se aferra a ideales religiosos, políticos o sociales para alcanzar su felicidad: ésta le dura lo que demora en darse cuenta de que no puede estar colgado de ello sin un alto pago –que acaba por ahogar la felicidad que se creyó encontrada-, o que, finalmente, tendrá que poner todo el entusiasmo de su parte si quiere seguir creyendo en esos débiles armazones de la felicidad anhelada.
Lo que parece costar entender es que la felicidad es fundamentalmente resultado del modo en que enfrentamos nuestra vida cotidiana, de la fortaleza de nuestras ganas, de nuestro deseo, para hacernos ir más allá de los zarandeos –a veces muy crueles- de la vida, más allá de nuestras miserias personales e incluso materiales.
Cualquier relación personal, amorosa o familiar, cualquier obligación laboral o académica puede convertirse en nuestra losa o en nuestro plinto hacia una felicidad que ya contiene su propio límite -si no es una pura ilusión-. Quiero decir que la felicidad fluctúa siempre entre su posible caída y su fortalecimiento; eso cada día.
No, no hay fórmulas mágicas de la felicidad. Ésta se atrapa en el devenir de lo cotidiano (si se busca en lo extraordinario apenas durará fugaces instantes), cuando lo cotidiano da espacio para el amor y el deseo, a pesar o más allá de la rutina, o incluso se obtiene en la propia rutina, en las faltas, en las carencias,… o en la abundancia.
Si un tratamiento psicológico ayuda en algo es porque, primero, elimina los obstáculos surgidos ante la felicidad –síntomas- y, segundo, porque ayuda a romper con las dependencias, con la necesidad de hacer recaer el peso de la propia felicidad en el otro.


La creatividad en la minusvalía


Hace unos años tuve el privilegio de ser testigo de cómo tres maestros de taller hicieron posible una mirada distinta hacia los minusválidos psíquicos, sobre todo para muchas personas que los consideraban simples aprendices de conductas más o menos fáciles y repetitivas. Lo que descubrimos entonces fue cómo esos sujetos podían dar muestra de una creatividad que se creía vedada para ellos.
Me acuerdo ahora porque ha retornado a mi memoria uno de ellos, José Luis Martínez, que nos abandonó demasiado pronto, como lo hizo también Mari Paz Jiménez, la psicóloga de otro taller de minusválidos psíquicos que mejor entendía y atendía a esos sujetos, y con la que compartí reflexiones sobre ellos, y amistad. Los otros dos maestros de taller eran José Manuel Pascual y José Ignacio Muzas.
El trabajo de esos tres profesionales permitió realizar entonces una exposición en el Museo del Ferrocarril de Madrid, "Un tren para todos", que supuso un punto de inflexión en la vida de los minusválidos psíquicos del taller APANSA-TOB de Alcorcón en el que trabajábamos.
Con aquella exposición todos los minusválidos psíquicos de nuestro taller pudieron reconocerse a sí mismos como sujetos, porque hicieron brotar obras de su mundo interior y porque pudieron mirarse en el espejo del reconocimiento social que supuso la exposición, divulgación, valoración y compra de sus obras. Ese reconocimiento del Otro social retornó a ellos con un efecto de recreación: descubrieron que podían hacerse más a sí mismos y enfrentarse a los demás desde una subjetividad conquistada a través de su acto creativo.
Para sus familias, la exposición tanto de la obra como de sus hijos mismos ante los medios de comunicación, ante los visitantes del Museo y ante los niños a los que enseñaron parte del proceso de creación de su trabajo, supuso un cambio en la percepción que tenían de ellos. La fe en sus capacidades, en sus posibilidades para ofrecerles algo nuevo y propio, algo con mucho valor, se multiplicó gracias a esos tres maestros que habían creído en ellos y se negaron a someterles a la domesticación o la repetición alienante a la que frecuentemente se les somete. Ya no eran hijos a los que buscar un aparcamiento o un entretenimiento, eran sujetos de los que se podía esperar cada día más.
En el contexto social, por el evidente mérito de sus creaciones, abrió una vía de reconocimiento a través de su trabajo que les dignificaba al extraerlos del mundo al que se creía reducido el minusválido psíquico, el del acto puramente manual y repetitivo donde el sujeto, sus potencialidades, su personalidad, sus fantasías y sus deseos no intervienen apenas en su tarea.
En las paredes de mi consulta cuelga una pequeña parte de las obras que se presentaron en aquella exposición y cada día recuerdo a aquellos hombres y mujeres que creyeron en sí mismos y disfrutaron con la realización de sus obras, y recuerdo a los que fueron los artífices de su transformación subjetiva.



