domingo, 18 de octubre de 2015

El factor clave de todo tratamiento psicológico




   Cualquier psicólogo que escuche a sus pacientes sabe que estos acuden a él buscando el bienestar que les es esquivo. Llegan a él empujados por los síntomas para los que no han encontrado solución; por afectos que les ahogan bajo el modo de la angustia; por fracasos reiterados; o por comportamientos que ejercen, a su pesar, contra sí mismos.¿Qué es lo que se encuentra en la base de todos ellos? Un goce del que no pueden desprenderse. Ese goce no es sinónimo de placer, sino que es una satisfacción que va indisolublemente unida al sufrimiento, al malestar, a eso que no te deja vivir en paz, a aquello que te anula subjetivamente (es, por ejemplo, muy evidente en la adicción a las drogas o el juego). Eso no quiere decir que esa persona disfrute del sufrimiento (eso que definiría al masoquismo); no, ese sufrimiento se puede considerar más como un efecto de esa enorme dificultad para separarse de ese goce. Es muy probable que se trate de un tema de equilibrio: cuando el sujeto percibe que el sufrimiento es mucho mayor que la satisfacción que obtiene es cuando demanda ayuda: un tratamiento que le permita salir de ese callejón sin salida en el que se ha metido.
   Entonces, ¿en qué consiste una terapia psicológica? En esencia, en separar al sujeto del goce que lo ata y estrangula.
   Escribo esto pensando en un síntoma concreto: la encopresis.
   Es muy frecuente que los niños que llegan a consulta con ese problema ya hayan sido tratados por varios psicólogos. Cada cual pone su saber al servicio de la solución de ese síntoma (grave por su gran interferencia en la vida familiar y social), pero no es extraño acabar en una vía muerta. ¿Por qué? Porque muchos tratamientos se plantean a través de las teorías del refuerzo: ir anotando días en que hace caca ―o parte de ella― en el váter para luego obtener un premio; o, a la vez, programar estancias cada vez más largas en el baño, sentado en un sanitario que, para el niño, es muchas veces una amenaza (por eso es frecuente que estos niños hagan la caca de pie ―en su calzoncillo―. Es verdad que algunas veces se producen mejoras esperanzadoras, pero suelen desaparecer pronto para volver a enfrentar al niño y a sus padres a la misma situación. Incluso, con frecuencia, el pequeño termina reforzando el goce que le procura su síntoma a través de la ritualización que ese modo de tratamiento instituye. ―Es algo similar al que obtienen los obsesivos de sus ritos de limpieza u orden―. A ese efecto paradójico de los tratamientos se une una demanda constante al niño por parte de los padres para que entregue su caca; esa solicitud, de modo especial en el padre, se realiza con cierta frecuencia con muestras de agresividad, desprecio o desesperación ―que luego tratan de compensar con grandes dosis de atención y cariño―. Es verdad que todos hemos accedido al control de esfínteres por obra de la demanda cultural ―encarnada en los padres― que solicita al niño que renuncie a su pis y su caca ―entregados hasta entonces sin control― y los donen en el baño. Entonces, en los casos en que se produce encopresis, podemos pensar que algo ha ocurrido en el modo de realizar esa demanda al niño. (No voy a entrar en los problemas asociados, como el dolor por estreñimientos prolongados, intervenciones hospitalarias para deshacer esos atascos…, aunque tienen su peso en este tema). Creo que es evidente que, cuanto más se intensifica la demanda de los padres, más resistencia tiene el niño a entregar su caca (al que se puede considerar, sin comillas, su tesoro).
   Todos los padres de los niños que sufren este problema han observado que, cuando el niño siente ganas de hacer caca y trata de resistirse ―como he dicho, normalmente de pie―, empiezan a hacer movimientos que, unas veces con más disimulo y otras con descaro, muestran el placer-gusto-satisfacción que el niño está sintiendo. En muchos casos, se observa como se frotan el pene con la mano (en niños autistas muchas veces suele ser con el envés de la mano) y su cara ofrece un repertorio de gestos que cualquiera leería en el sentido del goce del que estoy hablando.
   ¿Cuándo se muestra el niño abierto a ceder en ese síntoma? Cuando el malestar que produce el olor que siempre arrastra se convierte en fuente de burla o rechazo entre sus compañeros; o cuando empieza a ser consciente de que el malestar que le produce su problema es mayor que cualquier beneficio que pueda obtener con el mismo. Pero ¿cómo se le ayuda? Como he dicho antes, acercándole a las causas de su detención en el proceso de socialización común y ayudándole a separarse de ese goce que le ata y ciega, y que le impide por eso hacer caer ese síntoma al tiempo que cae su caca en el inodoro. Los padres ayudan en ese trabajo frenando su demanda imperativa y estableciendo límites al niño, es decir, ofreciéndole ayuda para que separe su dificultad para ir al baño del goce que observan en él. ¿Cómo? Simplemente nombrándole lo evidente, lo que está delante de sus ojos y de lo que el niño no es consciente hasta ese momento.
   Por poner un ejemplo: en un caso que llevo, el niño empieza a entregar su caca cuando, de su hucha, me trae monedas e insiste en que me las regala. Yo no hago más que señalarle que es capaz de desprenderse de parte de su tesoro (monedas y caca), lo que él entiende a la perfección. Pero, lo llamativo, para que se vea la identidad, es que la primera vez que hablamos en esos términos, de tesoro, él se fue al baño y se sacó un trozo de caca para entregármelo como regalo. Yo, a pesar de los pesares, se lo acepté. El otro aspecto que en este caso tenía un peso importante es el miedo de este niño a ser succionado por el inodoro tras su caca, miedo que en muchos niños autistas es verdadero horror.
   Para el psicólogo resta el trabajo de dar al niño el espacio simbólico que le permita comprender su necesidad de retener y el sentido de sus miedos; y el de acompañarle en la renuncia a su síntoma ―que lo liberará―. La sensación ―siempre que un sujeto se desprende del goce― es de descanso. Es decir que, para estar bien, no necesita trabajar tanto.

