El ruido forma parte de nuestras vidas y eso se hace
patente en dos situaciones en que su presencia se vuelve angustiosa o
insoportable, con independencia de su intensidad. Una, cuando alguien cruza el horizonte
de eso que llamamos normalidad y penetra en la psicosis, y otra, cuando alguien
no puede dormir o tranquilizarse por efecto de un ruido que se vuelve invasivo.
Supongo que es evidente que hablo de dos ruidos
distintos, pero que muchas veces se hacen uno: por un lado, del ruido del
ambiente, de las voces, de los motores de los coches, trenes o aviones o del
simple tic-tac del reloj en la noche; y por otro, del ruido de nuestra mente,
de ese monólogo que no cesa de producirse en nuestro interior, mezcla de
recuerdos, preocupaciones y fantasías, o de miedo o resistencia a entrar en el
sueño.
Para el psicótico, la voz que nace en su mente se
vuelve sonora y trastoca su universo al verse interpelado, zarandeado, ordenado
o aterrorizado por una voz que no puede reconocer como propia y que,
curiosamente, lo aísla del ruido cotidiano que, habitualmente, nos acoge,
envuelve y tranquiliza a todos los demás, pues no nos deja oír esas voces.
En el otro supuesto, el ruido que se vuelve
insoportable por no poder habituarse a él, aceptarlo, incorporarlo y, así,
anular su efecto perturbador, viene a interrumpir el descanso, la reflexión, la
concentración o el sueño. A la persona que lo sufre le cuesta entender o
encontrar la lógica a esa necesidad de mantener el volumen de ese ruido, sin
habituarse a él hasta anularlo, que lo impide descansar: por qué no logra
acogerlo, aceptarlo sin resistirse a él, única forma de vencerlo, si es la mejor
vía para evitar el malestar. Pero, en el ámbito de la terapia psicológica, lo
que se trata de hacer ver a quien se ve imposibilitado a dormir a su pesar es
que ese ruido encubre el auténtico ruido perturbador de su existencia, el que
procede de su propia mente: el de una falta insoportable, el de un amor que se
tambalea, el de una renuncia intolerable o el de un futuro que no ofrece
garantía alguna. Quizás se trata de una resistencia a extraer del ruido que
golpea su mente una palabra, un mensaje, un saber que le permitiera entender lo
que le perturba y poder así dormir.
El ruido, por tanto, cumple para cualquier ser
humano una función tanto perturbadora como tranquilizadora. Incluso en el mundo
animal se da esa doble faceta: cuando falta el ruido, cuando se deja oír el
silencio más absoluto, la inquietud y el miedo toman a los animales (y a los
hombres) porque suele ser anuncio de algo peligroso, tenebroso o maligno. En
ese caso, ese ruido constante que envuelve los bosques y los campos es fuente
de tranquilidad, de seguridad, de ausencia de peligro. Ese es el ruido que, decía
antes, en el caso del ser humano nos envuelve con un halo protector para
alejarnos de la locura.
Es verdad que, en la época actual, hay demasiados
ruidos (televisión, máquinas, móviles,…) que suelen cumplir más la función de
adormecernos, de aislarnos, de hacernos olvidar nuestro ineludible destino, o
simplemente alejarnos de nuestros miedos, de nuestras cobardías, de nuestra
falta de solidaridad, que ser ese signo de humanidad que nos envuelve en cierta
tranquilidad.
No obstante, para algunas personas, el ruido que nos
rodea, que apacigua a la mayoría, se vuelva desasosegante para ellas. Habitualmente,
cuando nos vamos a descansar y dormir, no estamos pendientes de los ruidos del
ambiente y aún menos de los que pueden alterar nuestra conciencia, pues, de
algún modo sabemos que, si estamos atentos a ellos, se vuelven absolutamente
presentes y no nos dejan dormir. (Por eso mucha gente se duerme gracias a
ruidos ante los que no ejerce ninguna resistencia, como los procedentes de la
televisión, y son las mismas personas que se ven alteradas por cualquier otro sonido).
Cuanto más te resistes a ignorarlos, más intensos se vuelven (y eso es lo que
no se da en el caso de la televisión, no intentas ignorar lo que procede de
ella). Lo mismo ocurre con la verdad que portan las palabras: cuanto más te
resistes, más grita para ser escuchada. Es decir, que uno puede aferrarse al
ruido, aunque le cueste el sueño, con tal de no oír el rumor de sus deseos, de
sus insatisfacciones, de su rabia o de aquello que trastocó su vida. Pero así,
ni podrá elegir el camino que le permita sentirse libre ni podrá dormir.
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