jueves, 6 de febrero de 2014

Los límites del poder


Retorno sin parar al comentario sobre el comportamiento de las personas que tienen poder o han accedido a él a través de la política porque cada día se ven más muestras de su impunidad y de su desprecio a la justicia, hasta al punto de ir deshaciéndose de los jueces que pretender ser auténticos representantes de la ley, pero esta vez pretendo hacerlo desde un punto de vista distinto: centrarme en buscar lo que de semejante, común, tienen los que ostentan ese poder con el resto de los mortales, con cada uno de nosotros. Me explico, habría que plantearse si, por alguna razón psicológica propia del ser humano, cualquiera que accede a un puesto de poder no termina haciendo un uso abusivo del mismo o bien enriqueciéndose gracias a él (no creo necesario referirme a los que hacen uso y no abuso del poder, los que lo ejercen dentro de los límites que la ley impone, porque no se trata de ellos). Pensemos en lo que ocurre a muchísimas personas cuando acceden a algo tan simple como ser el presidente de la comunidad de vecinos, el encargado de una pequeña empresa o el entrenador de un equipo de fútbol. Todos percibimos que hay una transformación más o menos significativa en esa persona, que, de repente, se atribuye poderes o derechos hacia los que antes nunca había mostrado excesivo interés por poseerlos. No creo que haya ningún ser humano, salvando las honrosas excepciones, que cuando accede al poder, no sea transformado por éste. Y lo peor es que, no solamente es ha transformado subjetivamente, sino que, generalmente, no tiene conciencia de estar actuando del modo en que todos los demás percibimos claramente lo hace. No digo que algunos no tengan una conciencia bastante perversa de cómo manipulan, explotan o gobiernan caprichosamente, pero otros muchos creen estar realizando su misión o trabajo de una manera íntegra y coherente. Esa división entre las teorías, las ideologías, las creencias, todo el saber que uno puede tener sobre lo que es íntegro y justo para el ser humano va muchas veces paralelo a un comportamiento que no tiene nada que ver con esas teorías o creencias. Pero, ¿por qué psicológicamente, o desde el punto de vista psicológico, el ser humano es transformado cuando accede a un lugar determinado, en el que prima el poder disponer del tiempo, del dinero, del trabajo o de cualquier otro aspecto susceptible de ser manipulado en otro ser humano? No se puede pensar que todas esas personas, previamente, no hayan sido personas con buenas intenciones, con anhelos de hacer las cosas bien, de favorecer a sus conciudadanos o de ser íntegros moralmente. No, la cuestión es que, a pesar de ser así, el ser humano, al llegar a ese lugar del poder, es transformado, transformado por el propio hecho de ocupar ese lugar. En la historia de nuestro país, son famosos los ejemplos de ciertos validos del rey que, partiendo a veces de posiciones muy humildes, cuando llegaban al lugar del poder, lo ejercían con mayor prepotencia y capricho que lo hubiera hecho el propio rey. Entonces, insisto, ¿qué nos hace transformarnos de tal modo? Por una parte, es que el poder coloca al sujeto en una relación a la ley donde parecería que uno es capaz de ser quien la dicta y no ser afectado por la misma (si no, miremos hoy la conducta de los jueces, o de sus órganos de poder, ante los procedimientos contra políticos u hombres ricos). Por otra, se encuentra inmediatamente con numerosas personas que se colocan ante él en una posición de sometimiento tal, que prácticamente lo exigen convertirse en un amo que responda a esas expectativas (no habría amos si no hubiera personas deseosas de convertirse en esclavos). Tal vez tenga también que ver con el peso que toman ciertos significantes, ciertas representaciones, que el ser humano ha acuñado y a los que inmediatamente les atribuye unas características, comportamiento o prebendas asociadas, como ocurre, por ejemplo, con significantes corrientes en nuestra sociedad: rey, presidente, ministro, juez, director, etcétera. Es como si al ser nombrado, puesto bajo el influjo de esos significantes, inmediatamente, todo nuestro psiquismo se reestructurara de acuerdo a ellos y determinaran modos de comportamiento, pero incluso formas de pensar, que nos muestras otros de lo que éramos antes a los ojos de cualquiera que nos haya conocido previamente.
Si cualquiera puede verse atrapado en esos mecanismos misteriosos de la mente, necesariamente ha de intervenir una fuerza, por llamarla de algún modo, que nos arrastra y ata irremediablemente a esos comportamientos: esa fuerza es el goce. El goce en el sentido de eso que escapa al orden del placer regulado por la ley, con límites, para adentrarnos en deseos, pulsiones, anhelos, ambiciones… para los que no existe límite (de ahí que observemos que las personas colocadas en ese lugar de poder pierden el pudor y la vergüenza, pero también la cautela y la mesura).
Que trate de dar una explicación psicológica a lo que ocurre habitualmente cuando se accede al poder, no quiere decir que eso justifica a los que lo detentan en este momento. Y que diga que, hipotéticamente, cualquier ser humano podría verse afectado por ese lugar, no quiere decir que no haya posiciones personales ante la ley que hacen que muchas personas sean  íntegras. Y, en todo caso, hay una diferencia esencial entre los que habitualmente tienen el poder y el dinero y nosotros: lo suyo es un hecho y lo nuestro una simple hipótesis. Y en los juzgados no se juzgan hipótesis, sino hechos, por lo cual estamos totalmente legitimados a denunciar a cuantos cometen abusos cuando alcanzan el poder.