sábado, 6 de junio de 2015

Queremos contar


A pesar de la invasión técnica, a pesar del aparente predominio de la imagen, lo que se observa es que, al final, hacemos lo que hacemos para poder contárselo a otros o para que los demás hablen de ello.
Si el adolescente hace ostentación de la transgresión, del consumo desmedido de sustancias, de la agresividad o de la posesión de objetos de moda es porque anhela estar en boca de todos los que le rodean.
Cuando viajamos y realizamos miles de fotos, no es solo para recordarlo, sino para poder contárselo a los otros (eso es parte de Facebook u otras redes sociales).
Cada vez que descubrimos una serie, un cantante o un libro que nos gusta, más allá del disfrute de la obra, anhelas poder hablar a otros de ese descubrimiento tuyo (y de otros millones de personas a la vez). Hay casos en que se busca un tipo de música marginal o estilos de pintura o series minoritarias para mostrar la propia excepcionalidad. Así, una paciente de quince años me decía “si descubro que le gusta a alguien de mi entorno, deja de gustarme”.
Muchas veces, hasta la conquista de un hombre o una mujer tienen más interés por poder ser contado que por ser vivido. Eso es lo que refleja el chiste de aquel que naufraga en una isla desierta con la única compañía de Claudia Schiffer. Esta, al pasar un mes, le dice que están solos, que bien podrían hacer algo. Y el hombre le responde: “!Bah!, quita pa´llá, ¿y a quién voy a contárselo yo?”.
Fuimos a la luna (fueron) y para lo único que ha servido hasta ahora es para hablar de que fuimos a la luna. Para eso y para derrochar el dinero que se sustrae a ese mundo del que se habla, y nombra, con vergüenza: el tercer mundo
Nuestra necesidad de contar o de saber que hablan de nosotros se orienta, cuando se trata de una consulta psicológica, hacia las palabras de las que uno nunca quiso saber nada, pero que, como las moléculas de aire en el interior de las ruedas, erosionan nuestros afectos, nuestras relaciones o nuestras conductas. Se orienta también hacia las palabras que nos hablan de lo que realmente somos, no de lo que queremos dar a ver. Y se habla, sobre todo, para que, en ese espacio donde estuvieron las palabras retenidas, devenga un espacio de libertad.
A pesar del peso de las imágenes, se observa (al menos en el Facebook que yo miro de vez en cuando) una presencia cada vez mayor de palabras. Palabras que reivindican la justicia y la dignidad que el sistema económico y las máquinas nos roban porque nos convierten, como dijo Sábato en “La resistencia”, en simples engranajes. Quiero creer que son palabras que buscan abrir la mente al grito de socorro que medio mundo hoy lanza y para las que nuestra sociedad, que tantos derechos ha conquistado, está sin embargo sorda, porque el mensaje repetitivo de nuestro sistema es que hay que seguir produciendo para consumir más, que es lo único que importa (esperemos que las nuevas corrientes políticas y nosotros también soñemos al menos con un horizonte diferente). No es raro que, en medio de esa cosificación de lo humano, se multiplique la necesidad de contar, que es lo que realmente humaniza, de ahí tanto whatsapp o twitter.

