Retorno sin
parar al comentario sobre el comportamiento de las personas que tienen poder o
han accedido a él a través de la política porque cada día se ven más muestras
de su impunidad y de su desprecio a la justicia, hasta al punto de ir
deshaciéndose de los jueces que pretender ser auténticos representantes de la ley,
pero esta vez pretendo hacerlo desde un punto de vista distinto: centrarme en
buscar lo que de semejante, común, tienen los que ostentan ese poder con el
resto de los mortales, con cada uno de nosotros. Me explico, habría que
plantearse si, por alguna razón psicológica propia del ser humano, cualquiera
que accede a un puesto de poder no termina haciendo un uso abusivo del mismo o
bien enriqueciéndose gracias a él (no creo necesario referirme a los que hacen
uso y no abuso del poder, los que lo ejercen dentro de los límites que la ley
impone, porque no se trata de ellos). Pensemos en lo que ocurre a muchísimas
personas cuando acceden a algo tan simple como ser el presidente de la
comunidad de vecinos, el encargado de una pequeña empresa o el entrenador de un
equipo de fútbol. Todos percibimos que hay una transformación más o menos
significativa en esa persona, que, de repente, se atribuye poderes o derechos
hacia los que antes nunca había mostrado excesivo interés por poseerlos. No creo
que haya ningún ser humano, salvando las honrosas excepciones, que cuando
accede al poder, no sea transformado por éste. Y lo peor es que, no solamente es
ha transformado subjetivamente, sino que, generalmente, no tiene conciencia de
estar actuando del modo en que todos los demás percibimos claramente lo hace.
No digo que algunos no tengan una conciencia bastante perversa de cómo
manipulan, explotan o gobiernan caprichosamente, pero otros muchos creen estar
realizando su misión o trabajo de una manera íntegra y coherente. Esa división
entre las teorías, las ideologías, las creencias, todo el saber que uno puede
tener sobre lo que es íntegro y justo para el ser humano va muchas veces
paralelo a un comportamiento que no tiene nada que ver con esas teorías o creencias.
Pero, ¿por qué psicológicamente, o desde el punto de vista psicológico, el ser
humano es transformado cuando accede a un lugar determinado, en el que prima el
poder disponer del tiempo, del dinero, del trabajo o de cualquier otro aspecto susceptible
de ser manipulado en otro ser humano? No se puede pensar que todas esas
personas, previamente, no hayan sido personas con buenas intenciones, con anhelos
de hacer las cosas bien, de favorecer a sus conciudadanos o de ser íntegros
moralmente. No, la cuestión es que, a pesar de ser así, el ser humano, al
llegar a ese lugar del poder, es transformado, transformado por el propio hecho
de ocupar ese lugar. En la historia de nuestro país, son famosos los ejemplos
de ciertos validos del rey que, partiendo a veces de posiciones muy humildes,
cuando llegaban al lugar del poder, lo ejercían con mayor prepotencia y
capricho que lo hubiera hecho el propio rey. Entonces, insisto, ¿qué nos hace
transformarnos de tal modo? Por una parte, es que el poder coloca al sujeto en
una relación a la ley donde parecería que uno es capaz de ser quien la dicta y
no ser afectado por la misma (si no, miremos hoy la conducta de los jueces, o
de sus órganos de poder, ante los procedimientos contra políticos u hombres
ricos). Por otra, se encuentra inmediatamente con numerosas personas que se
colocan ante él en una posición de sometimiento tal, que prácticamente lo
exigen convertirse en un amo que responda a esas expectativas (no habría amos
si no hubiera personas deseosas de convertirse en esclavos). Tal vez tenga
también que ver con el peso que toman ciertos significantes, ciertas
representaciones, que el ser humano ha acuñado y a los que inmediatamente les
atribuye unas características, comportamiento o prebendas asociadas, como
ocurre, por ejemplo, con significantes corrientes en nuestra sociedad: rey,
presidente, ministro, juez, director, etcétera. Es como si al ser nombrado,
puesto bajo el influjo de esos significantes, inmediatamente, todo nuestro
psiquismo se reestructurara de acuerdo a ellos y determinaran modos de
comportamiento, pero incluso formas de pensar, que nos muestras otros de lo que
éramos antes a los ojos de cualquiera que nos haya conocido previamente.
Si
cualquiera puede verse atrapado en esos mecanismos misteriosos de la mente,
necesariamente ha de intervenir una fuerza, por llamarla de algún modo, que nos
arrastra y ata irremediablemente a esos comportamientos: esa fuerza es el goce.
El goce en el sentido de eso que escapa al orden del placer regulado por la
ley, con límites, para adentrarnos en deseos, pulsiones, anhelos, ambiciones…
para los que no existe límite (de ahí que observemos que las personas colocadas
en ese lugar de poder pierden el pudor y la vergüenza, pero también la cautela
y la mesura).
Que trate de
dar una explicación psicológica a lo que ocurre habitualmente cuando se accede
al poder, no quiere decir que eso justifica a los que lo detentan en este
momento. Y que diga que, hipotéticamente, cualquier ser humano podría verse
afectado por ese lugar, no quiere decir que no haya posiciones personales ante
la ley que hacen que muchas personas sean íntegras. Y, en todo caso, hay una diferencia
esencial entre los que habitualmente tienen el poder y el dinero y nosotros: lo
suyo es un hecho y lo nuestro una simple hipótesis. Y en los juzgados no se
juzgan hipótesis, sino hechos, por lo cual estamos totalmente legitimados a
denunciar a cuantos cometen abusos cuando alcanzan el poder.
