Cualquier
psicólogo que escuche a sus pacientes sabe que estos acuden a él buscando el
bienestar que les es esquivo. Llegan a él empujados por los síntomas para los
que no han encontrado solución; por afectos que les ahogan bajo el modo de la
angustia; por fracasos reiterados; o por comportamientos que ejercen, a su pesar,
contra sí mismos.¿Qué es lo
que se encuentra en la base de todos ellos? Un goce del que no pueden
desprenderse. Ese goce no es sinónimo de placer, sino que es una satisfacción
que va indisolublemente unida al sufrimiento, al malestar, a eso que no te deja
vivir en paz, a aquello que te anula subjetivamente (es, por ejemplo, muy
evidente en la adicción a las drogas o el juego). Eso no quiere decir que esa
persona disfrute del sufrimiento (eso que definiría al masoquismo); no, ese
sufrimiento se puede considerar más como un efecto de esa enorme dificultad
para separarse de ese goce. Es muy probable que se trate de un tema de
equilibrio: cuando el sujeto percibe que el sufrimiento es mucho mayor que la
satisfacción que obtiene es cuando demanda ayuda: un tratamiento que le permita
salir de ese callejón sin salida en el que se ha metido.
Entonces,
¿en qué consiste una terapia psicológica? En esencia, en separar al sujeto del
goce que lo ata y estrangula.
Escribo
esto pensando en un síntoma concreto: la encopresis.
Es muy
frecuente que los niños que llegan a consulta con ese problema ya hayan sido
tratados por varios psicólogos. Cada cual pone su saber al servicio de la
solución de ese síntoma (grave por su gran interferencia en la vida familiar y
social), pero no es extraño acabar en una vía muerta. ¿Por qué? Porque muchos
tratamientos se plantean a través de las teorías del refuerzo: ir anotando días
en que hace caca ―o parte de ella― en el váter para luego obtener un
premio; o, a la vez, programar estancias cada vez más largas en el baño,
sentado en un sanitario que, para el niño, es muchas veces una amenaza (por eso
es frecuente que estos niños hagan la caca de pie ―en su calzoncillo―. Es
verdad que algunas veces se producen mejoras esperanzadoras, pero suelen
desaparecer pronto para volver a enfrentar al niño y a sus padres a la misma situación.
Incluso, con frecuencia, el pequeño termina reforzando el goce que le procura
su síntoma a través de la ritualización que ese modo de tratamiento instituye.
―Es algo similar al que obtienen los obsesivos de sus ritos de limpieza u
orden―. A ese efecto paradójico de los tratamientos se une una demanda
constante al niño por parte de los padres para que entregue su caca; esa
solicitud, de modo especial en el padre, se realiza con cierta frecuencia con muestras
de agresividad, desprecio o desesperación ―que luego tratan de compensar con
grandes dosis de atención y cariño―. Es verdad que todos hemos accedido al
control de esfínteres por obra de la demanda cultural ―encarnada en los padres―
que solicita al niño que renuncie a su pis y su caca ―entregados hasta entonces
sin control― y los donen en el baño. Entonces, en los casos en que se produce
encopresis, podemos pensar que algo ha ocurrido en el modo de realizar esa
demanda al niño. (No voy a entrar en los problemas asociados, como el dolor por
estreñimientos prolongados, intervenciones hospitalarias para deshacer esos
atascos…, aunque tienen su peso en este tema). Creo que es evidente que, cuanto
más se intensifica la demanda de los padres, más resistencia tiene el niño a
entregar su caca (al que se puede considerar, sin comillas, su tesoro).
Todos los padres de los niños que
sufren este problema han observado que, cuando el niño siente ganas de hacer
caca y trata de resistirse ―como he dicho, normalmente de pie―, empiezan a
hacer movimientos que, unas veces con más disimulo y otras con descaro,
muestran el placer-gusto-satisfacción que el niño está sintiendo. En muchos
casos, se observa como se frotan el pene con la mano (en niños autistas muchas veces
suele ser con el envés de la mano) y su cara ofrece un repertorio de gestos que
cualquiera leería en el sentido del goce del que estoy hablando.
¿Cuándo se muestra el niño abierto
a ceder en ese síntoma? Cuando el malestar que produce el olor que siempre
arrastra se convierte en fuente de burla o rechazo entre sus compañeros; o cuando empieza a ser consciente de que el malestar que le produce su problema es
mayor que cualquier beneficio que pueda obtener con el mismo. Pero ¿cómo se le
ayuda? Como he dicho antes, acercándole a las causas de su detención en el
proceso de socialización común y ayudándole a separarse de ese goce que le ata
y ciega, y que le impide por eso hacer caer ese síntoma al tiempo que cae su
caca en el inodoro. Los padres ayudan en ese trabajo frenando su demanda
imperativa y estableciendo límites al niño, es decir, ofreciéndole ayuda para
que separe su dificultad para ir al baño del goce que observan en él. ¿Cómo?
Simplemente nombrándole lo evidente, lo que está delante de sus ojos y de lo
que el niño no es consciente hasta ese momento.
Por poner un ejemplo: en un caso
que llevo, el niño empieza a entregar su caca cuando, de su hucha, me trae
monedas e insiste en que me las regala. Yo no hago más que señalarle que es
capaz de desprenderse de parte de su tesoro (monedas y caca), lo que él
entiende a la perfección. Pero, lo llamativo, para que se vea la identidad, es
que la primera vez que hablamos en esos términos, de tesoro, él se fue al baño
y se sacó un trozo de caca para entregármelo como regalo. Yo, a pesar de los
pesares, se lo acepté. El otro aspecto que en este caso tenía un peso
importante es el miedo de este niño a ser succionado por el inodoro tras su
caca, miedo que en muchos niños autistas es verdadero horror.
Para el psicólogo resta el trabajo
de dar al niño el espacio simbólico que le permita comprender su necesidad de
retener y el sentido de sus miedos; y el de acompañarle en la renuncia a su
síntoma ―que lo liberará―. La sensación ―siempre que un sujeto se desprende del
goce― es de descanso. Es decir que, para estar bien, no necesita trabajar
tanto.