Para un psicólogo es un privilegio escuchar las palabras que se preñaron del dolor o de las injusticias que se vivieron, las palabras que rechazamos por estar cargadas de deseos prohibidos, las palabras que negamos porque dan cuenta de nuestra cobardía ante el amor o la vida, las palabras que acogieron nuestros miedos o las palabras que pugnaban por liberarse para hacernos ver que no todo consiste en someterse, adaptarse o resignarse. Y lo es, un privilegio, para cualquiera que escucha a los demás y comprende así que, en realidad, nadie se conforma con las imposiciones que el capitalismo que se alimenta del hambre nos impone, que no se resigna a perder de vista los valores importantes para ser feliz, y que no cree que, para vivir de verdad, baste doparse con todo eso que nos ofrecen para que no seamos capaces de romper con lo establecido.

domingo, 8 de marzo de 2015

La dimensión del tiempo en la creación literaria, cinematográfica o pictórica

El fervor con el que seguimos series, vemos películas o, siendo niños, escuchamos cuentos, me lleva a plantearme por qué esas construcciones imaginarias son tan atrayentes, tan conmovedoras, o nos hacen reír o llorar tanto como los acontecimientos reales. Es verdad que todo lo real en el ser humano pasa por el filtro del lenguaje y nos lo convierte ya en algo con un cierto carácter de ficción, pero el tiempo, aunque relativo, siempre nos enfrenta a lo más real, que es eso tan incomprensible, tan increíble: que todos tenemos una fecha de caducidad.
Creo que es la dimensión del tiempo la que hace especialmente atractivas todas esas creaciones imaginarias, porque introduce un engaño fundamental al permitir que falten los tiempos intermedios (esos de los que se prescinde en la películas o cuentos), los que, sin embargo, marcan la vida real (por ejemplo, los destinados a comer, a ir al baño; los que muestran la duración y dureza de los viajes, o lo cruel del frío cuando se atraviesa una montaña o se está en invierno en medio de una batalla; los que hacen interminables los momentos en que se siente la sed y el calor en el desierto; o los que nos parecen alargarse en exceso cuando nos enfrentamos a lo que nos causa miedo; o en los, muchas veces aburridos, momentos destinados a las tareas cotidianas). En el cine o en el teatro y, en menor medida en los libros, todos esos tiempos se saltan o condensan sin necesidad de justificarlo; o hacen que dolores, penas, muertes, cansancio, desesperanzas u horrores sean mostrados en apenas un instante. Cualquier situación, por dura que sea, nos es presentada en apenas dos horas, o en doscientas páginas de un libro, manteniendo la ilusión de que se está desarrollando durante días o años. El sufrimiento dura poco y una escena de amor que parece muy intensa apenas dura tres minutos (en la vida real, tres minutos no dan para nada).
En nuestro psiquismo, las fantasías y los sueños realizan la misma función: te hacen héroe en minutos, y vives aventuras, peligros y muerte sin temor, casi alegremente, o conquistas el amor en apenas un instante. Antiguamente, los relatos tenían el mismo efecto: hacer vivir o revivir en breve tiempo lo que había supuesto días y días de luchas y penurias. Supongo que cuando nuestros ancestros pudieron contar la aventura de una caza en apenas diez minutos, al calor de la hoguera, obviando el tiempo real que estuvieron cazando, se realizó el encuentro con un modo de disfrute impensable poco antes para su ser animal. Y se había llegado a él por el oscuro milagro de los efectos de las palabras, y de las imágenes que lograban evocar, tanto en el que narraba como en los que escuchaban, lo sucedido en lo real. Después vendrían los añadidos fantasiosos a lo vivido realmente, o descubrir el misterio y el miedo a lo desconocido a través de lo que una mente era capaz de inventar.
Es esa cualidad, de las distintas formas de creación, de poder condensar el tiempo la que las hace tan atractivas, aunque, por supuesto, hay otras muchas cualidades que las hacen tan llamativas o sugestivas, como la agilidad narrativa, la generación de novedosas estéticas y de posturas éticas cautivantes, o la heroicidad en el amor, en la lucha por ideales o en la capacidad de sufrimiento de los distintos personajes. Por ese juego engañoso del tiempo, las heroicidades parecen posibles para cualquiera; los amores grandiosos, algo que se puede vivir sin dificultades; el horror, soportable; y la lucha por el bien o la justicia, al alcance de nuestros pobres afanes. Es esa dimensión del tiempo también la que se elude en las paradojas de Zenón, como la de Aquiles y la tortuga, o la que plantea la imposibilidad de que la flecha alcance la diana: ignorar la presencia del tiempo, como si solo existiesen las distancias, ha hecho devanarse los sesos a mucha gente tratando de solucionar lo evidente.
Gracias al lenguaje, nuestra mente es transformada por el amor o el odio, productos simbólicos, pero con efectos imaginarios y reales incalculables, como es llevada a sentir con la misma intensidad, si no mayor, que el hambre o el calor, goces generados por la combinación de las palabras en todas esas producciones que nombraba: relatos, cuentos, novelas, cine, o lo que se plasma a través de imágenes, como los cuadros o fotografías.

