A lo largo de la historia el hombre se ha enfrentado
a la vida afanándose especialmente por alcanzar poder o bienes acumulables.
Llamo “bienes acumulables” a aquellos que, sean elementos simbólicos como el
poder o materiales como el dinero, lo que despiertan en el hombre es la
pretensión fundamental de acumularlos sin límite. Es importante también
entender que, en la estructura social en la que el ser humano se encuentra
inmerso, esa acumulación es, en la mayor parte de los casos, a costa de
arrebatárselos a otros. Los casos extremos son los de los dictadores que han
abundado en la historia lejana y reciente, que han multiplicado sus bienes, en
el caso actual depositándolos en los paraísos fiscales, alcanzando cantidades
desorbitadas que proceden del robo o de
esquilmar a sus propios ciudadanos.
¿Podemos creer que la pretensión de quienes hacen
eso es disfrutar de esos bienes (en el sentido de que dan acceso a otros bienes
supuestamente deseables: casas de lujo, coches, barcos, mujeres en el caso de
los hombres, adulaciones, servilismos, sometimientos…? Muchos de ellos no
hubieran podido hacer uso de ese dinero aunque hubieran tenido diez vidas para
gastarlo y a otros los han detenido o matado antes de que pudieran hacer uso real
de ellos.
No, la finalidad para esos hombres no es la misma
que para el que tiene un sueldo normal y su hipoteca, y sueña con que le toque
la lotería que lo saque de agobios. No, esa acumulación obscena de bienes es,
en todo, pareja a la acumulación de mierda. Apenas hay diferencia psicológica
(no es importante ahora pensar lo que se puede hacer con tanto dinero) entre
quienes acumulan cartones y bolsas de basura –el llamado síndrome de Diógenes-,
o el obsesivo que empaqueta con pulcritud sus heces y las acumula en el armario
–hay casos clínicos que lo demuestran-, o el avaro que esconde su dinero -que
nunca gasta- debajo del colchón y lo cuenta y toquetea todos los días, y esos
acumuladores no avaros de dinero en
cantidades astronómicas.
Ese mismo afán de acumulación ya llevó a dar un
valor añadido –y ridículo- a ciertos minerales u objetos y conducido a algunos
hombres a acumular joyas de oro o diamantes por los que tanta gente ha muerto.
No me importa ahora valorar si en las joyas se da un valor añadido por ser
sustento también de la capacidad creativa, artística, de algunos hombres. Me
importa en el sentido de que ese bien se vuelve importante por lo que
representa (poder, riqueza, elegancia,...) o por su rareza o escasez y no por
su valor intrínseco: mucha gente no distingue, por ejemplo, una circonita de un
brillante.
En la película “Los dioses deben estar locos”
–dirigida por Jaime Uys- se refleja con gran sentido del humor cómo la
presencia de un bien, una botella de coca-cola, se puede convertir en el origen
de conflictos entre personas que hasta entonces han convivido en armonía.
Que el ser humano descubra bien temprano que su vida
se halla prometida a un vacío insondable, la muerte, o que sienta que las
palabras nos dan ya en cierto sentido por muertos, lo que en muchos casos se
traduce en angustia ante muchas situaciones que de alguna forma evocan ese
vacío, explica que la pretensión de la mayoría de los seres humanos sea
llenarlo con bienes acumulables (sea el poder, el dinero, la comida, la fama,…).
Un caso paradójico es el de los llamados ludópatas
que, buscando supuestamente acumular bienes, entregan sistemáticamente todos
los que poseen. Pero entregar los bienes palpables les blinda ante la
posibilidad de entregar esos otros bienes que no pueden acumularse (atención,
cariño, deseo, cuidados…).
Paradigmática es la posición de la anoréxica
respecto de los bienes: temiendo ser deseada por sus bienes –en este caso su
carne, su belleza-, decide deshacerse de ese bien en un intento dramático de
dar con la clave del amor –que Lacan enunció de una manera gráfica como “dar lo
que no se tiene”.
Ese es el drama esencial del ser humano cuando, de
una vida llena de necesidades, incertidumbres y amenazas, pretende extraer algo
que haga de punto de anclaje duradero, el amor, y lo que hace es confundir el
ser amado por lo que no tiene con serlo por sus bienes. Dar lo que se tiene es,
a pesar de todo, lo más fácil del mundo. La pega que tiene es que no genera
amor. Lo que genera es lo mismo que ofrece: el anhelo de recibir o poseer sus
bienes. El amor se produce cuando se logra romper esa relación con los bienes:
un sujeto es transformado subjetivamente por el amor que siente por otro o del
que es objeto en la medida en que no puede hacerlo depender de un bien acumulable,
sino por la certeza de que es amado o ama desde la falta que reconoce en su
ser. Cuando están mediando los bienes, todo se vuelve dudas. El ejemplo más
sencillo es cuando un niño demanda amor y recibe un sinfín de objetos que
pretenden sustituirlo. Lejos de lograrlo, todos esos bienes acentúan la
sensación de desamor.
El que acumula bienes acaba poniendo su vida al
servicio de su acrecentamiento, de su protección y del temor a perderlos o a
que se los arrebaten. Quien haya visto la película “Límite vertical” –dirigida
por Martin Campbell- recordará que el rico pretende tener más derecho que los
demás a sobrevivir porque tiene muchos más bienes que conservar. Se ha vivido
en las grandes crisis económicas que quienes perdían sus fortunas se suicidaban:
no podían ser nadie sin sus bienes. Ya en el Antiguo Testamento se pone a
prueba eso, a sugerencia del diablo, en la figura de Job.