Como ejemplo, aunque literario ( y no por eso menos auténtico a la hora de iluminar lo que se puede dar a ver de lo más propiamente humano), de lo que intento transmitir acerca de lo que a cualquiera nos puede subjetivamente transformar, voy a aludir a una obra que es bien conocida. No quiero caer en eso de ser yo quien dé valor a una obra con mi reconocimiento o con mis alabanzas, porque creo que, cualquiera que la lea, percibirá lo mismo que yo. Ante las personas que me son cercanas, he nombrado muchas veces la obra de Vasili Grossman, “Vida y destino”, como la novela que, para mí, se sitúa en las cotas más altas de la literatura, quizás cercana a El Quijote, al menos desde el punto de vista de la capacidad de describir y hacer entender el comportamiento psicológico humano –digo comportamiento psicológico porque no me refiero sólo a las conductas visibles sino también a los procesos mentales internos-. Grossman realiza en su novela un estudio sobre el comportamiento, tanto en el amor como en el horror, en la alienación, o en la determinación de cualquier ser humano por las relaciones al poder, a través de un personaje, un científico, que lucha desesperadamente por ser coherente, por no someterse, por no ser indigno ni miserable, pero que, finalmente, se ve atrapado en una situación que lo conduce a comportarse del mismo modo que lleva años luchando por evitar. Si se quieren ver descritos de un modo más que lúcido las versiones dispares del comportamiento humano, desde la coherencia, la integridad, el amor, hasta el sometimiento, el odio, la incoherencia, el abuso de poder, la anulación ante el horror y la muerte, no hay más que seguir sus páginas. Creo que podría ser considerado un tratado de psicología con todo merecimiento.
¿Se trata entonces de estar indignándose permanentemente contra los políticos, los poderosos porque acumulan bienes e imponen sin consideración su poder a los demás, explotan, alienan? Habría que tener en cuenta, como trataba de mostrar antes, que eso, a pequeña escala, está en cada uno de nosotros, que nosotros también pretendemos acumular,  explotar, luchar por nuestros intereses sin tener en cuenta qué ocurre a los demás más allá de nuestra puerta. Si internacionalmente hubiera una forma de poner límites a la especulación, a la acumulación de dinero sin fin, a las ganancias que se obtienen a costa del hambre de muchísima gente, las cosas serían totalmente distintas. Pero para que eso llegara haría falta empezar por hacer que los límites funcionaran en la vida de cada cual. El rico no tiene límites, quizás porque nació en un entorno donde ya tenía las posibilidades de acumular bienes y llega un momento que ya no sabe disfrutar de otra cosa que de la propia acumulación, de la propia sensación de poder, de la propia sensación de lujo, aunque sea lo más ridículo de este mundo. Igual puede suceder al que nace en ámbitos de poder o llega a ellos mediante la política.
Si lo miramos en otro orden de cosas, en el orden moral, tampoco hay límites en la mayoría de la población. Incluso la religión, que se ha propuesto como modelo moral a través de la historia, ha intentado imponer, sin tener en cuenta qué efectos producía en los otros, sin tener en cuenta las barbaridades que podían llegar a cometerse para imponer lo que consideraban válido, saltando siempre sobre las convicciones o criterios de los demás.

Lo que intento decir es que no nos escandalicemos e indignemos tanto con el comportamiento ajeno porque nosotros, si ocupáramos su lugar, no podríamos estar muy seguros de no comportarnos de modo muy parecido. Eso no significa que haya que conformarse, dejar de denunciar las injusticias  y luchar contra los abusos del poder, porque esas conductas son muestras de libertad, sino que, para poder hacerlo sin proponer una vuelta de tortilla, hay que empezar por revisar las propias posiciones personales cuando uno se ve con algún poder en sus manos (aunque sólo sea ante sus hijos o sus alumnos o sus feligreses) y, sobre todo, cuando se comporta de modo servil, dependiente, alienado, porque esas son los comportamientos que alimentan a los amos e indican a qué pretendería esa persona llevar a los demás si alcanzara el poder.
El verdadero límite contra los abusos ha de ser la Justicia, y si hoy abunda el ejercicio caprichoso del poder es porque incluso los representantes de ese cuerpo están mostrando estar más cerca de la alianza o el sometimiento al poder que del afán de hacer que la ley se imponga a todos por igual (no hay más que ver el comportamiento del fiscal encargado del caso de la infanta Cristina).
Todo esto no es ajeno a la psicología clínica, a los tratamientos o terapias: lo que se busca con cada paciente es que se libere de las identificaciones, es decir, de los sometimientos a imágenes que lo han hecho ya en su momento transformarse de acuerdo a lo que recibía de padres u otras figuras relevantes o a significantes que, en este caso, les conviene el apelativo de “amos”: podemos pensar a esas imágenes y a esos significantes amos como una especie de encofrados que lo han modelado y fijado a rasgos de comportamiento tomados de esos personajes relevantes de su historia, lo que se manifiesta en repeticiones sin fin o en enganche a  goces que lo condenan sin parar. A este punto, al goce, apunta la otra parte fundamental de una intervención psicológica, de la labor de un psicólogo que no busque proponerse como modelo –lo que es una propuesta de identificación- para someter aún más al sujeto: separar al sujeto de esos goces que son sus mayores ataduras en la vida y de las que, de no liberarse, nunca podrá hacer una elección del todo libre.


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