Y es que todos esos modos creativos nos alivian porque parecen lograr curvar de tal manera la línea del tiempo que parece que vayamos a poder esquivar la que está zurcida a nuestras particulares vidas, como ese hilo que tejió Ariadna para ayudar a Teseo a salir del laberinto, pero que, sobre todo, fue el hilo que guio el amor de Dionisos para atravesar el Hades y arrancarla de la muerte, burlando así a las Moiras, las tejedoras del destino. Sería bonito que pudiéramos engañar a la Parca con el amor y derrotar a la vez a ese tiempo que nos cierra caprichosamente las puertas.

sábado, 17 de enero de 2015

Maldito-bien dicho piropo



En el momento actual, en el que la violencia sobre las mujeres no es una pura excepción, es necesario buscar sus causas y tratar de combatirlas. Una de esas causas se busca en el lenguaje y de ahí esa nueva costumbre de negar la representación de nuestro género a la palabra hombre y tener que decir “hombres y mujeres” para referirse a todos los seres humanos. A veces se llega al absurdo, si no a la obscenidad, cuando se dice, por ejemplo, “miembros y miembras”, cuando el miembro por antonomasia es el órgano sexual masculino, como lo es, para el principio de todas las cosas, el término “matriz”, órgano femenino por excelencia. Entre esas creaciones cuestionables del lenguaje se incluye ahora al piropo como algo que ofende o violenta a la mujer. Las palabras pueden reflejar en algún caso el ejercicio gratuito del poder de los hombres sobre las mujeres, pero el cambio deseable no se consigue violentando o castrando el lenguaje. Manos, corazón o amor tienen género masculino, aunque no por eso pierden .la delicadeza, el temblor o su indestructible lazo cuando representan a las mujeres. El alma, por ser un sustantivo que comienza con el fonema “a” tónico, es masculina en singular pero femenina en plural. Libertad, igualdad, fraternidad o verdad tienen género femenino, pero no dejan de tener la fuerza, la determinación o el valor que tienen cuando son referidas a los hombres
El piropo apunta al deseo, pero lejos de su habitual asociación con la pura pulsión sexual, a la que responden las expresiones obscenas o, como suele decirse, babosas (por ejemplo: “estás muy buena”, “maciza”, “estás para echarte un polvo” y otras alhajas por el estilo). El deseo está presente en esos dichos dirigidos a las mujeres, pero lo está en su faceta de desgarro, de resignación o renuncia, al saber imposible, inalcanzable, a la mujer que lo causa. El piropo, creación poética y de gran agudeza, dignifica el objeto (en el sentido psicológico) que lo causa. Se emparenta siempre con la belleza o con eso que, en la mujer, crea un vacío, un reconocimiento de la propia falta en el que lo enuncia. Sensación de vacío que suele producir toda belleza. Pero también emparente con el amor: ¿qué es si no ese «¿no es cierto, ángel de amor, que…?». Y es que negar las vías del amor y el deseo entre dos personas es lo que muchas veces conduce al ejercicio de la pura pulsión, del goce, que se reconoce en el maltrato, en la pornografía o la prostitución.
En ese vídeo que circula por internet, los niños se niegan a pegar a las niñas, lo que muestra (más allá de que sea una campaña) que, si la violencia machista la llevan a cabo hombres, los hombres no ejercen la violencia por el hecho de serlo. El maltrato no procede del machismo ―por más que se repita como una cantinela―. Si acaso, como escribí en otro sitio, puede ser el catalizador que la favorece. Las causas son mucho más complejas y no creo que procedan de un único comportamiento social (como no son ladrones, como se solía decir simplificando, los pobres o marginados: si no, no hay más que ver la procedencia de muchos de los ladrones que saquean hoy en día nuestro país). El machismo favorecerá, por su propia inconsistencia, esas conductas, pero no es la explicación de los asesinatos. Una razón que se puede aproximar es la descomposición subjetiva de algunos hombres ante el ejercicio de la libertad en las mujeres.