A un nivel más mundano, hay muchos sujetos que se
someten a otros o cumplen cuantas demandas se les dirige ante el temor de no
poseer o no poder ofrecer lo necesario para ser amados o, dicho de otra manera,
buscan ser amados por lo que son capaces de dar. Es una postura que siempre
lleva al fracaso porque no genera amor, sino situaciones de abuso, maltrato o,
cuando menos, que se aprovechen de ellos.
La evidencia, aunque muchos sean ciegos a ella, es
que no se ama a nadie por lo que tiene –ni siquiera por bienes no acumulables
como la belleza, la simpatía, o la inteligencia, o por los acumulables como el
poder o la riqueza-. Si fuera así, sólo se podría amar a los guapos,
simpáticos, inteligentes, poderosos o ricos. Otra cosa es la creencia de que es
en éstos que vamos a encontrar más fácilmente el tapón a nuestra falta en ser.
Y lo que se suele producir es lo contrario: los que poseen bienes convocan el
deseo en los otros en la medida en que éstos creen que van a encontrar algo
maravilloso detrás de esa piel bella, de esa simpatía, de esa inteligencia, de
eses poder o de esa riqueza. Lo que realmente se encuentra es lo que se esconde
o no detrás de cualquier ser humano: manías, tiranías, ideas o ideales que
chocan con los del otro, presunciones de superioridad… o alguien que es capaz
de dirigir su propio deseo desde más allá de lo que posee y que puede amar al
otro sea cual sea su apariencia. Finalmente, como en los cuentos, al menos a
ojos del que ama, el que es amado pasa de bestia o rana a la apariencia de
príncipe o, cuando menos, encargado de las cuadras reales.
No estoy proponiendo un programa religioso de
castidad y pobreza. El hombre ha progresado gracias a su capacidad de generar
bienes y que esos bienes, desde su exterioridad de objetos elaborados,
convertidos en un bien, lo transformaran a su vez: desde el primer martillo,
cuchillo o hacha a las máquinas más sofisticadas de hoy en día con las que se
pueden distinguir células tumorales. Unos y otros son bienes sin los que el
hombre no sería tal. Los primeros no son precisamente los bienes que
pertenecerían a la categoría de “acumulables”, pero fueron el medio a través del
cual el hombre intentó hacerse con los que sí lo eran. Así, esos bienes
llevaron al hombre por dos vías: una, la de su uso para hacerse con el poder y
con los bienes del otro; y otra, la de la necesidad de regular la convivencia a
través de las leyes que pudieran poner cierto límite a ese afán de acumulación
(ya no podía ser de cualquier manera o se podía pedir cuentas a quienes
pretendieran hacerse con los bienes en contra de esas leyes). Si el animal
peleaba por su comida o por hacerse con la hembra –y rara vez esa lucha era a
muerte-, el hombre empezó a pelear por todo: por la cueva del otro, por su
fuego, por sus armas, por sus pieles, por sus joyas, por sus mujeres o por
obtener el goce arrebatando al otro lo único de lo que no puede apropiarse, su
bien más preciado y endeble: su vida.
Para gloria o condena del ser humano, los únicos
bienes no acumulables son algo nacido de su especificad como especie: estar
inmerso en el lenguaje. Esos bienes son el amor, el deseo… y el goce. El
problema es lo que se puede llegar a hacer para obtenerlos o darlos
satisfacción. Desde el niño que miente diciendo que ha sacado un 9 (y ha sacado
un 1) porque espera ser más amado si da más, al adolescente que pone sin parar
a prueba el amor de los padres con sus comportamientos, o al adulto que se
desvive por alcanzar dinero o gloria en la esperanza de asegurarse así el amor,
todos triunfan o fracasan en la medida que descubren que el amor escapa a los
bienes, condiciones o reglas que puedan manipularse para conseguir el fin que
persiguen.
La mayoría de las demandas a los psicólogos tienen
que ver con las dificultades que los seres humanos hallan para resolver ese
viejo conflicto entre el ser y el tener que, desde Freud, es entre la falta en
ser y el goce. La falta en ser conduce al deseo y al amor. El goce –no me
refiero al placer- conduce a la acumulación de bienes. Por ejemplo, en el libro
de “El espejismo” –del egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura- el
protagonista anhela y ama al padre hasta que descubre dentro de sí la idea de
que podría matarle y apoderarse así de sus bienes.
Es el deseo el que convierte la falta (nadie duda
que desea porque algo le falta) en el motor más potente de nuestra vida. El
engaño es creer que se puede llegar a satisfacer con bienes acumulables y no
que, si es un motor tan potente, es porque nunca obtiene lo que busca… al menos
no del todo.
Si se trata del goce siempre es a través de bienes
que crean la ilusión de taponar nuestra falta en ser a través de esos bienes
más o menos efímeros: dinero, poder, droga, juego,…
Es el amor el que mejor demuestra que su presencia
en un sujeto escapa y va más allá de la presencia o acumulación de bienes –me
refiero a la pretensión de ser amado por ellos.
Para el ser humano el ser es siempre algo inacabado,
algo a alcanzar. Nadie nace diciendo, salvo en las historias preñadas de humor
de Gila, “mamá que he nacido, que soy yo, Pablo”. Confundir esa aventura del
ser con la acumulación de bines es la mayor fuente de malestar y horror en el
ser humano.
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