martes, 31 de diciembre de 2013

Manifestarse

Hoy que se intenta controlar hasta el hecho mismo de manifestarse, me parece oportuno reflexionar sobre ese modo de expresión.
Tal y como están articuladas hoy día las relaciones de poder y servidumbre, es muchas veces triste ver que el único recurso que queda para luchar contra la injusticia sea manifestarse.
ETA mataba –espero que nunca más en presente- y nosotros no manifestamos; los integristas islámicos matan y nosotros nos manifestamos; los políticos roban o cambian las leyes a capricho, para beneficio de los privilegiados y oprobio de los trabajadores –se privatiza la sanidad, se pervierte la educación, se roba legalmente el dinero de muchos ahorradores o se abusa en las cláusulas de las hipotecas- y nosotros nos manifestamos.
En el caso de los poderes legales, parecería que el poder –más allá del gobierno que no es más que su guiñol- se previniera contra esas manifestaciones, pero en realidad las provocan y acomodan a su antojo. Porque saben que, después de la manifestación, todo podrá seguir como estaba.
En el caso de los poderes del terror, ¿a qué terrorista le va a importar ni lo más mínimo que nos manifestemos? Al contrario, será el signo de su victoria: que tantos se manifiesten será signo de que les ha dolido a muchos, y eso es lo que ellos buscaban.
Esas manifestaciones colectivas son algo similar a las manifestaciones sintomáticas, en lo individual, en medicina o psicología: hablan del triunfo del mal, aunque también de su denuncia, lo que sirve para luchar contra él. Es llamativo que en los tratamientos psiquiátricos, haciendo un símil con la necesidad del actual gobierno de controlar el derecho de manifestación, se lleve a cabo algo análogo: al sujeto se lo atiborra de medicación para que sus síntomas dejen de ser visibles a los demás –no para solucionar nada al sujeto-. Al menos la psicología pretende acoger esos síntomas y dar una respuesta a lo que el sujeto muestra de su sufrimiento en ellos. En este caso, esas manifestaciones obran a favor del sujeto. Sólo que en el caso de los políticos esa denuncia es en la mayoría de los casos estéril porque el mal que la provoca ha sido causado con el mayor de los cálculos.
La proliferación de bienes inútiles, aunque en algunos casos sean muy costosos y se disfracen de necesarios (pisos y pisos, móviles y móviles, coches y coches, maquinitas y maquinitas,…), signo todos ellos de la forma en que el poder del dinero nos controla y somete a todos, es uno de los medios principales para ese fin. Proliferan los objetos que imaginariamente señalan el progreso de lo social –internet y sus redes sociales- y de la ciencia que las posibilita, pero sólo conducen a una obturación del encuentro auténticamente humano, del saber propio, del afán de libertad, del deseo de cambio a través de esos objetos inútiles e imprescindibles (aquí llegamos los psicólogos para añadir síndromes y adicciones nuevas sin fin: a estar sin móvil, a guasappear (guasearse es lo que hacen quienes producen todos esos objetos), a ver televisión sin límite, a chatear, a mirar sin parar facebook,.,..), adicción a poner títulos, que lo único que hace es ratificar lo imprescindible que se supone son esos objetos.
Entonces, ¿no sirve de nada manifestarse? Sí, claro que sí. Para dar a ver que aún tenemos sentido de la justicia, que el miedo nos une, que sabemos que no moveremos ni un ápice al poder real (aunque a veces se mueva a un gobierno, al que, de todos modos, nunca se le piden responsabilidades por el mal hecho). Ha habido ocasiones, como ocurrió tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en que casi el país entero se lanzó a la calle, en que se ha producido un cambio, no tanto en los terroristas –aunque creo que también esos servidores del terror sintieron de pronto el miedo- como en la conciencia común para no seguir tolerando vivir bajo ese miedo ni tolerar o justificar a los que arropaban socialmente a los que lo provocaban.
Pero, en general, ¿cuándo una manifestación como las habidas por la defensa de la Sanidad pública en la comunidad de Madrid ha hecho cambiar los planes del gobierno?, ¿cuándo han cedido los terroristas de todo signo por nuestro dolor e indignación?,… Si es lo que buscan: dejar que todo se diluya en el cansancio del grito estéril o en la demanda cuya prescripción estaba asegurada de antemano. ¿Cuándo tras una huelga –otro modo más radical de manifestación, porque en este caso llega a faltar el pan- ha cedido el gobierno o una empresa? Nunca, si acaso ha hecho algunas concesiones.
Quienes se manifiestan no consiguen lo que, a través de las manifestaciones, piden en justicia porque, para el resto de los que componemos la muchedumbre de los potenciales manifestantes, eso no forma parte de nuestros problemas, y por eso no movemos un dedo a su favor: en ese caso su dolor no es el nuestro, su miedo no es el que nos atenaza, su sufrimiento por la injusticia no nos ha alcanzado todavía. Cuando es el nuestro y acudimos se le da ese nombre vomitivo de solidaridad (en nuestra lengua se define como “adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”). Dice Vázquez Montalbán en “El estrangulador de Boston” que la psicología o el psicoanálisis están al servicio de poner cataplasmas a los perjudicados de un sistema que ellos mismos sostienen (no es una cita literal). Es decir, el sistema tiene sus propios mecanismos para hacer bajar la presión cuando alcanza cierto nivel, y uno de ellos son las manifestaciones.
En esa solidaridad, nos manifestamos cuando una mujer muere a manos de un macho presa él mismo del machismo. Los hombres, porque temen convertirse en ese macho asesino, y las mujeres, porque no están seguras de no ser el objetivo de tal acto en el futuro. Por eso mismo, nadie se manifiesta por el obrero muerto al caer del andamio o por el que sufre un accidente de tráfico (no creemos que tales hombres sean merecedores de nuestra solidaridad ni creemos ser las posibles víctimas de alguno de ellos). Y además, ¿contra quién protestar?, ¿contra el Hacedor de accidentes?
Algunas pequeñas muestras se ven, pero pequeñas, de manifestaciones contra los que engordamos mientras otros mueren de hambre, o contra los que fabricamos y vendemos las armas con las que matan a todo el que no se somete a dictadores, a guerrillas salvadoras de nadie o a gobiernos generadores de terror e injusticias. Y es que la solidaridad no nos alcanza con los que mueren a más de mil kilómetros de nosotros, con los que sufren por causas que no creemos nos vayan a alcanzar a nosotros o con las víctimas de la defensa de nuestros propios privilegios.
Manifestarse no se aleja de lamentarse porque se produce siempre tras recibir los palos: no nos manifestamos contra el crecimiento abusivo e improductivo de la construcción de viviendas, ni contra la multiplicación de los presupuestos de obras públicas, ni contra los pagos millonarios a un cantante o infante,…