Hay piropos impresionantes (y a los que sería difícil encontrar ningún aspecto ofensivo), como ese “¡Ay!”, para el que J. A. Miller en una conferencia sobre el lenguaje (recogida junto con otras en el libro Recorrido de Lacan) dice que no es fácil encontrar un equivalente en su lengua, el francés.
Rechazar el piropo es rechazar la capacidad de creación poética, la que hace posible generar sentidos insospechados ante la belleza femenina. Desde luego, para tener ese carácter poético han de ser sancionadas como tal por la mujer que los recibe, con una sonrisa seguramente, aunque también es posible que se sienta violentada ante la presencia innegable del deseo. Algún piropo, como “ladrona”, podía rozar la ofensa, pero creo que expresa con exactitud lo que se produce en un hombre al pronunciarlo: que queda sin ojos, sin corazón, casi sin alma ante la fuerza de atracción de la belleza que contempla. Así lo expresa Miller: «…El piropo,…, supone que el piropeador no aspira a retener a esa mujer y, si hay allí un mensaje erótico, una connotación erótica, hay al mismo tiempo, singularmente, un desinterés profundo, un desinterés que hace del piropo, cuando alcanza la excelencia, una actividad estética». Y más adelante: «…En efecto, es la esperanza la que mueve al piropo: que esa mujer pueda ser, mas nunca lo será, pueda ser suya. Es siempre por abuso que uno imagina que una mujer puede ser suya. Los hombres inventaron el matrimonio para podérselo imaginar». Es por ese carácter estético, poético, pero también de generador de sentido, el de intentar aprehender lo inaprensible de la belleza, que el piropo tiene un valor de reconocimiento, y no de degradación, de la mujer. Un ejemplo evidente de que el piropo no busca ofender ni convertir en objeto a la mujer es el de los piropos que se lanzan a la Virgen en las procesiones en Sevilla. Creo que, en ese caso, no se sospechará la finalidad de poseerla ―en el sentido sexual.
Simplificar la causa de la violencia, atribuyéndosela al machismo, o a supuestos productos suyos, como el piropo, y no a los mecanismos psicológicos que arrastran a determinados sujetos fuera de la ley, es una manipulación. La violencia, por qué determinados hombres son capaces de colocarse por fuera de la ley, está lejos de haber sido explicada, y es bien seguro que responde a causas más profundas. Por supuesto que tendrá que ver con el lenguaje, porque todo lo que nos hace humanos nace de él, pero no por algo tan burdo como la existencia de determinadas palabras o que lo sean del género masculino o femenino.
En referencia a ese valor del lenguaje en la relación entre los sexos, indudable, en todos estos años en que la expresión “violencia de género” sale de cuantas bocas públicas hay, ¿no es asombroso que ni una sola voz haya enunciado la posibilidad de que las mujeres, sus modos de actuación, pueden tener que ver algo con las causas de la violencia? No me refiero a esa otra simplificación aberrante de que la mujer que ha muerto tiene responsabilidad en el acto del hombre que la ha asesinado (como el que lleve una minifalda es la causa de ser violada), sino a su participación en el funcionamiento de la estructura familiar y social que da origen a esa violencia en algunos hombres. (Lo de la mano que mece la cuna es la mano que maneja el mundo).

Lo peor de todo es que, en la actualidad, la violencia se mantiene o crece, pero los piropos de verdad casi han desaparecido: quedan pocos poetas en nuestro país.