Podíamos cambiar en la canción de Aute donde
dice “Cine, cine, cine, más cine, por
favor…” cine por bienes y eso sería un fiel reflejo del principal afán de la
vida en occidente y, cada vez más, en el resto del mundo. Quizás me equivoque,
pero cada vez que oigo las noticias, casi diarias, sobre un nuevo caso de
corrupción, y de las que ya hasta el papa se hace eco, aunque lo haga sin
rascar apenas superficialmente en las que interesan, afectan, a la Iglesia,
incluidas las noticias que se refieren a esos terroristas que mercadean con la
droga, los diamantes o las mujeres para mejor servir a su dios, cada vez que
las oigo, me reafirmo en la idea de que una de las claves fundamentales para
entender las brutales diferencias entre los seres humanos y las injusticias
constantes que se cometen es el uso que hacemos de los bienes, bienes cuya
producción es lo que siempre ha vendido el capitalismo como la piedra angular
del progreso. Los bienes, a partir de cierto nivel, solo están destinados a esa
acumulación, tan triste como obscena, o a la adquisición de ese tipo de
posesiones que tienen como único fin marcar la “categoría” social, es decir,
“lo que me diferencia de vosotros es que tengo más bienes, más riquezas” y la
ostentación más ruin de las mismas. Si, además, muchos de los que llegan a
atesorar fortunas lo hacen faltando a la ley del modo más mezquino, se verá que
esos bienes no pueden ser sino pura basura, por más que mansiones, yates,
trajes o perfumes traten de disimularlo.
Pero no solo me refiero a los bienes
materiales. También el cuerpo es, cada vez más, convertido en un bien que, en
demasiadas ocasiones, esclaviza. Es el caso de la anorexia, por ejemplo, o de
los que se dedican a sacar músculos como único fin en su vida. Es también, como
decía una paciente, la búsqueda de la satisfacción que se obtiene incluso al
realizar rituales compulsivos, propios del trastorno obsesivo-compulsivo. O,
por supuesto, todos los que convierten la búsqueda y consumo de sustancias
químicas, legales o no, en su único bien. Es decir, todos esos comportamientos
que conducen a considerar un bien como algo esencial para su vida, aunque
termine yendo claramente en contra de su bienestar.-
No menos obscena que la acumulación o atadura
a un bien es la admiración o envidia que suelen producir en los que no tienen
esos bienes, en este caso sobre todo los materiales. Hoy, como en toda la
historia que nos precede, nos dejamos explotar, cuando no robar o saquear, por
los mismos a los que luego salimos a la calle a aplaudir y a admirar
recubiertos de sus joyas, sus vestidos, su aire de superioridad o su capacidad
de derroche.
Mientras no dejemos de buscar en la posesión
de bienes, en su mayor parte absurdos y de simple representación social, el
complemento a nuestro ser, a nuestras faltas y carencias, nunca nos
aproximaremos, no ya a la justicia más elemental, sino a la más esencial felicidad.
Mucho menos podremos ocuparnos de mejorar las condiciones de vida de aquellos a
los que les falta el más esencial de los bienes, la comida o el abrigo.
Lo peor de los bienes es que nos aíslan en
nuestro empeño en conseguirlos cerrando los ojos a las carencias ajenas, sin
esa tan mentada empatía que, como se suele emplear, es pura falacia, y en
contra de esa pretendida fuerza de lo social en las llamadas redes sociales y
que son más redes que nos atrapan como a peces que, juntos, esperan que el tiburón
se coma a los otros, que sociales.
Quizás mientras escribo mi mente me lleve a
ese coche lujoso que me gustaría conducir o ese móvil último modelo que imagino
me va a quitar las ganas de tirar a la basura ese chisme maldito que ha logrado
invadir todos los ámbitos de nuestra vida y ser el elemento que más interrumpe
nuestras tareas o descansos. Trabajar sin que suene por cualquier nimiedad es
ya un imposible; leer en el metro o el autobús sin escuchar lo que ha comido el
niño, la poca consideración del novio, el diario de un día de trabajo o los
planes del fin de semana que a nadie importan es ya mi principal anhelo.
Mantener una conversación en la comida o paseando o en cualquier sitio sin que
un mensaje obligue a alguien a mirar el móvil y descuidar lo que se está
hablando es la norma. Pero, eso es verdad, puedes hacer fotos sin parar, buscar
un restaurante o la cartelera del cine y hasta preocuparte del tiempo que va a
hacer como si tuvieras trigo plantado. En ese coche anhelando, además, sirve de
GPS para que ya no puedas perderte y descubrir un pueblo perdido. Menos aún
ejercitar la memoria porque el camino ya te lo marca el móvil y te ofrece los
números sin que hayas de recordarlos. Quizás piense en viajar en avión a ser el
turista número treinta millones que fotografía el mismo monumento o el mismo
ambiente de pobreza que me hace desear volver corriendo a casa para no pensar
demasiado en lo que me he encontrado. Pero tal vez tanta foto logre volverme
ciego a la pobreza, la enfermedad o la muerte ajena.
Lo último es hacer cualquier gilipollez y
subirla a YouTube para admiración del resto de los humanos. Hasta los
terroristas, tan atados a la Palabra que prohíbe las imágenes, graban sus
barbaridades para que todas las podamos ver a través del móvil o el ordenador.
Por
supuesto, si yo llamo a este blog “Sin fórmulas de la felicidad”, es porque eso
supone que yo no puedo saber si alguien puede ser feliz acumulando bienes o teniendo
el último modelo de móvil, pero al menos puedo asegurar que no hay acumulación
de uno sin explotación de otros; que no hay progreso que alcance a todos los
seres humanos, porque, hasta ahora, ese progreso se apoya en el empobrecimiento
de países enteros.
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