Hoy se considera aumentada nuestra capacidad de protesta y de lazo social a través de las “redes sociales” -o ¿insociables?-. En ellas predomina el afán de exhibir una vida imaginaria que no tiene su apoyo en una vida real, como, por ejemplo, las declaraciones absurdas de amor o proclamar que se tiene setecientos amigos en Facebook, tan reales como el amor dado a ver de esa forma. En otros casos, sobre todo algunos hombres, se muestra en su  Facebook un plantel de mujeres, tías buenas, con las que tiene una relación tan imaginaria como los setecientos amigos de la adolescente. Que haya personas que hacen un uso normal de esas redes sociales no quiere decir que para muchos otros no sea sino un lugar donde exhibir una vida supuestamente rica, es decir, sus carencias, y dejar ver que, en realidad, no tienen vida para vivirla. Más que hacer lazo social, esas redes diluyen los lazos sociales aparentando darles consistencia con el elevado número de personas que participan en ellos. Lo mismo ocurre con lo que incluyen de protesta: se va diluyendo a medida que se extiende por la red y no porque no tenga la potencialidad de hacer que millones de personas se movilicen a la vez, sino porque, en el anonimato y en un sillón, nadie es convocado de verdad.

No obstante, tanto en los lazos creados a través de internet como en las manifestaciones se mantiene un anhelo de estar con los otros, con todos los otros, y de creer en el triunfo de la justicia que, aunque sólo sea por eso, merece la pena que se sigan produciendo.