La mirada de la Virgen en Rafael


Nunca había reparado, hasta que vi en El Prado la exposición de Rafael Sanzio, que en la mayoría de los cuadros donde éste pinta a María con el Niño aparece Juan el Bautista, acompañados en alguna ocasión por Isabel, la madre de Juan y prima de María, y, en menor medida, y casi siempre en segundo plano, José.
El encuentro de miradas se da, en casi todos ellos, entre María y Juan, no entre Jesús y María. Es más, pareciera que María mirara siempre más allá de Jesús, como si éste no estuviera presente (salvo en la Sagrada Familia del Cordero donde María mira con devoción a Jesús y éste a su padre).
¿Se trata de algo que el pintor, tan admirado por su capacidad de reflejar las emociones, además de por su capacidad de composición y su riqueza cromática, decidió componer de esa manera o, quizás, lo hizo de una manera inconsciente? En todo caso, saltaba a la vista esa mirada de María alejada de su hijo y centrada en Juan. No sorprende tanto, si se mira desde el punto de vista religioso, esa marginación de José, pero cuando se mira desde el punto de vista de la estructura familiar, que José, el padre, aunque fuera putativo, sea para Rafael y para su entorno alguien que se pudiera relegar de esa manera a un segundo plano, no deja de ser significativo –por más que se pretenda que ya hay un Padre Perfecto para ese hijo.
Donde quiero ir a parar es a lo que reflejarían esas pinturas, tanto de las relaciones familiares del propio Rafael, como de lo que él hubiera podido percibir de la relación de María con Jesús de acuerdo a lo que hubiera leído o escuchado de las narraciones evangélicas. ¿Qué tiene Juan que podría causar tanta devoción en María? Llama la atención ese paralelismo entre un Zacarías –que no aparece en esos cuadros- que pierde la voz por dudar de la palabra de Dios y una María cuya función parece ser siempre guardar en silencio lo que escucha y de la que apenas se lee una frase en todo el Evangelio. Una María dispuesta desde el principio a entregar a su hijo a una misión prometida a la muerte. Lo curioso es que Juan fue también precursor de su hijo en eso, en morir demasiado temprano. Pero la muerte de Juan no era tan previsible: Herodes no quería matarlo y se produjo por el despecho de la bella Salomé.
¿O será que ese Juan –quizá delire- es hijo de María, cedido a Isabel –la que no podía tener hijos- y que como hijo perdido es para el único que le queda amor? ¿No es el otro niño un hijo prometido a la muerte, al que es mejor no dejar que se adhieran los afectos que se han de romper cumpliendo las profecías?
Que la mirada de la Virgen se dirija a Juan concordaría con lo que se dice en Lucas, 1, 17: “….para hacer volver los corazones de los padres a los hijos,…” (habla de la misión de Juan). Así, el corazón de María vuelve a Juan (en ese Evangelio se narra cómo Isabel se esconde, supuestamente embarazada, hasta que es visitada por María, que queda embarazada de Jesús sin conocimiento casi al mismo tiempo en que debería nacer Juan: proximidad de fechas sorprendente que no haría tan delirante pensar que ambos hijos son suyos).


Lo que es seguro es que María, en las pinturas de Rafael, vuelve su mirada a Juan a la par que su corazón.