Como
ejemplo, aunque literario ( y no por eso menos auténtico a la hora de iluminar
lo que se puede dar a ver de lo más propiamente humano), de lo que intento
transmitir acerca de lo que a cualquiera nos puede subjetivamente transformar,
voy a aludir a una obra que es bien conocida. No quiero caer en eso de ser yo
quien dé valor a una obra con mi reconocimiento o con mis alabanzas, porque
creo que, cualquiera que la lea, percibirá lo mismo que yo. Ante las personas
que me son cercanas, he nombrado muchas veces la obra de Vasili Grossman, “Vida
y destino”, como la novela que, para mí, se sitúa en las cotas más altas de la
literatura, quizás cercana a El Quijote, al menos desde el punto de vista de la
capacidad de describir y hacer entender el comportamiento psicológico humano –digo
comportamiento psicológico porque no me refiero sólo a las conductas visibles
sino también a los procesos mentales internos-. Grossman realiza en su novela
un estudio sobre el comportamiento, tanto en el amor como en el horror, en la
alienación, o en la determinación de cualquier ser humano por las relaciones al
poder, a través de un personaje, un científico, que lucha desesperadamente por
ser coherente, por no someterse, por no ser indigno ni miserable, pero que,
finalmente, se ve atrapado en una situación que lo conduce a comportarse del
mismo modo que lleva años luchando por evitar. Si se quieren ver descritos de
un modo más que lúcido las versiones dispares del comportamiento humano, desde la
coherencia, la integridad, el amor, hasta el sometimiento, el odio, la
incoherencia, el abuso de poder, la anulación ante el horror y la muerte, no hay
más que seguir sus páginas. Creo que podría ser considerado un tratado de
psicología con todo merecimiento.
¿Se trata
entonces de estar indignándose permanentemente contra los políticos, los
poderosos porque acumulan bienes e imponen sin consideración su poder a los
demás, explotan, alienan? Habría que tener en cuenta, como trataba de mostrar
antes, que eso, a pequeña escala, está en cada uno de nosotros, que nosotros
también pretendemos acumular, explotar,
luchar por nuestros intereses sin tener en cuenta qué ocurre a los demás más
allá de nuestra puerta. Si internacionalmente hubiera una forma de poner
límites a la especulación, a la acumulación de dinero sin fin, a las ganancias que
se obtienen a costa del hambre de muchísima gente, las cosas serían totalmente
distintas. Pero para que eso llegara haría falta empezar por hacer que los
límites funcionaran en la vida de cada cual. El rico no tiene límites, quizás
porque nació en un entorno donde ya tenía las posibilidades de acumular bienes
y llega un momento que ya no sabe disfrutar de otra cosa que de la propia
acumulación, de la propia sensación de poder, de la propia sensación de lujo,
aunque sea lo más ridículo de este mundo. Igual puede suceder al que nace en
ámbitos de poder o llega a ellos mediante la política.
Si lo
miramos en otro orden de cosas, en el orden moral, tampoco hay límites en la
mayoría de la población. Incluso la religión, que se ha propuesto como modelo
moral a través de la historia, ha intentado imponer, sin tener en cuenta qué
efectos producía en los otros, sin tener en cuenta las barbaridades que podían
llegar a cometerse para imponer lo que consideraban válido, saltando siempre
sobre las convicciones o criterios de los demás.
Lo que
intento decir es que no nos escandalicemos e indignemos tanto con el
comportamiento ajeno porque nosotros, si ocupáramos su lugar, no podríamos
estar muy seguros de no comportarnos de modo muy parecido. Eso no significa que
haya que conformarse, dejar de denunciar las injusticias y luchar contra los abusos del poder, porque
esas conductas son muestras de libertad, sino que, para poder hacerlo sin proponer
una vuelta de tortilla, hay que empezar por revisar las propias posiciones
personales cuando uno se ve con algún poder en sus manos (aunque sólo sea ante
sus hijos o sus alumnos o sus feligreses) y, sobre todo, cuando se comporta de
modo servil, dependiente, alienado, porque esas son los comportamientos que
alimentan a los amos e indican a qué pretendería esa persona llevar a los demás
si alcanzara el poder.
El verdadero
límite contra los abusos ha de ser la Justicia, y si hoy abunda el ejercicio
caprichoso del poder es porque incluso los representantes de ese cuerpo están
mostrando estar más cerca de la alianza o el sometimiento al poder que del afán
de hacer que la ley se imponga a todos por igual (no hay más que ver el
comportamiento del fiscal encargado del caso de la infanta Cristina).
Todo esto no es ajeno a la psicología clínica, a los tratamientos o
terapias: lo que se busca con cada paciente es que se libere de las
identificaciones, es decir, de los sometimientos a imágenes que lo han hecho ya
en su momento transformarse de acuerdo a lo que recibía de padres u otras
figuras relevantes o a significantes que, en este caso, les conviene el
apelativo de “amos”: podemos pensar a esas imágenes y a esos significantes amos
como una especie de encofrados que lo han modelado y fijado a rasgos de
comportamiento tomados de esos personajes relevantes de su historia, lo que se
manifiesta en repeticiones sin fin o en enganche a goces que lo condenan sin parar. A este punto,
al goce, apunta la otra parte fundamental de una intervención psicológica, de
la labor de un psicólogo que no busque proponerse como modelo –lo que es una propuesta
de identificación- para someter aún más al sujeto: separar al sujeto de esos
goces que son sus mayores ataduras en la vida y de las que, de no liberarse,
nunca podrá hacer una elección del todo libre.
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