sábado, 28 de diciembre de 2013

La felicidad a nuestro alcance


A nuestro alcance no quiere decir con la que nos tenemos que conformar, sino la única que no supone la alienación -el sometimiento-  a una idea, a un consejo, a una guía, en definitiva, a un saber ajeno.
Mucha gente ha buscado la felicidad fuera de su vida cotidiana, lo más lejos posible de su historia y construcción personal, creyendo en promesas de algún gurú, en guías inspirados por Dios, en libros basados en la psicología de cuánto sé yo, o en imperativos de optimismo y pensamiento positivo que siempre dejan la cabeza caliente y el corazón helado.
Otros lo buscan en viajes fantásticos, en aventuras miles, en la acumulación de dinero, y algunos, los mejor fundamentados, en encontrar el amor de su vida. Pero ni siquiera el amor que suele tener ese efecto de felicidad en el primer chispazo, en el deslumbramiento, en el “todo es perfecto” que parece curar todos los males es suficiente para alcanzar la felicidad, porque dura lo que tarda el amor en poner a prueba la aceptación de las manchas del otro, la tolerancia en lo que se descubre ser muy distinto de lo imaginado o visto en los primeros momentos, y la capacidad de responder a las demandas del otro sin considerarlas excesivas o agobiantes.
Lo mismo ocurre con quien se aferra a ideales religiosos, políticos o sociales para alcanzar su felicidad: ésta le dura lo que demora en darse cuenta de que no puede estar colgado de ello sin un alto pago –que acaba por ahogar la felicidad que se creyó encontrada-, o que, finalmente, tendrá que poner todo el entusiasmo de su parte si quiere seguir creyendo en esos débiles armazones de la felicidad anhelada.
Lo que parece costar entender es que la felicidad es fundamentalmente resultado del modo en que enfrentamos nuestra vida cotidiana, de la fortaleza de nuestras ganas, de nuestro deseo, para hacernos ir más allá de los zarandeos –a veces muy crueles- de la vida, más allá de nuestras miserias personales e incluso materiales.
Cualquier relación personal, amorosa o familiar, cualquier obligación laboral o académica puede convertirse en nuestra losa o en nuestro plinto hacia una felicidad que ya contiene su propio límite -si no es una pura ilusión-. Quiero decir que la felicidad fluctúa siempre entre su posible caída y su fortalecimiento; eso cada día.
No, no hay fórmulas mágicas de la felicidad. Ésta se atrapa en el devenir de lo cotidiano (si se busca en lo extraordinario apenas durará fugaces instantes), cuando lo cotidiano da espacio para el amor y el deseo, a pesar o más allá de la rutina, o incluso se obtiene en la propia rutina, en las faltas, en las carencias,… o en la abundancia.
Si un tratamiento psicológico ayuda en algo es porque, primero, elimina los obstáculos surgidos ante la felicidad –síntomas- y, segundo, porque ayuda a romper con las dependencias, con la necesidad de hacer recaer el peso de la propia felicidad en el otro.


Nueva presentación

Proponer de entrada la falta de fórmulas para alcanzar la felicidad es lo que considero más coherente con lo que llevo obteniendo de mi trabajo como psicólogo a lo largo de los años: cada persona tiene su forma particular y única de acercarse a esa pretensión, ser feliz, que es el motivo último por el que cualquiera se aproxima a la consulta de un psicólogo.
Que el anhelo de felicidad está presente en cada ser humano es evidente, pero que los caminos para alcanzarla no son tan fáciles ni accesibles para todos es aún más evidente. Son tantas los factores que influyen en el estado anímico o psicológico que no es muy difícil que alguno de ellos se oponga al logro de esa felicidad.
 El contexto afectivo y las circunstancias sociales, económicas y culturales en las que naces; las relaciones familiares o escolares que marcan tus primeros pasos; los encuentros o desencuentros con las personas importantes de tu vida; los éxitos o fracasos escolares, o más tarde los laborales -no digamos los amorosos-; los accidentes o pérdidas con los que cada cual se encuentra en su recorrido vital; las carencias fundamentales en lo económico o en lo emocional, y otro sin fin de factores que podíamos enumerar hacen que la felicidad no sea algo permanente ni fácil ni para lo que nadie pueda prometer una fórmula mágica.
 Aunque a alguna persona le pueda servir las propuestas que diferentes autores proponen para ser felices (el aquí y ahora, ser positivo,...), habitualmente las propuestas que se realizan desde una posición de saber para ofrecérselas a cuantos no saben, se acaban convirtiendo en imperativos que no sólo no dan la felicidad sino que te hacen sentir siempre en inferioridad por no saber seguir las consignas que esos autores dan y que parecen tan fáciles.
 En un tratamiento psicológico también se busca que el sujeto deje de sufrir y sea feliz, pero el camino que se ofrece no son fórmulas magistrales, conocimientos infalibles ni nada de lo que el psicólogo se pueda considerar dueño. Lo que se ofrece es un trabajo que, al alcanzar el saber sobre la verdad que escribe con sus síntomas y liberar así el sufrimiento asociado a ellos, permite al sujeto elegir o construir sus propias fórmulas o propuestas de felicidad. Si hay algo apasionante es recorrer los espacios emocionales, la memoria  histórica y los lazos lógicos que han llevado a una persona a verse atrapada en cualquiera de los malestares psicológicos que todos conocemos. Recorrerlos y deshacer nudos, liberar deseos, abrir vías al amor para que, desde la elaboración personal, alcanzar una fórmula personal e intransferible de la felicidad.

 Como en un collage, dependerá de cómo se ordenen nuestros trozos de historia, nuestras faltas, nuestros encuentros, nuestros anhelos y nuestras potencialidades para que la figura que resulte tenga sentido y sea reconocible tanto para uno mismo como para los demás o sea algo que nos sume en el miedo o la angustia. El psicólogo ha de ayudar a que el sujeto reescriba su historia para evitar esa angustia.